miércoles, 29 de julio de 2009

El Cielo Celeste del Atardecer


"Ahora te puedes sentir feliz porque sabes el significado del amor, que es saberse en paz cuando te vas a morir porque has encontrado a la persona correcta"

ME DESPIERTO y lo primero que veo es un cielo celeste rodeado de nubes ligeras, parece que el mar se hubiese subido al cielo o que nosotros hayamos caído de cabeza, es hermoso. Un asfaltado oscuro y frenético que se escabulle entre el verde sabor a naturaleza estoica, es dejado atrás por el sonido incesante del motor de la camioneta de Enrique. Volteo a ver a Enrique; se encuentra manejando, con el ceño fruncido, impávido, sereno, pensativo. El cabello lo tiene apagado, la sonrisa muerta, la barba caótica. Sé que llevamos más de 3 días de viaje, lo sé porque tiene la barba como cuando deja de afeitarse los fines de semana cuando se queda en casa y recién se afeita los lunes por la mañana después del desayuno. Todo en el carro luce polvoriento, el espejo, los asientos, la radio, sus brazos. “¿Estamos cerca?”, pregunto. El rostro de Enrique hace una mutación pausada, el semblante se suaviza, sus ojos se entrecortan, y su sonrisa, sí, una sonrisa se hace en su rostro. “Estamos a pocos kilómetros de tu madre”, es su respuesta inmediata a mis ojos, dándome desde esa pequeña cabina una dosis de confianza y paciencia. Enrique recibió una llamada el pasado viernes, mientras salía de su jornal de trabajo, como todos los viernes, a las 5 de la tarde. Aquella voz en el teléfono era la de mi madre, que había vuelto, que el tiempo la había traído de vuelta al hogar. Ese día yo lo esperaba en el jardín de la tía Magnolia, como sintiendo que algo grande iba a ocurrir. Era extraño, aquel día mientras Carlitos y María iban a la playa a coger cangrejos, yo sentía que ese día algo grandioso iba a ocurrir así que decidí quedarme sentado en la gran roca del jardín de la tía Magnolia. Papá llegó. Su rostro me hizo recordar a mi madre, inmediatamente. Pero no a ella, exactamente, sino cuando estábamos con ella: su olor verdoso, su calor culinario, su alegría mágica. Subí al carro mientras Enrique hablaba en casa de la tía Magnolia. No hubo tiempo de despedidas ni nada, parecía que algo ocultaban, pero aquella tarde una alegría insatisfecha se escondía en el cuerpo de Enrique, lo sentía.

Ahora en el carro, hay una extraña sensación de alegría y preocupación. “Hijo, tu eres ya casi un hombre”, me dice Enrique mientras su sonrisa se mezcla con un suspiro que parece habérsele salido sin consulta desde el fondo de su tristeza. Su rostro parece querer decirme algo fatal pero al mismo tiempo se ve en él un esfuerzo por hacerlo despreocupado. “Tu mamá por fin ha vuelto, pero ella está…”, entonces le interrumpo… “¿mamá está enferma?” pregunto como desafiando el peso cruel de la sorpresa. Entonces mi padre me mira sorprendido, suelta una sonrisa y me dice: “Tú serás un gran hombre, hijo, trabajador, valiente, empeñoso por querer dar a este mundo un poco más de justicia y amor. Así encontrarás a alguien que te acompañará en tu vida, que te hará estar seguro de lo que eres y ambos construirán un hogar hermoso para compartir sus vivencias con sus hijos y enseñarles que el sentido de la vida es reformar, constantemente, lo que uno hace, sin límites, con justicia y amor. Entonces entenderás lo que te quiero decir, hijo mío. Que el ciclo no se ha acabado, que ahora te puedes sentir feliz porque sabes el significado del amor, que es saberse en paz cuando te vas a morir porque has encontrado a la persona correcta. Así me siento yo ahora, al igual que tu madre, porque todos dejamos este mundo a alguien para seguir aprendiendo que el amor es encontrar a alguien y desaparecer juntos en el cielo celeste del atardecer”.