miércoles, 30 de diciembre de 2009

Disciplina Allende


"Un día mientras buscaba mi camisa en la cama, encontré un libro de Allende y en la contraportada había una foto de ella. Tenía una mirada frágil que parecía un mar quieto, un vaso de agua cristalina, pura e impoluta. Me hice una auto-comparación. Yo era un vaso de ron seco, sucio con restos de cigarro y rajaduras en el pico".

Mi mamá conoció a Isabel Allende en un conocido bar en Santiago. Recuerdo la tarde donde en la sobremesa comentó el encuentro con la escritora chilena nacida en Lima. Como muchos de los escritores que leí de adolescente, en el fragor del acné y la introversión, Allende me supo en la medianoche un recurso onírico; mas mi madre me decía que la conoció en aquel bar de Santiago, tiempos antes de la llegada de Pinochet. Así, mi madre comentó, que la figura de un escritor se asemejaba más a un diplomático de la realidad que la de un sedicioso de la misma. A mí me atrajo la segunda opción. Es decir, representar la vida de la forma más infame y sin sobrecitos de edulcorante, como la es en realidad. Pero había otra característica de Allende que era bien conocida. Allende pertenecía a esa raza caucásica de la literatura que suenan a aristocracia y abundancia en la que un buen agente literario te puede llevar rápidamente a las estanterías en poco más que un chispazo. Era increíble como Allende en poco tiempo escribía y al mismo ritmo vendía de un zarpazo kilos y kilos de libros. Yo me indignaba de tanta vehemencia literaria, y fiel a mi envidia desprestigiaba y ninguneaba su éxito mediático. Sin embargo, luego valoré algo en ella que me costaba aceptar.

Mi madre, acostumbrada a darme todo de a pocos, suponía el hecho de también dedicarme a alguna rama del arte como el cine o la pintura, pero nunca se imaginó que esa comidilla de la sobremesa impregnaría una comezón por imaginar mundos distintos e investigar en la conducta humana. Así, mi madre fue poblando mi curiosidad por el arte: me enseñaba las pinturas que hacía, me las explicaba como quien enseña a su hijo a manejar bicicleta, pensando que en algún momento me pondría a pintar como ella pero, la verdad, no sé si exista algún bosquejo siquiera de alguna pintura hecha por mí; la cuestión es que pronto mi madre se dio cuenta y me fue dejando poco a poco a que encontrase mi camino (Hoy, a veces, en broma le pregunto si es que me puede dar una manito). Entonces comencé a escribir cuentos cortos en las que los personajes eran hombres poco honrosos, que bebían y se acostaban con miles de mujeres, creyendo encontrar en el sexo el motor de la vida. Consecuentemente, poco a poco me fui quedando solo, mi madre y mi familia se dispersó por el continente. Mi hermana se fue a Portugal, mi madre se asentó en Brasil, mi queridísima tía Fidela se fue a la Argentina, y el retraído de mi padre siguió con la música. Comencé a frecuentar los bares del centro de Lima, a encontrar personas inteligentes y fieles a la amistad, cosa rara, pues o son explosivamente brillantes o son amigos incondicionales; tal fue mi fortuna que conocí a un escueto personaje llamado Sandro, de quien no conozco una frase inteligente, pero su corazón me lo llevo a todos lados como símbolo de su amistad en los momentos menos felices. Siendo un cochambroso jovenzuelo atizado por el alcohol no encontré una mujer sincera que me quiera de verdad. Entonces, me volví un disoluto ciudadano congruente con la vida fácil: despertaba, comía, escribía algo, me embriagaba y el resto no lo recordaba pero al día siguiente no amanecía en mi cama y menos solo.

Un día mientras buscaba mi camisa en la cama, encontré un libro de Allende y en la contraportada había una foto de ella. Tenía una mirada frágil que parecía un mar quieto, un vaso de agua cristalina, pura e impoluta. Me hice una auto-comparación. Yo era un vaso de ron seco, sucio con restos de cigarro y rajaduras en el pico. Lo que antes me parecía deleznable y poco respetable, pareció cobrar lógica. Allende era una escritora prolija que ahora tenía decenas de libros, había adquirido cierta fama y sus libros se vendían como ropas en una tienda. Dejé a un lado la cobardía y el egoísmo, y pensé en que esa mujer no podía haber logrado todo eso en base a simple suerte o apoyo publicitario -al menos no del todo-, esa mujer tenía algo que yo hace tiempo había dejado de hacer y que mi madre poco me acostumbró: disciplina. Desde ese día dejé la bebida, me asenté en una casa en Barranco, terminé dos novelas, conocí a mi esposa, me casé y tuve dos hijos. La literatura te da este tipo de satisfacciones.

sábado, 5 de diciembre de 2009

La alegría fantasma


Qué hermoso día. Como otros días en los que el sol hace de despertador a las 8 de la mañana y allá en la calle se escucha más que un cuchicheo victorioso, éste es un día estimulante. Rogaría a Dios para que a todos las fechas le dé ese entusiasmo para comenzar el día con tanta vehemencia. Inundado por el sudor temprano taconea el piso y se dirige a la radio, la enciende, se desnuda y se acerca al espejo. En él ve un día fructuoso. Se viste de buzo, alista el mp3 y esculpe su mejor voz en el lavatorio. Empapado de entusiasmo empieza el trote, se dirige al parque donde el sol, aún calmo, desnuda los ángulos del citadino bosque con la natural soberbia de su hegemonía ancestral. Vuelve a casa a las 10 de la mañana; el periódico yace en el suelo y la mesa aflora un aroma peculiar. Entra a su dormitorio, revisa el contestador, acomoda sus cosas en el borde de la cama y empieza a dejar al desnudo su cuerpo rojo y calinoso.

A la una de la tarde, luego de la reunión con el alcalde, como hombre distinguido que es, regresa a su casa a terminar el proyecto destinado para fines de año, prende el reproductor de música y se sirve un vaso de ron. Mientras tenga la mente ocupada no sabrá que sus padres están muy lejos de aquí, y que solo lo acompaña el sonido fantasmal y etéreo de un irreconocible grupo extinto.