miércoles, 30 de diciembre de 2009

Disciplina Allende


"Un día mientras buscaba mi camisa en la cama, encontré un libro de Allende y en la contraportada había una foto de ella. Tenía una mirada frágil que parecía un mar quieto, un vaso de agua cristalina, pura e impoluta. Me hice una auto-comparación. Yo era un vaso de ron seco, sucio con restos de cigarro y rajaduras en el pico".

Mi mamá conoció a Isabel Allende en un conocido bar en Santiago. Recuerdo la tarde donde en la sobremesa comentó el encuentro con la escritora chilena nacida en Lima. Como muchos de los escritores que leí de adolescente, en el fragor del acné y la introversión, Allende me supo en la medianoche un recurso onírico; mas mi madre me decía que la conoció en aquel bar de Santiago, tiempos antes de la llegada de Pinochet. Así, mi madre comentó, que la figura de un escritor se asemejaba más a un diplomático de la realidad que la de un sedicioso de la misma. A mí me atrajo la segunda opción. Es decir, representar la vida de la forma más infame y sin sobrecitos de edulcorante, como la es en realidad. Pero había otra característica de Allende que era bien conocida. Allende pertenecía a esa raza caucásica de la literatura que suenan a aristocracia y abundancia en la que un buen agente literario te puede llevar rápidamente a las estanterías en poco más que un chispazo. Era increíble como Allende en poco tiempo escribía y al mismo ritmo vendía de un zarpazo kilos y kilos de libros. Yo me indignaba de tanta vehemencia literaria, y fiel a mi envidia desprestigiaba y ninguneaba su éxito mediático. Sin embargo, luego valoré algo en ella que me costaba aceptar.

Mi madre, acostumbrada a darme todo de a pocos, suponía el hecho de también dedicarme a alguna rama del arte como el cine o la pintura, pero nunca se imaginó que esa comidilla de la sobremesa impregnaría una comezón por imaginar mundos distintos e investigar en la conducta humana. Así, mi madre fue poblando mi curiosidad por el arte: me enseñaba las pinturas que hacía, me las explicaba como quien enseña a su hijo a manejar bicicleta, pensando que en algún momento me pondría a pintar como ella pero, la verdad, no sé si exista algún bosquejo siquiera de alguna pintura hecha por mí; la cuestión es que pronto mi madre se dio cuenta y me fue dejando poco a poco a que encontrase mi camino (Hoy, a veces, en broma le pregunto si es que me puede dar una manito). Entonces comencé a escribir cuentos cortos en las que los personajes eran hombres poco honrosos, que bebían y se acostaban con miles de mujeres, creyendo encontrar en el sexo el motor de la vida. Consecuentemente, poco a poco me fui quedando solo, mi madre y mi familia se dispersó por el continente. Mi hermana se fue a Portugal, mi madre se asentó en Brasil, mi queridísima tía Fidela se fue a la Argentina, y el retraído de mi padre siguió con la música. Comencé a frecuentar los bares del centro de Lima, a encontrar personas inteligentes y fieles a la amistad, cosa rara, pues o son explosivamente brillantes o son amigos incondicionales; tal fue mi fortuna que conocí a un escueto personaje llamado Sandro, de quien no conozco una frase inteligente, pero su corazón me lo llevo a todos lados como símbolo de su amistad en los momentos menos felices. Siendo un cochambroso jovenzuelo atizado por el alcohol no encontré una mujer sincera que me quiera de verdad. Entonces, me volví un disoluto ciudadano congruente con la vida fácil: despertaba, comía, escribía algo, me embriagaba y el resto no lo recordaba pero al día siguiente no amanecía en mi cama y menos solo.

Un día mientras buscaba mi camisa en la cama, encontré un libro de Allende y en la contraportada había una foto de ella. Tenía una mirada frágil que parecía un mar quieto, un vaso de agua cristalina, pura e impoluta. Me hice una auto-comparación. Yo era un vaso de ron seco, sucio con restos de cigarro y rajaduras en el pico. Lo que antes me parecía deleznable y poco respetable, pareció cobrar lógica. Allende era una escritora prolija que ahora tenía decenas de libros, había adquirido cierta fama y sus libros se vendían como ropas en una tienda. Dejé a un lado la cobardía y el egoísmo, y pensé en que esa mujer no podía haber logrado todo eso en base a simple suerte o apoyo publicitario -al menos no del todo-, esa mujer tenía algo que yo hace tiempo había dejado de hacer y que mi madre poco me acostumbró: disciplina. Desde ese día dejé la bebida, me asenté en una casa en Barranco, terminé dos novelas, conocí a mi esposa, me casé y tuve dos hijos. La literatura te da este tipo de satisfacciones.

sábado, 5 de diciembre de 2009

La alegría fantasma


Qué hermoso día. Como otros días en los que el sol hace de despertador a las 8 de la mañana y allá en la calle se escucha más que un cuchicheo victorioso, éste es un día estimulante. Rogaría a Dios para que a todos las fechas le dé ese entusiasmo para comenzar el día con tanta vehemencia. Inundado por el sudor temprano taconea el piso y se dirige a la radio, la enciende, se desnuda y se acerca al espejo. En él ve un día fructuoso. Se viste de buzo, alista el mp3 y esculpe su mejor voz en el lavatorio. Empapado de entusiasmo empieza el trote, se dirige al parque donde el sol, aún calmo, desnuda los ángulos del citadino bosque con la natural soberbia de su hegemonía ancestral. Vuelve a casa a las 10 de la mañana; el periódico yace en el suelo y la mesa aflora un aroma peculiar. Entra a su dormitorio, revisa el contestador, acomoda sus cosas en el borde de la cama y empieza a dejar al desnudo su cuerpo rojo y calinoso.

A la una de la tarde, luego de la reunión con el alcalde, como hombre distinguido que es, regresa a su casa a terminar el proyecto destinado para fines de año, prende el reproductor de música y se sirve un vaso de ron. Mientras tenga la mente ocupada no sabrá que sus padres están muy lejos de aquí, y que solo lo acompaña el sonido fantasmal y etéreo de un irreconocible grupo extinto.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Menuda yegua


Nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después
que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar
a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía
impetuosa e imprevista".


En principio, Mary no estaba en el rango físico atribuible a mujeres de pasados los cuarenta: Bien podía ser una mujer saliendo los veinte o avecindando los treinta. Sin embargo era bien sabido su condición de viuda, no de solterona. Aunque nunca se supo o conoció mayor detalle del otrora hombre, se sabía de su existencia en algún momento de la historia de la vida de Mary. Ahora, Mary caminaba acompañada de un hombre joven y airoso. Su nombre era Rubén, no tenía más de 30 años, dirigía un almacén de ropa, y de lejos era un hombre apuesto y bien conservado. De un momento a otro nuestra vecina, Mary, alojaba en su piscina un hombre que de no ser por su ceño adulto, su piel tostada y amplia, su halo de misterio y reserva pasaría como su hijo. Pero todas las noches en el viejo y apolillado bungalow se volvieron a escuchar el sonido desquiciante de los alaridos de Mary en el clímax de un encuentro erótico.

Sin embargo Mary no era una mujer de cuarenta, casi cincuenta, que el tiempo se la había comido de un bocado. Ella había sabido jugarle al tiempo una fullería digna de una diosa griega; se había apartado silenciosamente de aquella ruta que sus coetáneas habían guarecido con resignación, y en cambio, había alimentado su cuerpo y su mente de un optimismo arrasador en los días que su difunto esposo dejó de estar a su lado a temprana edad. Y quizá fue ese acontecimiento prematuro la que le hizo cultivar, de repente, ese espíritu sedicioso contra el tiempo. Fue la muerte de su marido la que impulsó su rebeldía hacia lo que nunca quiso ser: una mujer calmada, infeliz, resignada, exigua; y le hizo comprender, frente a su tristeza, que una mujer no tenía porqué vivir angustiada del tiempo, dejando sus años a lado de alguien que la miraba, se miraba a sí mismo y enmudecía. Mary vivió feliz a lado de su marido, disfrutó la experiencia de abdicar sus costumbres y abrirse a un mundo distinto al suyo y al de su marido; nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía impetuosa e imprevista. Entonces, desfundó la valija, metió unas cuantas prendas, y desapareció por unas semanas afuera de la ciudad. El destino quedó como un misterio, pero otras cosas se fueron evidenciando en su retorno. Pasados dos meses, regresó a su antigua casa donde compartió su vida junto a su fallecido esposo durante 9 años, y junto a las cosas que trajo acompañó una actitud distinta hacia la vida; su semblante no acogía tristeza sino todo lo contrario, tampoco era felicidad, más bien deseos de seguir un rumbo distinto. Continuó la empresa de su marido, diversificando la empresa a un sector más exclusivo y menos conservador. Al poco tiempo se supo que Mary había logrado captar clientes en Australia, México y España. Es decir, a Mary, por decirlo así y lindando con la crueldad, le asentó muy bien la muerte de su marido. Y junto a ese éxito laboral, le vino consigo algunos pretendientes. Pretenciosos y ridículos la mayoría, venían a pasar la noche con Mary, pero ella era muy exigente con el perfil del amante. Él debía ser como Rubén, el hombre con quién finalmente salía y que no le hacía sentir poseída, falsa, plástica, y sobre todo vieja. Rubén, era un hombre frugal, reservado, no tenía más que un auto modesto con el cual llegaba al atardecer en compañía de Mary. Y aunque todos, con la malquerencia propia de un vecindario, intentaban colegir su arribismo, solo algunos tuvimos la oportunidad de conocer al sujeto que acompañaba a Mary con una envidiable y desopilante airosidad. La tarde que compartimos el almuerzo en la terraza, el amigo de Mary, Rubén, esbozaba una sonrisa paradisiaca. Su porte apolíneo, la laxitud de sus ojos, la parsimonia de sus modales, la eufonía de su discurso, todos eran dignos de un caballero bienvenido a la vida de Mary. Ella con sus piernas y caderas ecuestres, su cabellera flamígera, su mirada fluvial y salvaje, era, sin lugar a eufemismos, una yegua preciosa en el paroxismo de su belleza indómita.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Qüendy


ESTA es una nota tan aparte como personal.

El día de hoy llegó a mi buzón del correo electrónico el mensaje de una amiga muy especial. Sus palabras, de mucha consideración y estima, son de una mujer muy distinta y envalentonada como es su costumbre. Hace pocos días nos vimos y la noticia, repentinamente dicha, era que estaba en la dulce espera. Yo no sé si sea dulce, al menos mi madre no lo consideraba así, pero de que es grandiosa y única esa etapa en la vida de una mujer –su primer hijo al mundo–, no cabe la menor duda. Ese día tuvimos una gran cena en una conocida cadena de pollerías. Lo magnífico de esa noche no fue haberme hecho de ese banquete de carnes y olores, sino el compartir con una persona que tiene la virtud de ser suelta y alegre. Es esa soltura la que le hace pensar en las cosas de la forma más clara y sin tanto problema, lo que hace que uno reconozca su elasticidad, su laxitud, su apacible ser entre hippie y emo, y se sienta tranquilo y de buen ánimo de sólo verla. Y, además, es esa alegría lo que hace que, producto de lo primero, ésta sea percibida como algo espontáneo que da y no espera que uno también se la de. Esa gracia de reír, vacilarnos, jugar, recordar, es algo que siempre lo haremos en la distancia o por el teléfono, en la soledad de nuestra habitación o en la compañía de nuestra familia, porque la pileta de la amistad podrá estar estancada pero nunca seca. Ahora, la naturaleza, sabia y traicionera, ha bendecido sus entrañas con un nuevo ser que espera salir y ver en sus ojos a una madre dispuesta a todo por amarlo y heredarle el mejor de los ánimos.

¡Felicidades!

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lluvia sobre los hombros


Mi tío Jaime es realmente grande como un oso, sus ojos marrones como la piel de este animal se mueven rápido reflejo de su vivacidad provinciana, rural, aparente. Su espalda es ancha como una furgoneta y recia como el tronco de un árbol. Es la mano derecha de mi papá; ambos se dedican a la chacra y los animales. Aunque Jaime tiene los ojos tiernos y el semblante vacilante, por lo demás de su apariencia parece un señor robusto y mal conservado; los pantalones cortos de jean oscuro, la camisa amarilla oscura, las sandalias negras, es su atuendo de trabajo por el resto del día. En casa, la señora Juana viene a las 11 de la mañana para cocinar. Ella tiene los cabellos largos y duros, la piel blanca y seca como la de un chancho y las piernas grandes y turbulentas como una serpiente constrictora. Es bonita en apariencia y de lejos, porque cuando se le ve de cerca una inmensa bola se pone en relieve sobre su cuello. Bocio es la enfermedad que sufre la señora Juana, un mal que se origina por la escasez de yodo en la alimentación. La señora Juana se muestra impasible cuando le veo el coto que se asemeja a un limón grande. Es una mujer muy buena según le escuche decir a Jaime la otra vez.

Las 6 de la mañana y mi papá manda al carajo a Jaime. “Cojudo, así que no vienes conmigo. Te quedas a cargo de la casa, vuelvo en la noche, ves al wewo”. Yo desde los palos que sostienen el techo que abriga las gallinas veo alejarse a mi papá. “Ya vuelvo wewo” me grita antes de desaparecer en el verde de la selva. Tengo un mes de vivir con mi papá, extraño a mi mamá tanto como ir al jardín de niños con un extraño mandil cuadriculado y oler a madera y pinturas de colores. Acá el único color que abunda es el verde y sus variaciones. Distingo dos lugares muy distintos entre sí: la casa, donde ocupo un extraño espacio poco iluminado, y la selva, que es todo lo que rodea a la casa. El sonido del ambiente irreconocible y ubicuo acompaña las brisas del tiempo inadvertido e ignoto que pasan y pasan como los personajes que existen en ese collage de materias y almas salvajes. Sin cuidado de nadie, y a disposición de la voluntad del tiempo y las circunstancias, salgo a buscar leña para la casa: es el encargo de Jaime quién se ha ido a la chacra de Palo Verde a media hora de la casa. Cada vez que nos quedamos solos, dejo de hacer lo habitual para ir a traer leña, que en realidad es un pretexto para ausentarme durante el resto del día. Me sigue “Darío”, uno de los perros de la casa, para resguardarme de algún peligro. El cielo es tan ancho y azul que parece que en algún momento todo eso nos irá a aplastar. De un momento a otro el cielo oscurece y comienza a llover feroz y desenfrenadamente. Cuando me doy cuenta Darío ha desaparecido, quizá el mal nacido se disparó a la casa apenas sintió el agua caer en su lomo pulgoso. La cuestión es que me encuentro perdido aunque algo excitado, este tipo de situaciones entre caóticas y miserables me mueven las entrañas y me hacen actuar instintivamente, casi como un animal. Es insufrible caminar con el lodo en el suelo, el terreno es lodoso y ese ambiente es un festín para las serpientes, así que decido quedarme a esperar a que escampe. Con el machete que llevo me trepo en la parte media de un árbol, en refugio seguro mientras pase todo. Las gotas que chapotean en el suelo reconfigurando el opaco verde de la selva, semejan su ruido al de una ametralladora pequeña. Me aferro al árbol esperando que todo pase. Me acurruco en el estrepitoso silencio bullicioso del caos y cierro los ojos, la lluvia no para y el infinito como realidad me produce una ansiedad incontrolable, deseo saltar del árbol y correr, pero sería acercar mi muerte a un paso inexorable. Me contengo, grito fuerte esperando alguien escuche mi voz, siento miedo, algo muy cercano al pánico, una tristeza incontenible inunda mi cuerpo como el agua que cae sobre mis hombros, siento la tristeza de mi madre mirándome desde algún lugar de la capital, toda la rabia contenida sube a mi cabeza al extremo de querer explotar, cómo mi madre y mi padre separados, cómo es que estuvieron unidos en algún momento, cómo llegué aquí, cómo mi padre me deja solo en un lugar que él me trajo, cómo es injusto todo esta mierda.

Mis ojos húmedos despiertan. Aún agazapado en el fuerte sonido de un despertar nuevo veo que todo luce más brillante como si todo hubiese cobrado una vida terrenal, como si todo hubiese nacido desde hace un momento atrás. Salto al vacío de un charco de agua. Mis piernas se debilitan y se acostumbran al espacio llano del lugar. La base del árbol luce rasgada como si una bestia hubiese intentado subir. Me produce un escalofrío que funciona como un combustible que me hace salir disparado en busca de la casa. Camino en dirección contraria adónde vine sabiendo que di muchas vueltas antes de llegar a ese lugar y que lo más probable es que vaya al lugar correcto. El sol esclarece como una sábana tirada al aire del lugar. Las tejas marrones, o algo muy parecido a eso, confirman a mi corazón sobresaltado de haber llegado a la casa. El lugar luce silencioso y húmedo aún, sin embargo una extraña felicidad de estar a salvo me lleva a adorar ese lugar que ni es mío, ni me hace sentir en casa. He estado en muchos lugares, y ninguno lo he sentido como mi hogar, concluyendo que un hogar no es un espacio físico, sino un sentimiento más cercano al amor. Abro la puerta y encuentro todo como lo dejé. Es poco más que las 3. Me imagino que la señora Juana ya debe de haber cocinado, sin embargo no tengo hambre, lo único que quiero es acostarme en mi cama y descansar: siento un tenue dolor en mi cabeza como si en algún momento hubiese estado a punto de estallar. Escucho un ruido continuo en la cocina, como el tic tac de un reloj pero con una mayor fuerza y agresividad. En la cocina no hay más que ollas en la estufa y una mesa llena de yucas atiborradas. El sonido sigue, parece que viene del segundo piso. Subo despacio creyendo encontrar un animal extraño. Una cosa monstruosa se mueve de forma brutal encima de una cama: Jaime tirándose a la señora Juana. Ambos intempestivamente se levantan y desarman esa figura monstruosa que habían formado, dejándose ver desnudos y furibundos. Jaime me grita encolerizado con la rabia en los ojos, quizá avergonzado aunque más enajenado. La situación me produce gracia, también una felicidad ajena de saber que Jaime se tiraba a la señora Juana mientras yo me iba a buscar leña. Salgo corriendo, abandono la casa y la rodeo hasta llegar al jardín trasero donde las gallinas y otras aves de corral se enjuagan las plumas con los pozos del aguacero. Me siento a esperar mientras llega mi papá. Mientras tanto pienso en Jaime, la señora Juana, su bulto en el cuello, la figura monstruosa del sexo, mi papá y mi mamá.

jueves, 29 de octubre de 2009

Hasta que me orinen los perros*


Encontrar un tipo zampadazo en la calle. Subirlo al taxi. Hacerle dar vueltas hasta que quede dormido. Si es recio para dormir aplicarle cloroformo. Desvalijarle prudentemente. Venderlo en un hueco de ladrones para que terminen el cuento. Cobrar tu comisión y seguir con la búsqueda. Gran negocio ser proveedor de borrachos.

Antes, el vaso era una extensión de mis dedos. Creía ser sensato al beber, al comienzo, pero al discurrir por mis manos, pasadas las 3 de la mañana, litros y, quizá, hectolitros de alcohol me dejaba llevar por un río imaginario hasta donde, finalmente, desembocara. La excusa absurda era que estaba en la casa de un amigo, pero la realidad es que cuando uno está hasta el trapo (que es como se dice a una persona cuando se tambalea de un lado a otro sin saber a dónde va) no sabes quién es tu amigo, o siendo más exacto, todos son tus amigos, hasta el taxista ese, que te sonríe brillosamente desde un taxi sin placa y con las lunas rotas. Además a esa hora y en esa condición me creía el hombre más fuerte y temerario de la noche, capaz de zarandear a cualquiera, de amedrentar y resoplar hasta al más bravo de los cobardes. En esas fraudulentas circunstancias, alguna vez, sin saberlo, claro, al menos guiado, al inicio, con la desconfianza innata de un limeño, me sentaba en un taxi saliendo de la avenida Túpac Amaru, hablaba algo con el chofer, como haciéndole saber que no estoy ebrio y que no tengo intenciones de dormir, y luego sin saber cómo, ni dónde, ni cuándo, descansaba, a baba viva, en el asiento colindante al individuo al volante, totalmente vulnerable a la formación que haya tenido ese sujeto y cómo le haya tratado la vida. Me sentía seguro saber que el alcalde de Los Olivos había aumentado las patrullas y la seguridad ciudadana, pero al final de cuenta, era Los Olivos, hogar de desmanteladores de carros, ladrones discretos y adolescentes bellacos, y así mi cuerpo se relajaba en el cruce de la avenida Carlos Izaguirre con la Panamericana Norte. Pensar que estaba tan cerca de que el taxista virara al extremo infeliz, me golpearan, me calatearan y me tiraran a la calle para que me orinen los perros. Felizmente nunca me sucedió, aunque ingenuo fui, tanto como desmedido e idiota.

* “Hasta que me orinen los perros”. Fernando Ampuero.

jueves, 6 de agosto de 2009

Camino hacia el mismo lugar de todas las noches


"El hombre tiene la piel blanca, los hombros grandes y las piernas derechas. Todo lo contrario a mí. Se mueve bruscamente a un lado y me logra empujar. Me río cabizbajo, me hago a un lado. El hombre gira su cabellera castaña, sus ojos están cargados de desprecio. Me escupe"

Las personas se mueven en base a impostaciones. Todos son unos impostores, unos tristes canallas de la realidad. Se mueven en el mundo a través de mascaras morales, disfraces diplomáticos, velos de príncipe del bien, amuletos de lo que la gente considera bien visto. Andar en camisa y corbata no es lo mío. Odio las corbatas, las repudio por ser absurdas, ridículas e hipócritas: se amarran al cuello, aprietan la tráquea, concentran litros de sudor ¿por qué las usan? Me gustan las mujeres grandes, inmensas, de bustos y caderas llamativas, como Lucía, como Morelia, la señora que me alquila la habitación. Me presento como debe ser: Hola, ¿quieres acostarte?, le propongo. Es la noche de aquella tarde muda, son las seis y el color del cielo se desvanece, yo recién amanezco. Salto de la cama de un salto, un cartón cae al suelo, las patas de la cama ceden al esfuerzo de las termitas, mi cama se derrumba, un ratón se mueve por detrás del mueble del armario, el polvo de debajo de la cama se eleva como una cortina a los lados de la cama. Se ve genial. Resbalo con algo de agua sucia que utilicé para lavar mis zapatos, estaban embarrados de excremento. Pateo un trapo blanco, cae sobre el plato desierto de comida que se quedó ayer en la noche. Me pongo el saco y salgo rumbo a la calle. Bajo por las escaleras y pido prestado el baño de la señora Morelia. Aquella señora que le tengo bien pagadas los meses de alquiler, por adelantado. No mojes el piso, me advierte. Enjuago mis brazos, mi cara, el agua le da vida a mi rostro cada vez más oscuro. Llevo el agua de adelante hacia atrás por mi cabellera, todo se ve muy negro, el cabello, los ojos, las uñas. Salgo. Salto el último escalón, forcejeo la puerta y ésta me golpea el hombro. Estoy en la acera. Un hombre de corbata se acerca y se detiene. ¡Muévete imbécil!, su mirada tiene ira y algo de desprecio. Me quedo paralizado, lo miro, no puedo hablar, no me puedo mover, ni más. El hombre tiene la piel blanca, los hombros grandes y las piernas derechas. Todo lo contrario a mí. Se mueve bruscamente a un lado y me logra empujar brusca y deliberadamente. Me río cabizbajo, me hago a un lado. El hombre gira su cabellera castaña, sus ojos están cargados de desprecio. Me escupe. Lo miro entrecortado. ¡Loco de mierda!, me grita y lanza su cigarro al piso. Lo recojo rápidamente, lo agarro en dos dedos y lo meto en mis labios puntiagudos, lo absorbo, siento el olor a humo, el calor frágil, algo en mi cuerpo se inyecta de turbulencia. Apuro en darle otra bocanada, se acabó. Aún no es de noche, no del todo. Mi rostro aún se puede confundir con la de un mendigo, pero no soy un mendigo, soy más astuto que ellos. Camino hacia el mismo lugar de todas las noches. Me detengo, me hago delgado y me coloco detrás del umbral negro. Un muchacho viene hacia mí. Salto detrás de él y le doy un golpe con un pedazo de radio que estaba en el suelo. Es fuerte, se rehúsa a dormir, está en el piso, tiene la cabeza mojada, los ojos desviados, está en mi territorio, es donde mando yo. Lo que quiero es dinero, no me importa él, además no se ve como el hombre del cigarro, él es más bien un muchacho, un poco distraído solamente, como todos alguna vez. Camino hacia el mismo lugar de todas las noches. Bebo mucho, me acuesto con ‘la verde’, ella sabe mis gustos. Rumbo a mi cuarto, escucho el sonido del cielo, las estrellas, me piden que les hable, que les diga cuál es el secreto de mi felicidad. Me quedo callado nuevamente ¡Maldito hombre, dínoslo! Me gritan desaforadamente, las lunas tiemblan, el piso se mueve. Me quedo paralizado, miro al cielo, no puedo hablar, no me puedo mover, ni más. Un hombre en auto pisa una lata de cerveza. Me levanto, sigo caminando. No sé la hora, pero el cielo comienza a aparecer. Camino hacia mi cuarto, el rostro lo siento duro, no siento mi piel. En el camino, veo la luz prendida del cuarto de Lucía, aún se ve mi sombra, aún soy yo. Un hombre abandona la casa de Lucía. Lo espero. Me mira y se asusta, sus ojos se hacen grandes, su mirada es de terror, tiene la cabeza muy arriba, como todos aquellos. Le sonrío ¿Sabes dónde puedes encontrar un mundo donde nadie es bueno, ni malo, ni rico, ni pobre, ni blanco, ni negro, ni elegante, ni sucio? Ese lugar esta allá arriba, en las estrellas, en el sol, donde nuestros cuerpos se queman, donde nuestras almas caminan desnudas, donde tu maldito dinero no sirve de nada, donde puedo caminar sin que nadie se asuste de mis ojos turbios, de mi deformidad diabólica, de mi sonrisa detestable, de mi aliento lúgubre. Su vientre estaba mojado. Sus manos desgarraban mi piel, yo sentía su olor a sexo en la cara, su cuerpo era caliente, su corbata era roja, colorida, absurda, hipócrita. Sus ojos diagnosticaban pavor, doy vuelta a mi muñeca, el puñal sale empapado. Le acomodo la corbata roja, me levanto y corro hacia mi habitación, es ya de día, no soy yo.

miércoles, 29 de julio de 2009

El Cielo Celeste del Atardecer


"Ahora te puedes sentir feliz porque sabes el significado del amor, que es saberse en paz cuando te vas a morir porque has encontrado a la persona correcta"

ME DESPIERTO y lo primero que veo es un cielo celeste rodeado de nubes ligeras, parece que el mar se hubiese subido al cielo o que nosotros hayamos caído de cabeza, es hermoso. Un asfaltado oscuro y frenético que se escabulle entre el verde sabor a naturaleza estoica, es dejado atrás por el sonido incesante del motor de la camioneta de Enrique. Volteo a ver a Enrique; se encuentra manejando, con el ceño fruncido, impávido, sereno, pensativo. El cabello lo tiene apagado, la sonrisa muerta, la barba caótica. Sé que llevamos más de 3 días de viaje, lo sé porque tiene la barba como cuando deja de afeitarse los fines de semana cuando se queda en casa y recién se afeita los lunes por la mañana después del desayuno. Todo en el carro luce polvoriento, el espejo, los asientos, la radio, sus brazos. “¿Estamos cerca?”, pregunto. El rostro de Enrique hace una mutación pausada, el semblante se suaviza, sus ojos se entrecortan, y su sonrisa, sí, una sonrisa se hace en su rostro. “Estamos a pocos kilómetros de tu madre”, es su respuesta inmediata a mis ojos, dándome desde esa pequeña cabina una dosis de confianza y paciencia. Enrique recibió una llamada el pasado viernes, mientras salía de su jornal de trabajo, como todos los viernes, a las 5 de la tarde. Aquella voz en el teléfono era la de mi madre, que había vuelto, que el tiempo la había traído de vuelta al hogar. Ese día yo lo esperaba en el jardín de la tía Magnolia, como sintiendo que algo grande iba a ocurrir. Era extraño, aquel día mientras Carlitos y María iban a la playa a coger cangrejos, yo sentía que ese día algo grandioso iba a ocurrir así que decidí quedarme sentado en la gran roca del jardín de la tía Magnolia. Papá llegó. Su rostro me hizo recordar a mi madre, inmediatamente. Pero no a ella, exactamente, sino cuando estábamos con ella: su olor verdoso, su calor culinario, su alegría mágica. Subí al carro mientras Enrique hablaba en casa de la tía Magnolia. No hubo tiempo de despedidas ni nada, parecía que algo ocultaban, pero aquella tarde una alegría insatisfecha se escondía en el cuerpo de Enrique, lo sentía.

Ahora en el carro, hay una extraña sensación de alegría y preocupación. “Hijo, tu eres ya casi un hombre”, me dice Enrique mientras su sonrisa se mezcla con un suspiro que parece habérsele salido sin consulta desde el fondo de su tristeza. Su rostro parece querer decirme algo fatal pero al mismo tiempo se ve en él un esfuerzo por hacerlo despreocupado. “Tu mamá por fin ha vuelto, pero ella está…”, entonces le interrumpo… “¿mamá está enferma?” pregunto como desafiando el peso cruel de la sorpresa. Entonces mi padre me mira sorprendido, suelta una sonrisa y me dice: “Tú serás un gran hombre, hijo, trabajador, valiente, empeñoso por querer dar a este mundo un poco más de justicia y amor. Así encontrarás a alguien que te acompañará en tu vida, que te hará estar seguro de lo que eres y ambos construirán un hogar hermoso para compartir sus vivencias con sus hijos y enseñarles que el sentido de la vida es reformar, constantemente, lo que uno hace, sin límites, con justicia y amor. Entonces entenderás lo que te quiero decir, hijo mío. Que el ciclo no se ha acabado, que ahora te puedes sentir feliz porque sabes el significado del amor, que es saberse en paz cuando te vas a morir porque has encontrado a la persona correcta. Así me siento yo ahora, al igual que tu madre, porque todos dejamos este mundo a alguien para seguir aprendiendo que el amor es encontrar a alguien y desaparecer juntos en el cielo celeste del atardecer”.

domingo, 21 de junio de 2009

Siempre viste a un padre

"A las 5 de la tarde tocó la puerta de mi departamento, le abrí y vi en aquel un hombre desconocido. Nos quedamos mirándonos por un minuto y le estreché la mano, pero aún lo sentía ajeno, entonces me abrazó, y reconocí su calor mudo"

AHORA que me pongo a pensar con más cuidado, momentos como éstos los imaginé, claro que con detalles distintos. Sin embargo, de acuerdo a los elementos que en ellos existen, mi vida me lo imaginé, de alguna manera, similar a la actual. La imaginación como fuerza mental es una energía que nos impulsa inconscientemente a buscar ciertos prototipos de estilos de vida forzados. En mi caso, aunque lo considerara una bobería propia de mi adolescencia romántica, me imaginaba mis futuros cuarenta años en un hogar calmado, con un par de hijos regulados por el buen comportamiento y una mujer que me acompañaría por el resto de mi vida. Me imaginaba sentado en el sillón leyendo el periódico o viendo la televisión, teniendo controlado hasta el aire que corría por la habitación, con mis hijos sentados en el regazo de la mesa tartamudeando sus primeras voces, y mi mujer a lado, con su mano reposada en mi regazo, dejándome en compañía de su calor. Esa era la figura buenamente optimista que guardaba desde la delicadeza de años anteriores. Pero el mundo abaraja nuestros destinos de una forma que nadie escapa a su voluntad caprichosa. Hoy puedo decir que mi engañoso optimismo pasado en algo no se equivocó, pues si bien no tengo dos cachorros que juegan debajo de la mesa, una hermosa niña desborda mi corazón de entusiasmo; vivo solo en un departamento con muebles, marrones y algo vetustos, parecidos a los que me imaginaba; y aquí estoy: sentado en el sillón observo la poca luz de la calle al tiempo que Tati, mi hija, apoya su espalda en mi pierna, sentada en la alfombra del piso; no tengo una mujer que sotierre mis miedos a la soledad longeva, donde el amor se manifiesta como el agua, diáfana e impredecible, pero está mi hija que ingresa a mi hogar los fines de semana, y otros días, con los pies encima del piso, saltando, invadiendo la habitación por un repentino halo de alegría e inocencia. Apoyo mi codo en el respaldar del sillón y muevo mi rodilla con suma delicadeza para que Tati anticipe que me voy a levantar. “Tati te traigo algo y vuelvo, ¿quieres un jugo o yogurt?” le pregunto. Tati no me mira, esta como distraída en un libro de cuentos con dibujos tétricos. “Tati, te traigo un jugo, ok?” le hablo mientras camino hacia la cocina. Ella responde avivada por el tono grave de mi voz, “sí, papi”. Mi vida es el reflejo de la relativa linealidad de mis decisiones tempranas: una profesión de odontólogo estatuario, una novia de 4 años que luego se hizo mi mujer, un departamento cómodo en los alrededores de la ciudad, una familia que inspiraron mis incontables sudores de madrugada, mis fragores ascensos profesionales, mi endeble fortuna de los noventa. Pero mi padre no fue así, y mi madre quiso no que yo no fuera así. Debo admitir que fui criado a la figura contraria de la de mi padre: un hombre que abandonó a mi madre para irse a trabajar en Italia, prometiendo volver al cabo de un tiempo cuando todo se asentara y las cosas marcharan solas, pero no fue así. Aun recuerdo la imagen de mi padre cuando salíamos al parque, yo quería jugar beisbol pero mi padre se aburría del palo y la pelota, y me llevaba al hipódromo a ver correr caballos. Las veces que veo a mi padre, lo recuerdo de pie, en el jardín de la casa, en la ventana de su dormitorio, imaginando el mundo correr mientras otros cerraban los ojos. Luego que mi padre nos dejara, mi madre apuntó, de alguna manera, su metodológico carácter en mi infancia: sus modos de hacer las cosas exactas y a tiempo, sin bemoles ni giros.

Tati busca a Toto, la tortuga. Siempre me imaginé tener una tortuga en la casa, no ocupan mucho espacio y pasan casi desapercibidas. Me parecen seres sabios, de una naturaleza compleja y melancólica, sustentado, quizá, por su larga vida. Finalmente Toto hace su aparición por debajo del escritorio de la computadora, asoma su cabeza y su rostro parece bosquejar una sonrisa tímida. Tati lo carga y lo pone encima de su cuaderno de pintura. Recojo la mochila de Tati y la pongo a un costado del sillón. Me siento y la observo: es alegre, su carita sonríe siempre, su mirada infunde ternura, ella ríe cuando le digo algo, me mira cuando acaricio su cabello lacio, salta cuando me ve llegar los fines de semana. Mi padre regresó de Italia la semana pasada, se instaló en la casa de su hermana. Conversé con él por teléfono y le di mi dirección para verlo. A las 5 de la tarde tocó la puerta de mi departamento, le abrí y vi en aquel un hombre desconocido. Nos quedamos mirándonos por un minuto y le estreché la mano, pero aún lo sentía ajeno, entonces me abrazó, y reconocí su calor mudo. Lo invite a pasar, se acomodó en el sillón mientras yo traía algo para tomar. Desde la ventana de la cocina, que está de espaldas a la sala, pude ver que se lustraba los zapatos con la pantorrilla; al fin pude recordar de dónde había adquirido ese prosaico hábito.

Son las 7 de la noche y Tati está cansada de haberle narrado el cuento del collarín de perlas, me dice que tiene sueño, y yo la abrazo para que descanse. A los cuarenta y tres años, en líneas generales, mi vida se parece a como me la imaginé: tengo un gran amor y un hermoso hogar, al menos cuando soy padre.

jueves, 9 de abril de 2009

Historias en el bus

A los que estamos obligados por alguna razón del destino a meditar por algunas horas diarias en estos monstros metálicos siempre nos resultó turbador ver pasar algunas cosas sin saber que sucedió en realidad. Vivir un nuevo hogar con sus reglas y costumbres, un mini-mundo que responde beligerante y coqueto, espontáneo y astuto, eso es lo que responde al nombre de un bus. “Siempre que viajé en bus tuve la sensación de convivir con mi patria, más que en la universidad, más que en la calle, en un bus encuentro el alma de mi país” dice un estudiante. Una mujer de senos grandes y naranjas, un vendedor estrafalario y astuto, una anciana hermosamente amable, tres historias que tienen algo que mostrar de la vida en un bus, extraña y graciosa, a continuación:

Las tetas no asustadas
Un buen día cuando atardecía y el bus corría lentamente en el angosto pavimento gris como el reflejo del cielo limeño, tuve la sensación de sentir dos grandes y naranjas bolas encima de mí. Exaltado alcé la mirada y una mujer grande se encontraba parada encimo mío, con la mirada perdida en la ventana. Tenía el cabello castaño y largo, sus ojos como dos puntos verdes que se esquivaban, era grande y naranja, como lo repito, y tenía los brazos robustos cogidos a un lado de mi asiento y el de adelante; al costado suyo una señora la sujetaba del brazo derecho, la sujetaba fuerte, se podía ver sus dedos largos estrujándole la piel blanca, me pareció extraño, al principio. Luego pasaron a sentarse atrás mío. “Este es mi pelo” dijo la mujer cogiéndome la nuca. Giré la cabeza y la señora del costado se disculpó tímidamente. “¿Vamos a jugar al jardín?” preguntó la mujer pegando su cabeza a la ventana. Escuetamente la señora que la acompañaba le respondió que pronto lo harían. Íbamos cuesta abajo con gran velocidad, el motor roncaba firmemente sacudiendo el polvo del suelo, grandes cerros de arena seca se emergían a la izquierda, en su vientre algunas esteras mostazas daban gracia de algunos asentados hombres en ese lugar; al lado derecho, como un oasis, en contraste, una suerte de laguna rodeada de lujosas casas se veían como un sueño inalcanzable desde los cerros donde enrumbaba el bus. La mujer, y la señora que la acompañaba, se levantaron y caminaron por el pasillo engrasado rumbo a la puerta. Distraído yo, unos golpes blandos me dieron a la realidad, nuevamente: la mujer de naranja me miró indiferentemente, como quien mira un asiento más y siguió su camino. Sonreí un poco confundido, y me acurruqué nuevamente.

El vendedor esotérico
Las mañanas en el bus suelen ser aburridas, lentas y enfadadas. El tráfico en la capital hace envidiable un avión, un parapente, un globo aerostático, algo, en definitiva, que haga a uno sentirse inmune al pandemonio que tenemos que soportar todos los que viajamos en horas punta. Cuántas horas-hombres desperdiciadas en favor de un poco de votos al futuro, pero bueno, de política también se conversa en el bus con la apatía de quién habla de un mal necesario. Pero no solo lo relacionado a la actividad política hace que algunos se irriten con facilidad, los acostumbrados a hacer pleitos y novela en todos lados alzan su voz cuando consideran que se está engañando a la gente. Una mañana un vendedor de artesanías subió al bus: un hombre gordo y de voz áspera, locuaz y entretenido. En el fulgor de su muy buena presentación de sus artesanías alcanzó a referirse de la fuerza de algunas piedras ancestrales de poder inefable. “A su signo zodiacal le corresponde una piedra” vociferaba ante el silencio de la gente que lo miraba sentados. “Estas piedras tienen el secreto de…” y fue interrumpido por un grito lejano al fondo del bus: “¡mentiras! lo que hace este hombre es decir mentiras!!” se siguió escuchando pero no con la fuerza para parar al colombiano que de seguro lo escuchó pero ágilmente decidió ignorar y seguir como si no hubiese escuchado nada. “Esa gente sube a los carros a engañar a la gente, predicando la mentira, la vida fácil” seguía el hombre inubicable, sólo se escuchaba su voz a lo lejos, como si viniera de la calle. Al final el hombre colombiano vendió mucho, y la voz disidente se perdió como las horas que muchas pasamos en el bus.

Una anciana romántica
En otro tiempo, regresábamos de asistir a la celebración por el día del trabajador que organizó la empresa en un centro recreacional en Chosica. Habíamos salido temprano, agotados por el día increíblemente divertido que pasamos Sara y yo. Subimos en el primer carro que salía para Lima. El cobrador, con una camisa azul desabotonada y un papel extraño en el cuello de la camisa, nos dijo que habían asientos libres al fondo: “carro vacío, al fondo hay sitio, sube, sube, lleva, lleva” y ya estábamos dentro, con la cara de sabernos engañados y dos mochilas desordenadas colgando de mi espalda. Tanta era la pesadumbre que nos resignamos a avanzar al fondo, me pareció ver un asiento para Sara. En realidad, como había dicho el cobrador, habían dos asientos vacíos pero estos estaban separados: uno en la penúltima fila, a lado de la ventana y junto a una señora de 60 años; el otro, al fondo, casi en el extremo derecho del enorme asiento de 4 personas pero que entran 5, a veces. El espacio era justo para alguien de anatomía delgada, entre la feminidad y la esbeltez, o sea, no para mí, definitivamente. Sara le pidió permiso a la señora de 60 años, risueña, amable, con el cabello blanco y unos ojos que destilaban vida y alegría. Sara se sentó y me sujetó las cosas desde allí, sentada. Inmediatamente una voz arcillosa y suave se hizo llegar: “Siéntese joven” dijo la señora dirigiéndose a mí. Sobradamente extraño que una señora de avanzada edad ceda el asiento a un hombre grande y medianamente saludable como yo. “No, señora, no se preocupe, gracias, yo estoy bien aquí” le dije agradeciendo su extraño gesto. “Yo me siento atrás, usted siéntese aquí con su novia” agregó con su cara risueña, tranquila, suave, y sus ojos vivaces y dulces. “Gracias señora, es usted muy amable” respondí, sin saber que en primer lugar la situación era extraña, y más en un lugar dónde de la gente se espera más desconfianza que gestos amables como los de la señora. Y en segunda, que aceptar el asiento, era aceptar todo lo que me ofrecía la señora, es decir, aceptar que me sentase con mi ‘novia’. Sara no era mi novia, en definitiva, pero esa noche ambos nos dejamos caer una cabeza al otro, y dormirnos de esa manera hasta que llegamos a nuestro destino. Hermoso viaje.

jueves, 26 de marzo de 2009

Cartas desde la Luna


Pienso en la codicia de la ternura
cuando me miras desentendida;
pienso en bellos arreglos florales
cuando tu cabello cae en bucle;
pienso en repostería mágica
cuando veo enardecer tus labios cálidos;
pienso en cosas hermosas
y un tornado feroz en el estomago, se hace
cuando siento tus primeras letras.

Pienso en aquella noche
cuando temprano llegué sin tu invitación,
curiosamente para salir:
vestías un hermoso vestido de muselina
ceñido a tu cuerpo alegre y corsé;
miraban tus ojos castaños y perturbados,
como el espíritu de una jungla indómita;
tu cabello suelto y adueñado de una gracia
natural y sencilla, como pequeñas caídas de agua
que gozan de su independencia
girando en un torbellino fugaz.

Pienso en la fortuna
de acariciar esas mejillas frágiles y afelpadas;
de mirar de cerca esos labios rojos,
húmedos y graciosamente imperativos;
de presenciar el espectáculo
del arco simétrico de tu linda dentadura
cuando se convierte en una sincera sonrisa;
de pronunciar mentalmente
tu nombre angelical
cada vez que te siento cerca.

Pienso tanto que me lleno de alegría
al compartir de tus carcajadas y movimientos extraños
en las cumbiambas que me dejan sin fe,
pero feliz al fin,
al saber que estas bien.
Pienso en aquellas cosas
muy bien recordadas
en mis sueños de media noche,
cuando te abrazo
y me regalas una sonrisa,
como el retrato de tu inocencia,
de tu sabor fraternal y tu olor indeleble;
pienso todo esto y me lleva a pensar…
de que te extraño mucho.

viernes, 13 de marzo de 2009

El Estofado del hogar 'bonito'


UNA puerta grande nos da la bienvenida a Karina y a mí. Nuestros cuerpos fecundos, cansados de caminar y caminar en busca de algún cliente en esta ciudad tan grande y variopinta como lo es Lima, se inquietan pasadas las 12 del mediodía, hora en la que normalmente cualquier ser humano aprovecha el tiempo para hacerse del ritual primitivo y fascinante que es alimentarse. Nuestras sombras, inquietas y voraces, guiadas por el olor inconfundible de un Estofado recién guisado, se paralizan justo a la entrada de ese hogar, rústico y taciturno, justo cuando un hombre delgado y de pelo castaño hace aparición con el eco de su voz gutural y un amable ademán de cortesía. Ambos nos miramos aceptando implícitamente que es el lugar adecuado para aceptar el juego protocolar que nos hace sentir vacíos y luego llenos; ingresamos serenos y callados; el lugar, aireado y bien iluminado, no goza de lujosos muebles, modernas mesas, o cubiertos de plata, sino más bien se pinta de color amarillo tenue, amigable y conversador; nos sentamos uno al frente del otro y vemos la carta, donde de plato de fondo se presenta -él mismo- el Estofado que nos invitaba inicialmente a pasar con su olor singular a carne hervida, jugosa y desdeñosa como jugando con nuestras hambres impacientes y no dejándose ver, solo oler.

Un cuadro encima de la cabeza de Karina me deja inquieto: aunque pareciese silencioso, habla de un hombre impreciso frente a dos mujeres coloniales que se susurran al oído, cuchicheando, quizá la gallardía de aquél hombre, sus desperfectos anatómicos o sus muecas incorrectas; aquel, ciego de los murmullos de aquellas esbeltas mujeres de pomposas ropas y juegos sensuales, se abre paso entre la muchedumbre para soltarles alguna frase, quizá quede solo en el intento. De fondo suena una música sana y pequeña, que te acompaña a la distancia, mirando cada uno de tus actos, sintiendo tus gustos y disgustos, saboreando tu sonrisa y respirando tu compañía, se escucha a Paul McCartney melodioso como nunca, sobrio e impasible. Con Karina conversamos de aquello, de lo genial que puede resultar un lugar modesto, lo bello que puede ser comer bien acompañado, en un local no muy frecuentado, con toques caseros, simples y amigables. Una señora, nerviosa pero preocupada, aparece de la cocina pidiéndonos que esperemos un momento, que en un “ratito” salen los platos; nosotros no estamos impacientes, a pesar de la hora, nos servimos del refresco y seguimos charlando, la señora vuelve a sus labores, seguramente a seguir dando forma, con alguna pócima o extraño condimento, a ese Estofado que grita desde la cocina.

El cielo abierto por unas rejillas de madera hacen que por él se cuelen traviesos vientos que descienden presurosos y a la vez tímidos; la iluminación natural le dan un sabor a campo, cosa que lo hace más interesante aún. El hombre que nos dio la bienvenida se acerca y nos pone los cubiertos, no dice nada, ágilmente coloca los cubiertos, las servilletas, se preocupa en que nuestros vasos estén llenos de refresco y parte sin decir nada, con una sonrisa en los ojos, con los labios apretados. Entramos al festín con una causa, y nos despedimos con el extraordinario Estofado de carne, aquel que nos deja tranquilos, satisfechos y contentos, con la extraña sensación de querer volver, como se siente uno al final de la noche o cuando estas de viaje por un largo tiempo.

sábado, 7 de marzo de 2009

Y de repente, en la ventana


ERAN mediados de las vacaciones del 90; yo pasaba horas entretenido en la tina del baño: era un placer permanecer en el agua aun no sabiendo nadar -como volviendo a estar en el vientre materno- solo escuchando mi voz y estando fresco, sin conciencia del tiempo. Me encantaba llegar a ponerme arrugadito de tanto humedecer mi piel en la tina, por lo que siempre condicionaba bañarme sólo si era en la tina, tanto así que casi todas las veces que me bañaba lo hacía en la tina del baño, supuestamente solo -luego descubrí que mi mamá me espiaba cada tanto para saber que estaba bien y no me faltaba nada-. Esas vacaciones eternas de sol imperecedero y aire grácil que de cotidiano tenían sus días y sus noches, fueron interrumpidas una de esas noches con un hecho que me trastocó por varios días. El departamento donde vivíamos colindaba con el de Los Bernales, gente muy trabajadora que había montado su fábrica de bolsas en el primer piso del edificio. Se trataba de una pareja de esposos de mediana edad, como mis padres, y sus dos hijos. Uno, Goyito: por el ser el último y varoncito no era de extrañarse que hubiese sido el más engreído y atendido. Y la otra, Raquel: una señorita que siempre ignoré por poseer, ella, esa cualidad de pasar desapercibida durante las horas del día y de hacerse notar verdaderamente poco, pero con ese misterio intrigante que pocos saben manejar sin caer en la altanería y ridiculez.

En mis ratos libres y de sosiego mental no había otro pasatiempo que empelotarme con mis juguetes, repasar las tiras de video que mi hermano grababa para mí o, como era en ese momento, sumergirme en la tina de baño como un anfibio hasta quedar agotado y frío; sin embargo, aquella noche del sábado llegó a mi mente tal perturbación que pasado el tiempo solo pude recuperar la calma cuando conocí a una mujer de verdad. Nunca pensé que los ángeles llegaran tocando por la puerta de tu ventana, ni mucho menos, en minifalda y en maquillaje, pero esa noche alguien tocaba la ventana de la cocina con el rostro de suplicio y la mirada avergonzada; mis padres, seres eventualmente comprensibles, abrieron la ventana al reconocerla y comprender de que se trataba de Raquel, la señorita vecina, que entre el suplicio, la mirada cándida y la figura frágil, solo había un travieso deseo por salir a bailar con sus amigos. Aquella voz agitada y tenue, fina y variable, su mirada aún niña y sus frágiles brazos, no hicieron otra cosa que convencer a mis padres en un acto no mayor a 3 minutos de conversación, en la que ella bajó por la ventana de un brinco bello y elegante. Yo, sumergido en la tina de baño, desnudo, con un montón de muñecos de guerra regados por el piso, y con la puerta del baño abierta, pude observar esa escena que quedó grabada en mi mente como otras pocas de mi infancia. Enajenado, me encontraba, observando cada segundo de su cuerpo, su cabello lacio y oscuro como la noche bulliciosa, sus pómulos delgados que desencajaban con su sonrisa traviesa, su oblicuo mentón de animal astuto, sus hombros desnudos como el crepúsculo en la playa, su figura austera y complaciente, esa colectividad mágica y felina, esculpida con total mesura y absoluta soberbia, su mirada rápida y su cuerpo rebelde, desafiando la modorra de la noche, la televisión absurda, la fantasía de la infancia. Sin embargo, mi visión de esa mujer no era de morbo; su extraña figura, antes ignorada, apareció para despertar en mí una curiosidad que permaneció, desde ese entonces, en mi mirada cuando el vacío de una noche, cuando el pandemonio de una fiesta, cuando el aire desolador, cuando la música melancólica, cuando una mujer puede provocar tal admiración limpia y serena.

viernes, 13 de febrero de 2009

El extraño don de la confusión

ALGUNA vez debemos haber sentido que lo que hacemos está mal, aunque los momentos sean considerados increíbles, es cierto. El tormento de pensar que lo que hicimos estuvo mal es un virus que nos carcome la conciencia permanentemente, tanto así que al final del día quedamos angustiados, empapados y totalmente desgastados. Una sensación de no saber por dónde vienen las cosas, ni hacia dónde van. Las cosas suceden una tras de otra, sin presiones, sin planeaciones, sin nada que no sea espontaneo y natural, como si alguna vez en el tiempo ambos hubiesen estado destinados a encontrarse. Pero el problema es único y simple: tú tienes tu novio(a), llevas mucho tiempo con él (ella), lo(a) amas -y viceversa-, y todos los ven a ustedes casados pronto, con algunos hijos y un hogar hermoso. Aunque todo parezca una utopía, ambos tienen una relación seria de años, sin embargo en el momento menos imaginado se ha aparecido otro(a) en el camino que agarra todos tus sentimientos y les da vuelta y vueltas sin fin, dejándote el preciado don de la confusión, la ignorancia de todo cuanto sucede, y la nula razón en momentos cuando uno tiene que decir –o sentir-algo. Es irreverente, quizá, hablar de la infidelidad en épocas de amor y aparente calma, pero no acabemos siendo deshonestos con nosotros mismos, se trata de una infidelidad ciega y sin malicia, digamos como la infidelidad de las mujeres (para desprestigiarnos algo, nosotros los hombres), esa infidelidad que acabamos siendo víctimas y victimarios al mismo tiempo, esa en la que nunca pensamos, somos simples títeres del viento.

Mauro Ponce es apuesto, tiene el pelo rizado y los ojos bien pronunciados, una tímida barba cuelga de sus mejillas como una cama destendida, y su cuerpo se planta en cada lugar como un roble de fortaleza intacta. Lisseth Napán es frágil y hermosa, dulce y con una vocecilla que provoca en cualquiera un comportamiento paternal, tiene la piel canela y una sonrisa extensa y contagiosa, provocativa y enternecedora. Mauro coincide con Lisseth en el gusto por el merengue, las películas dramáticas, y el café matutino. Todas las tardes bajan al comedor de la empresa a almorzar junto a Lucy, Melisa y David. A Mauro le hubiese gustado ser profesor, como Lisseth, si no fuese por su padre que de adolescente le intrigaba con la idea de elegir la profesión de abogado. Sin embargo, ambos conversan, se escuchan, se ríen y se miran. Lisseth es una profesora sensible, siempre alegre y de buen carácter, te explica las cosas tan sencillas como a un niño, te cuida y te aconseja como una sabia madre, y te reconoce cuando algo bueno has hecho. Al comienzo Mauro pensó que se trataba de una habilidad adquirida por el oficio de la maestría, pero bastó conocer a su mamá para darse cuenta de que esa sencillez, carisma y donosura estaban en sus genes. Lisseth no es baja, ni exuberante, mas bien, sencilla y recatada, compleja y, a veces, exagerada. Tiene ese don de decir las cosas importantes en el momento exacto, con las palabras correctas y en un tono que no sonroja a nadie. Por otro lado Mauro es de aquellas personas con las que alguien puede sentirse seguro de hablar. Mientras Lisseth es frágil, Mauro es robusto y, a veces, malgeniado, pocas veces malcriado. Lisseth habla por teléfono con su novio todas las noches. Ambos trabajan hasta tarde y apenas tienen tiempo de verse algunos días. Pasan los días, y el tiempo ha hecho una cosa difícil de definir con palabras lo que sucede entre Mauro y Lisseth. No es amistad, ni amor lo que une a esta pareja de humanos que tienen la triste realidad de no saber que desean uno del otro. Quizá, ambos sientan ese entusiasmo y pasión de sentirse querido y correspondido de una manera sepultada a varios metros bajo tierra de su memoria. Quizá, sea una ilusión alegre y pasajera de haber encontrado a alguien con quien conversar y sentirse a gusto con su compañía. Quizá, sea un amor extraño, furtivo, sensacional y explosivo, que en cualquier momento no le importe las consecuencias y se atreva a erupcionar. Mauro y Lisseth saben que ambos hacen mal sintiendo lo que sienten. Lisseth comprende en sus momentos que conversa con ella misma, el amor que siente por su novio y que quizá sea el tiempo que pasa con uno y el alejamiento que siente por el otro, lo que motiva a vivir esa sensación inexplicable. Mauro sabe que enamorarse no es una cosa que se planea, pero no sabe que mientras más a lado de ella está, más surge la sensación de sentir que el amor lo puede todo y que al final del camino puede ver la imagen de Lisseth y él abrazados en el jardín de su casa. Ambos no quieren herirse mutuamente, se necesitan, y en sus mentes se desean a un extremo incontrolable. Nunca se han besado, sin embargo sus labios se pertenecen, así lo piensan, y de esa manera se alejan, conscientes que las cosas no son prácticas, y que el tiempo puede esclarecer algunas dudas al respecto.


Agradecimientos especiales a la Srta. Lisseth Napán,
una persona muy buena, sencilla e increíble.

sábado, 31 de enero de 2009

La Novela Perfecta



Te dicen que me han visto con otra. En una clara señal de impaciencia me preguntas si te he sido infiel. No le vas con rodeos, ni utilizas algún tipo de eufemismo, me lanzas la pregunta como una certera bala en la sien. Tu pregunta me deja perplejo, congelado, y comienzo a pensar en quién podría haberte dicho eso, de dónde sacan esas patochadas, qué gente para más cizañera y entrometida. Me quedo callado pensando en la situación, me parece cómica. Justo ese día llegué tarde a la cita porque me pararon el carro por cambiar de carril dónde no se podía; pienso que cuando algo me sale mal es porque lo que se viene va a ser peor, así que me preparo para lo que sigue. Tú atribuyes esa divagación como una confirmación de que te he sido infiel. Yo te pregunto de dónde sacas esas cosas. Mientras indago en tu rostro desconfiado las razones de tu pregunta, al costado tuyo pasa la hermana de Saúl, mi amigo, y me quedo mirándola para saber si es en realidad ella. Tú me miras con odio y por poco me sueltas una bofetada, me dices que estoy mirando a otra estando tú presente, que cómo seré cuando no estás, que es verdad lo que te han dicho, que soy un gran conquistador, un descarado, y yo me pregunto en mi cabeza, si a las justas tú me haces caso cómo diantres voy a poder entrarle a otra mujer; soy tan torpe para congeniar con una mujer que cuando te dije que me gustabas me lancé sobre tus labios para evitar que me dijeses que no. Tú me dices que lo nuestro ha pasado a ser cosa de pura apariencia pero que entre nosotros se ha acabado el amor, de que yo soy el culpable de haber socavado la relación con mi frialdad y desfachatez. “Pero, mi amor”, te digo, “yo te quiero”. Tú me dices que debo amarte, que se quiere a una mascota, que se quiere un pan, o cualquier otra cosa insignificante. Me concentro e intento sacar a relucir todo mi repertorio tele-novelesco que tengo en mente, pero apenas hablo me salen puras letras de canciones conocidas: “Por tocar tu piel lo doy todo en el mundo, me rindo a tus pies, me siento vagabundo”, “no hay cielo que cubra todo lo que siento por ti”. Entonces me arrodillo suplicando perdón, qué extraño, no sé qué hice. Finalmente siento que debo ser sincero y hablar con el corazón: “Sabes que tú eres…”, mi discurso es interrumpido por el sonido de mi celular, veo el celular, en la pantalla aparece el nombre de “la otra”. Recuerdo que ayer “la otra” estaba jugando con mi celular, qué ocurrente pienso. Pero “la otra” no es más que una amiga con la que hablamos bacán y nos vacilamos, sanamente claro está. “Aló… Estoy ocupado, te llamo luego ok?” le contesto rápidamente. Tú te pones iracunda, me dices que segura era la otra, y es cierto, pero no es lo que te imaginas, o sea, es una amiga, nada más. Te levantas de la mesa, sales del restaurante corriendo y pienso qué trágico y de novela sería que te atropellara una combi (*) y que luego perdieses la memoria de algunos minutos atrás. Me pregunto si soy perverso o idiota. Sin embargo es una combi la que se para frente tuyo y te subes rauda y agresiva. Me apena de que te hayas ido, tenía a las justas para pagar la cuenta. Pago la cuenta renegando y me subo al carro. Estoy molesto, molestísimo por la forma en la que alguien puede hacer problemas por nada, me pregunto por qué esa naturaleza orate de algunas mujeres, pero por otro lado me siento bien de que hayamos peleado, puedo darme algunas libertades, me acurruco en el asiento y prendo un cigarrillo, en el espejo retrovisor veo tu imagen, me miras con una ceja inclinada y las fosas nasales como a punto de erupcionar. Giro violentamente entre asustado y sorprendido, el cigarro cae en mi entrepierna, salto en el asiento, me golpeo la cabeza, una señora me mira desde la acera.

Pongo primera, y arranco en dirección al Negro-negro, bar situado en los oscuros de la plaza San Martín, hace mucho tiempo que no bebo un buen pisco. Una combi se me adelanta súbitamente, “estos cojudos se han confabulado contigo”, pienso. El celular suena nuevamente. “La otra”. “¡¡¡¿Estas por la plaza San Martin?!!!” le pregunto asombrado, y me pongo a pensar en las coincidencias de la vida. “Justo estaba yendo para allá, nos vemos ahí, llego en 10 minutos” le confirmo, pienso que necesito alguien a quién contarle mis penas y frustraciones del amor. Estaciono el carro en un pasaje cerca a la plaza, le juego un sencillo a un hombre para que me cuide el carro: “Pierda cuidado” me dice, yo le creo. En la plaza alguien me recibe por atrás, emito un pequeño alarido. “Qué poco varonil sonó eso” me dice, nos reímos. “¿Cómo estaaaaaaás?” me dice, alargando la “a” y sosteniéndome por el hombro, levemente baja sus brazos rodeándome los míos. “Un poco mal, he tenido una pelea con mi enamorada, tu sabes” le explico a la vez que mi mirada se queda clavada en su formidable escote casi perceptible desde la luna. “Qué te parece si vamos a tomar algo” le pregunto. Ella juega a decir que no, que lo está pensando un poco, la entiendo. “Ok, vamos, para que me cuentes tus penas” finalmente se ríe pícaramente. Tiene el cabello lacio, la figura delicada, y la voz dulce, pero sobretodo tiene ese grandioso y amable triangulo que me vuelve vulnerable, esa parte de adelante de la cual quiero ser el comandante, Calamaro suena bien, a veces. Bebemos un par, no creo que hayan sido más de tres. Salimos a la calle nuevamente, ella me tiene sujeto del brazo y yo la miro de reojo, me parece atractiva, siempre me pareció atractiva solo que esta vez tengo el valor para decírselo. “¿Vamos a tu carro?” me pregunta. “Acepto la invitación” le respondo mirándole los pechos, es imposible hablar con ella sin que sus pechos se entrometan en la conversación. “Hagamos una carrera hasta el carro” me dice con una carita de niña dulce y tierna, “si ganas, hago lo que tú quieras” prosigue apretándose el busto y haciéndolo más irresistible, me siento un perro en pleno experimento de estímulo-respuesta. “Me agrada esa idea, te parece a la voz de tres… una, dos, y… ¡tres!” y corro como si estuviera en los 100 metros planos, solo que estos son del placer. Pienso que no hay mejor estímulo en el deporte que algo como esto, nuestros deportistas nos traerían más medallas, nuestros futbolistas irían al mundial. Salto la acera como una gacela, más bien como un simio rabioso, y cruzo la calle como una bala. De pronto, no sé en qué momento, siento que soy sacado de mi ruta abruptamente. Quedo 15 segundos sin tocar el suelo, 15 segundos sin sentir nada más que el silencio y una sensación de no tener control. Luego de ese tiempo me siento caer y ser arremetido por golpes incesantes. Al final quedo con el pantalón hecho trizas, parte de mi trasero mira desconcertado al cielo, sudoroso de sangre, mi brazo izquierdo no lo encuentro en ninguna parte de mi cerebro, poco a poco voy sintiendo bulla y cacareos a mi alrededor, alcanzo a ver una cabeza que me mira al revés, me pregunta si estoy bien, “¿Ah?” contesto.

En el hospital todos me acompañan, mis papás, mi hermano mayor, por supuesto tú, y “la otra”. Ambas están a un extremo de la otra. “La otra” lleva vestida una blusa naranja muy distinta a la que llevaba puesta hace un rato, y ahí es cuando me doy cuenta de que ya es otro día. “Sé que me merezco estar donde estoy: postrado en una cama quejosa, entumecido y maloliente” pienso en mi interior. En el momento menos pensado todos se van y me encuentro solo, un poco triste, minusválido, desamparado, cómo quisiera que estés a mi lado y me cuides. Los 4 días siguientes no te vuelvo a ver, pregunto por ti y me dicen la verdad: “No te quiere ver para nada, hijito, vino para saber solo si estabas vivo”. La verdad es dura, pero necesaria, a veces. Ese mismo día me dieron de alta con mil limitaciones de por medio. El carro que me atropelló se dio a la fuga, yo quedé con fracturas muy graves en la cadera, el brazo izquierdo dislocado, y mis nalgas no podían dar el menor roce con algo, me pusieron una almohadilla de algodón en el asiento; de esa manera tenía que andar por algún tiempo, me sentía muy mal. A la semana, cuando ya no usaba la almohadilla en las nalgas, te fui a visitar a tu casa. Tu mamá me atendió, me dijo que no estabas, que habías salido hace un par de horas. No te llamé porque pensé que te encontraría en tu casa, al ver que no estabas, regresé a la mía, sentí que tu madre sentía lástima por mí cuando cerraba la puerta, me la imaginé llorando por su yerno favorito. Al dar la vuelta a la esquina te vi junto a ese “tu amiguito” que venían caminando, conversando muy placenteros; sentí tanta rabia de que ese cretino te estuviese asediando a penas se enteró de nuestra discusión que pensé en esconderme detrás de la esquina y doblar justo cuando ustedes pasaran, de tal manera que le propinaba un certero golpe en la tibia. Calculé el tiempo necesario y aparecí con fuerza para darle en el justo de su exangüe canilla. Una motocicleta me arroyó sin medida, yo caí a un costado de la vereda, con el cuerpo inclinado y el cuello retorcido. Mientras tú me auxiliabas pensé: “tengo que escribir esta novela”.

(*) Vehículo pequeño y ligero que sirve para el transporte público. Se caracteriza por extralimitarse con la capacidad de pasajeros y atropellar uno que otro aciago peatón.

martes, 27 de enero de 2009

'El Sabueso' sin pudor


Pocos amigos son realmente singulares como el viejo sabueso, Pedro Solar. Bordea el metro ochenta (aun encorvado), tiene el cabello largo, ojos tristes y un caminar pausado y taciturno; es calmado al hablar pero ríe sin pudor haciéndose reconocer a metros de distancia; le exaspera la banalidad y frivolidad de cómo se torna el mundo, aunque es devoto de las buenas fiestas. ‘El Sabueso’, como le decimos por su andar aparentemente torpe, su entristecer cotidiano, y su repentino estallido de risa, es una persona ya trastabillada por los años, compartió 4 años a lado de Lorena, y ahora vive solo en una vieja quinta de La Victoria con un perro y algunos pericotes. El sabueso se levanta tarde, al sonido del camión de la basura, enciende la radio y entona melodías ochenteras al tiempo de que saca a la calle la basura compuesta por restos de chifa, verduras, y cascaras de frutas lánguidas. Prende un cigarro, agita su camisa en el aire como dejando en el aire los malos recuerdos de ayer, se cubre el pecho seco y brilloso, y sale a comprar algunas cosas para el almuerzo.

El sabueso es algo desinteresado y espera de la vida lo que ella le pueda dar, no exige demasiado, solo requiere de comida, amigos y algo que no se atreve a aceptar de forma consciente: el regreso de Lorena. Los amigos que tiene son sus amigos porque están con él no porque tenga dinero o abundancia, sino porque simplemente él da un cariño fraterno y desinteresado, como él mismo. No recuerdo otro momento en el que vi a ‘El Sabueso’ tan entregado a ese cariño formidable y desinteresado que cuando vivió con Lorena. Ese cariño tupido y elocuente, sucedió de forma natural y desinteresada, propia de aquellos tiempos en los que vivían juntos; ese cariño fue convirtiendo su extraño hogar en un lugar ameno y confortable, donde ambos fueron perdiendo las intimidades hasta lograr una conexión física y emocional difícilmente quebrantable.

‘El Sabueso’ se separó de Lorena luego de 4 años de amor ininterrumpido, cuando Lorena decidió irse a vivir a Argentina seducida por una oferta de trabajo nada despreciable, que incluía un auto del año y otros beneficios. ‘El Sabueso’ al contrario de entristecer, comprendió que su forma de vivir, sus planes, y su apariencia, no encajaban con el de los de Lorena, así que, rendido y tolerante, le sonrió y le dijo “búscame cuando quieras, aquí voy a estar”.

‘El Sabueso’ tenía la característica de ser idénticamente igual en todas las facetas de su vida: cuando estaba con sus amigos, cuando andaba con Lorena, cuando hablaba de negocios, cuando discutía con la policía, cuando iba a la playa, cuando jugaba con los sobrinos de ‘El keke’; era un tipo lineal y predecible. Pero frente a esa extraña linealidad, yo sé que él extraña a Lorena, sobre todo en las noches de playa y en lo más hondo de su pudor incontenible. El mar era el único espacio cercano e íntimo donde ambos se reconocían uno al otro, caminaban agarrados de la mano enlazados por un viento bajo y sosegado que no los hacía ascender por los aires, sino que los mantenía en el suelo, al ras de la arena, juntos y serenos. Ambos compartieron tantas cosas como las que no estoy enterado, sin embargo una vez Lorena partió, dejando atrás momentos tan reconocibles como la primera vez juntos. Una noche en la casa de playa, ambos cayeron rendidos al aplazamiento más largo de amor que ambos conocían, se sentaron cada uno a un lado de la cama, y se recostaron con parsimonia encima de ella; parecían cansados, pero era un aletargamiento premeditado; entonces se tocaron en la oscuridad, y fue lo que él ahora llama la “etapa del pudor”, ambos luchaban con una fuerza que explotaba dentro suyos, una tensión sofocante que los aprisionaba de pies a cabeza, ese rato escondieron sus impulsos primitivos, los apaciguaron de manera consciente, y dejaron pintados con chispazos risibles de solemnidad aquel encuentro transitorio de éxtasis descomunal. Con el tiempo éste fue adquiriendo un hábito animal y pronto rutinario y libre, a la luz del día, en la ducha, en el sofá, en la escalera, en una reunión, a principios del mes, en el ocaso, quincena, y en navidad; ningún tiempo desperdiciado por el impulso amatorio de apretujarse las entrañas, confesarse las pasiones y amarse sin censura. Aquella etapa de pudor, en la que ambos se cuidaban de que ninguna parte pudenda quedara a la vista del otro, o que algunas ‘solturas’ se hicieran oíbles, fue haciéndose obsoleta en la medida de que el tiempo pasaba; pronto los cabellos revueltos, el aliento severo, la espalda sudorosa, y todas esas menudencias se atrincheraron en un grupo que no merecía mayor escándalo, fueron dejando de lado poco a poco esa sosa etapa. Cuando yo llegaba de visita resultaba cómico y ejemplar cómo ambos habían establecido ese hogar como un espacio con pocas ataduras y prejuicios, era un pequeño hogar sano y libre, divertido y suelto, agitado y risueño, entrañable y criollo, ambos habían encontrado en el otro la familiaridad con la que uno puede decidir vivir para siempre a lado de otra persona. Sin embargo, las cosas se descarrilaron en algún momento, Lorena partió a tierras gauchas, y Pedro, El Sabueso, se quedó aquí; nunca supe porqué decidió quedarse aquí, pero él lo toma tranquilamente, como sabiendo de que ella volverá algún día y él la esperará en el sillón azul, dormitando, en short y con las piernas abiertas (por el calor), como descansa todas las tardes en su vieja casa después del almuerzo: sin pudor.

viernes, 9 de enero de 2009

Libreta de notas


ERAN tres amigas; inseparables en el salón, inquietantes fuera y dentro de clases, un pequeño ejército de palomilladas. Aquel extraño grupo estaba presidido por Irene Corrales, seguido por Ana Bendezú, y ultimado por Rebeca Alegría. Sus travesuras eran cotidianas y comunes; pasaba por hacer escándalo en el rincón del salón, rumorear entre ellas, conocer chicos de otros grados, no ingresar a clases, y otras cosas que lo hacían juntas, ocultándose una de otra. Eran muy inquietas, divertidas, y sumamente simpáticas. Irene Corrales, la líder del grupo, tenía el cabello hermoso, lacio, oscuro, mediano y sumiso; los ojos breves como presumiendo su suficiencia y el cuerpo menudo, bien esculpido. Era serena y pensativa, pero a la vez era la más avezada, sediciosa y urgentemente provocativa. Se sospechaba de ella cuando algún rumor se escuchaba, alguna debacle se aproximaba o algún incidente se daba a la luz. Al no vivir con sus padres, los profesores no la tomaban en cuenta, la desatendían y la reprendían con dureza.

Irene, llegó a Lima ese mismo año, días antes de iniciar el periodo escolar. Su mamá había fallecido y desde entonces se inició una depresión medular, una que se alojó callada y pujante en lo más hondo de su alma. Antes de la muerte de su madre su vida transcurría en los senderos de la felicidad a lado de sus padres, corriendo en las pequeñas calles de su pueblo, respirando alegría y recibiendo amor de esa unión aparentemente inquebrantable de sus padres. Su papá, dueño de vastas chacras y desbordantes ganados, era el encargado de sostener aquella pequeña familia conformada por cinco hijas. Cuando su madre quedó en cinta de la sexta niña, no resistió las erosiones del cuerpo y se dejó abandonar al viaje insondable de la muerte, dejando solas a sus seis hijas, a merced del destino. Irene era la tercera de las hermanas y tardó lo suficiente para darse cuenta por propia cuenta de que su madre las había abandonado. Su padre, luego de la muerte de su madre, decidió esparcir sus hijas como si se tratara de semillas que pronto darían frutos. A cada una las cogió un día y las llevó de visita a Lima, la capital. Emocionadas por el viaje, no tuvieron tiempo para darse cuenta de que estaban siendo entregadas al destino de su vida, que las decisiones que tomasen desde entonces marcarían el camino que ellas iban a recorrer. Irene Corrales llegó a la casa de la tía Edelmira Carrión en el mes de Marzo. Edelmira Carrión, prima de su padre, había sido desposada hace no más de 5 años, y el matrimonio resuelto en pleitos e incompatibilidades había sobrevivido como un mal perpetuo y necesario. Edelmira Carrión junto a su esposo se había asentado en una humilde casa en el Agustino, facilitada por uno de sus hermanos para que puedan asentar su hogar y su matrimonio. Edelmira Carrión era una mujer de muy mal carácter, se le veía siempre disgustada, atolondrada, corriendo de un lugar hacia otro, explotando del trabajo de ser madre, de tener que llevar adelante un hogar que pensó sería llevado por ella y su esposo. El marido llegaba solo en las noches, aunque algunas se ausentaba, y esa soledad, acompañada de la sensación de que no podía con todo, hicieron de la señora Edelmira una mujer desquiciada y casi nula en la razón. A ese hogar llegó Irene, como de visita, y se quedó allí, con sus tres mudas de ropas y sus zapatos marrones. El silencio se apoderó de Irene cuando su tía le explicó de que su padre había regresado al pueblo y que ella iba a quedarse a estudiar ahí. No lloró, no se desesperó, hizo que aquellas fuerzas del corazón nunca salieran y se quedaran allí entrelazándose como llamas que hacen lengüetas de fuego que pronto desbordaran a la superficie con una fuerza animal. Donde se evidenció primero su depresión fue, como es razonable, en su desempeño en la escuela. Fue duro ingresar a una escuela de secundaria, con rostros nuevos, con miradas atomizadoras y telescópicas, extrañas e inquietantes. Eso añadido a su inquietante depresión hicieron de aquellas clases en el aula un murmuro de la realidad, sin poder desligar los sueños de la realidad, el pasado del presente.

No era extraño ni insalubre que los mayores castigaran a sus hijos como se suele practicar en ámbitos castrenses, pero el remedio a la desobediencia y la altanería se pagaba con castigos físicos severos, que entendían ellos era eficaz, en cuanto a lo generacional y positivo. Edelmira Carrión, angustiada y sin dominio propio, a veces excedía los límites de la enseñanza y reprendía duramente a Irene. Eso no era novedad, pero el día en que Irene tuvo que llevar la libreta de notas a la casa, no supo qué hacer con su cuerpo y aunque en la primaria allá en su pueblo siempre había sido hábil con las matemáticas, ni ella misma entendía que sucedía con sus calificaciones. Las clases parecían ser de otro planeta, al menor chispazo de desconcentración, de regreso se encontraba con un grupo de símbolos extravagantes y desconocidos. A medida que pasaban los días, aquellos símbolos se habían entreverado como la nieve, y tenían proporciones que, a esas alturas, era inimaginable la comprensión para Irene, quien sin pensar en cómo ni cuándo, se había abandonado al letargo de quién espera agonizando. Esa tarde Edelmira Carrión con la mirada enfurecida y con los brazos prestos a andar, se le ocurrió, segura de que la vergüenza era el mejor castigo, colgarle un letrero que decía “soy una burra” en la espalda y mandarla a comprar los panes a tres cuadras de la casa. Irene había crecido, ya no era la niña desvergonzada y desinteresada, además había identificado algo distinto en la mirada de los chicos, por lo que la idea de caminar con aquel letrero era significativamente bochornosa. Edelmira diseñó el cartel con rapidez sobre un pedazo de cartón y le tendió una tira de pabilo que encontró en la mesa. “¡Vaya! a ver si así se le quita lo burra” le dijo. Irene, casi sin salida, alcanzó a ver al otro lado de la calle, donde antes la gente aglutinaba sus basuras, un desorden similar al de una construcción. Corrió despavorida, pasando por alto los gritos de Edelmira, y pensando solo en la idea de esconderse en algún rincón de aquella construcción y abandonarse al inagotable llanto de la infancia perdida. Recordó a su madre, a sus hermanas, la vida pastoril y las pocas urgencias que tenía que pasar; se le vino un baño húmedo de pena, pero se sintió desesperada cuando finalmente Edelmira la sacó de un tirón del brazo y la comenzó a sacudir diciéndole que no lo vuelva a hacer, que no la vuelva a desobedecer de esa manera. “Quién te habrás creído” le resondraba Edelmira al tiempo de que la jaloneaba con los llantos púberes de aquella niña menuda de nombre Irene.

Las cosas no mejoraron en la escuela. Irene sentía que los días pasaban y que aquellos símbolos se tornaban enemigos suyos, personajes cada vez más lejanos e impenetrables. Recordó aquella noche que le mostró la libreta de notas a Edelmira, y en vez sentir miedo, desbordada por ese ímpetu infantil de que las cosas son sencillas, decidió adulterar la firma del auxiliar, y presentar notas más nobles. Tardó dos semanas, a lado de Ana y Rebeca, de practicar la firma del auxiliar, encerradas en el cuarto de Rebeca. El segundo bimestre presentó las notas a su tía. La señora Edelmira la miró con algo de alegría, le dio unas palmadas de aprobación y siguió en sus asuntos domésticos. Y así transcurrió el año, sin mayor preocupación. Un día de noviembre Irene despertó de la cama de alegría. Había soñado que su madre había vuelto a casa junto a sus hermanas. Preguntó por su padre pero no obtuvo respuesta. Entonces decidió irse de regreso a su pueblo, sola, por su propia y furtiva cuenta. Pensó en la forma de huir de la casa, de conseguir el dinero para el pasaje, de tomar el carro que la llevaría a su pueblo. Aquella mañana mientras iba camino a la escuela, estuvo tan abstraída pensando en eso que por poco se la lleva un carro y adiós todo lo planeado. Pocos minutos después del recreo, en plena clase, al borde de un grito, estalló en júbilo. Tenía un plan para volver a su pueblo.

El primero de enero era su cumpleaños, le hicieron una pequeña torta, vinieron algunos tíos, pero lo fundamental, le dieron propinas. Con las propinas que recibiera esa noche, se las arreglaría para el pasaje a su pueblo. Solo tenía que esperar el momento de salir, y ese momento llegó el 4 de enero, fecha de entrega de las libretas. Irene fue a recoger su libreta, pero tenía pensado no volver a casa de su tía Edelmira nunca más. Recogió la libreta y no tuvo que ser bruja para adivinar que tenía dos cursos jalados. No le importó, tomó un carro a La Parada donde partían pequeños buses rumbo a su pueblo. Había imaginado su llegada al pueblo, con sus dos hermanas menores recibiéndola en estruendos gritos de euforia y llantos de alegría. Cuando llegó al terminal se dio con la sorpresa de que los buses salían a las 6 de la tarde, era muy temprano para estar ahí. Entonces resolvió en irse a la casa de su tía Ricardina que quedaba a unos minutos de allí. Estuvo conversando todo el momento con su tía, hablaban de aquellas novelas que veían en común: historias románticas de amor con personajes antagónicos y dramas excesivos. La pasaban bien y así transcurría el tiempo. Luego subió al cuarto de su otra tía y ahí se quedó a conversar sin tener más cuidado del tiempo. Cuando vio el reloj ya eran las 6 y no supo qué hacer. Estaba levantándose cuando escuchó unos pasos apolillados que hacían crujir las escaleras. La puerta se abrió, y frente a todos se encontraba la tía Edelmira. Irene tenía el rostro pálido y la sangre paralizada. Edelmira habló con la tía Ricardina, y se llevó de regreso a Irene. No se dijeron ni una sola palabra en el camino, Edelmira ya sabía de las notas en la escuela y para ella eso bastaba. Esa noche Irene durmió callada, el silencio en su mente se dibujó como un puente roto terminado en un abismo. Aquel silencio lúgubre y angustiante terminó por agotarla, y se recostó en ella como un peso paquidérmico en sus ojos, en su alma. A las 5 de la mañana despertó sudando. La angustia de no volver a su pueblo nunca más, y quedarse atrapada en ese hogar, parecían agotarla al extremo de no dejarla dormir. Decidió huir en ese mismo instante, acabar con todo y salir de esa tierra que nunca le perteneció y que al contrario la enfrentó con mezquindad desde el primer momento que llegó. Quiso levantarse pero oyó el sonido horrendo como de un animal que movía la mesa de la sala. Pensó que su tía la iba a matar, pero el sonido se extendió a toda la casa, acompañada de un tenue movimiento que se estremecía por toda la casa como un gran animal que solloza desconsolado. Entendió que era un sismo, se recostó en la cama y espero que todo pasara. “La tierra esta triste igual que yo” pensó. Cuando todo se calmó, Irene se apresuró en recoger algunos vestidos y colocarlos en su mochila. Parecía estar todo listo cuando escuchó un ruido detrás de la puerta. Abrió la puerta; detrás estaba Edelmira y su esposo, ella llevaba su bata blanca y su esposo la sostenía del hombro. Edelmira la miró con preocupación y le dijo a su esposo: “Dale su pasaje, se va a su pueblo”.


En honor a mi madre: luchadora
incansable y de corazón áureo.

jueves, 1 de enero de 2009

Por más amargo que parezca


- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.

*****
Ruth, Álvaro, su esposo, Mariel y yo. Cuatro personas, dos parejas. Mariel es una persona agradable, pero demasiada buena onda para mi gusto; su optimismo exagerado, a veces huachafo, me embriaga a tal punto de asentir por pura cortesía todo lo que me dice; sus ojos, a menudo, desorbitados y frenéticos impiden que podamos conversar tranquilamente. Esa noche, de una chica de oficina, alegre aunque recatada, pero siempre enérgica, pasó a ser una mujer demasiado llamativa para salir a algún lugar a bailar. No llevaba sus anteojos (y creo que ese era el problema para que me hablara tan cercanamente sin modular el volumen de su voz), el pelo lo tenía suelto, traía una suerte de blusa turquesa recortado por el lado de la cintura, ambos cortes llegaban como flechas al ombligo haciendo de este parte importante del atuendo, además siguiendo el ombligo hacia arriba yacía una ranura que se extendía en forma de uve con extrema irreverencia, dejando la incómoda sensación de tener que agachar la mirada cuando hablabas con ella; aquél escote era una cosa abrupta y podríamos haber conversado de aquel toda la noche, si no fuese por su frenesí que te llevaba de un lugar a otro, de un extremo al vacío, y de la nada abajo, saltando de temas y volviendo al inicio, llevándote a bailar y luego hablarte al oído como si estuvieses fuera del local.

Mariel es una persona agradable, es decir, suele a veces contagiarte de ese entusiasmo avasallador con que toma las cosas, pero a veces, también, suele exasperar su desbordante ímpetu y delirio mental. Esa noche, cumpleaños de Álvaro, salimos los cuatro a una discoteca del viejo Barranco. Ruth y su esposo, Álvaro, coincidían (extraña costumbre que me hacía pensar hasta que punto eran humanos) en ir a una discoteca, alentados por la efervescencia de Mariel. Bueno, por fin estábamos en el local, mi consideración de ser una noche tranquila, casual y amena, se vio interrumpida cuando Mariel comenzó a arrearnos a bailar a todos como si fuera la última noche de nuestras vidas. Siempre pensé que considerar cada minuto como el último de nuestras vidas era necesario para llevar una vida plena, pero lo de Mariel escapaba de esa lógica, correr a la pista de baile con los brazos agitados y las piernas amortiguadas no me parecía algo interesante y menos al lado de Mariel. Al comienzo pensé en bailar como siempre lo hago, medianamente rítmico con algo de gracia, pero el escándalo rítmico de Mariel hacía de nosotros una pareja antagónica, un contraste embarazoso, parecíamos, exagerando un poco, una mujer salida del penal Santa Mónica, y un cura tímido y mojigato (porque hay de los otros). Había comenzado a arrepentirme de venir y no sé si se notara en mi rostro pero los movimientos atolondrados de Mariel acabaron por fatigarme. Álvaro y Ruth bailaban al compás unísono de una melodía colombiana, se les notaba contentos, sincronizados, ni uno hacía algo que sobrepasara al otro ni el otro se desmedía en lo mínimo, era un cálculo matemático de movimientos, un modelo físico perfecto, era la muestra de que llevaban años bailando juntos, me imagino. Mariel comprendió mis urgencias hipócritas de ir al baño, ella se sentó casi a regañadientes, pero con el propósito de tomar impulso para la siguiente ronda. “No demores, voy a tomar algo” terminó ahuyentándome. Me escurrí entre los bailantes, alcancé los servicios higiénicos casi agonizando. Necesitaba darle un rumbo nuevo a esa noche, me resistía a ser la pareja de Mariel. Por un lado me sentía comprometido por tener que acompañar a Mariel, pero por otro me decía a mí mismo que ese compromiso me lo había creado yo, que estaba bien que hayamos salido en pareja pero eso no me encadenaba a tener que acompañar a Mariel toda la noche. Ambos, sencillamente, no congeniábamos; ella era demasiado para mí. Pensé en regresar a la mesa y decirle a Mariel que me sentía mal y que me tenía que ir. Era lo más sincero que podía hacer así que salí de ese intermedio que es el baño rumbo a la mesa donde estábamos ubicados.

*****
Mis pupilas se dilataron, el cuerpo se me paralizó por completo, y mi mirada quedó retenida en ese asiento, en ese torso, en esa caída del cabello, en esos hombros desnudos. Me acerqué por inercia saboreando cada ángulo que se abría a medida que la rodeaba lentamente.

- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.
-Me llamo Wilmer, pensé en que podíamos bailar- le contesté casi automáticamente al oído.
-La verdad es que estoy cansada- me devolvió el mensaje con la sonrisa congelada y su mirada traviesa y a la vez disforzada.
-No es que sea insistente pero creo que estamos destinados a bailar esta pieza- respondí colocándome en el umbral de la huachafería.
-Si estamos destinados a bailar tendría que suceder algo extraordinario que demuestre nuestra predisposición a bailar- me siguió el hilo, picó el anzuelo, el juego había terminado, cedería finalmente a mi brazo estrechado.
-No es la primera vez que bailamos esta canción- su sonrisa llegó a explosionar, la tomé de las manos, pensé en ella desde la última vez que la vi, nuestra extraña relación cercana, nuestras conversaciones plagadas de histrionismo, su sonrisa contagiosa, y sobre todo mi poco valor para decirle que me interesaba. Nos mantuvimos alejados cerca de dos meses, espacio en el que ambos dejamos el trabajo que teníamos en común y nos emprendimos en trabajos distintos. Elizabeth era una mujer interesante por donde se le viera, tenía esa virtud de contestarte a la inmediatez con tanta gracia como picardía. Su increíble mirada, su voz suave pero decidida, su gracia, repito, su increíble gracia. Aunque lo que me sacaba de lugar, era ese extraño coqueteo salpicado de ternura, esos gestos de dominio tejidos con su pronta fragilidad, su carácter y su desfachatez. Elizabeth había llegado ahí con tres amigas, yo había llegado con Mariel. Sí, recordé que Mariel quizá estaba esperándome, aunque lo más probable era que su hiperactividad la hayan empujado a bailar con alguien, y todo eso pasó tan rápido que ahora estaba bailando con Elizabeth, platicando de lo más lindo, divirtiéndome cuando menos me lo imaginaba, en un apartado de la realidad con una persona que había perdido contacto, pero que su aspecto frágil combinado con su autosuficiencia hacían de ella una figura exquisita.

En esos momentos me vinieron unos cólicos insoportables, el estomago se me retorcía, y mi cara no tardó en evidenciar mi malestar. Al parecer era verdad el cuento que le iba a lanzar a Mariel: me sentía tan mal que tenía que irme. No sé si fueron los tragos que bebí, o la lasaña de las ocho, que habían hecho algún efecto en mi poco respetado estómago. “Elizabeth, me siento mal” le reafirmé lo que mi rostro pálido ya se lo había dicho. Elizabeth comprendió mi bochornoso malestar y me acompañó a tomar un taxi. Salimos del local, Elizabeth estaba encadenada a mi brazo derecho. Ambos subimos al taxi, y desde la ventana con el rostro sudoroso y algo colorado alcancé a ver una mirada de furia, de desprecio, de odio, de repulsión. Mariel estaba afuera del local parada en la esquina, con un cigarro, la mirada de acero y aquella blusa turquesa con el escote molesto.