viernes, 27 de agosto de 2010

Romperles el cuello

Muchas preguntas revolotean en mi mente, están atascadas y a punto de explotar. Cuando era niño recuerdo que había un grupo de mosqueteros pendencieros e inútiles para un fin práctico, solo buscaban hacer notar su superioridad numérica, en fin, gustaban hacerme caer en la condición de tonto, ridículo, menor. Soltaban papeles arrugados en mi espalda cuando merendaba apaciblemente en mi carpeta, yo volteaba a ver qué sucedía y ellos estallaban en risas. La misma historia todos los recreos, pusilánime no era, pero en ese caso no sabía a quién responderle. En medio de ese sarpullido de risas no se me imaginaba nada que pudiera hacer pero ‘ganas no me faltaban’ de romperles el cuello, no crean, todo se quedaba en deseos etéreos. Recuerdo esto de niño porque estoy en ‘el tormentoso tráfico de Lima’. Recuerdo esto porque sea auto particular o transporte público el nivel de impotencia ha llegado a un extremo insuperable. Miles de autos y ninguna planificación. La ciudad ha crecido pero los que se encargan del ordenamiento territorial han sufrido una involución post-moderna. Recuerdo esto de niño porque este problema que nos perjudica a miles son como muchachotes imbéciles que te golpean y no sabes de quién es la responsabilidad: el alcalde del lugar que te rompe las calles a puertas de las elecciones municipales, el alcalde de toda Lima que tiene la ambición equiparable a su negligencia y corrupción, hasta volteo a ver y entre las risas estruendosas encuentro a una candidata a la alcaldía que en su profesión favorecía la importación chatarra de autos usados, que desgracia, volteo a ver y todos se ríen pero no hay ningún responsable. Quizá, romperles el cuello sea la única vía.

martes, 22 de junio de 2010

La despedida

 
"Quieres ser rico? Pues no te afanes por aumentar tus bienes,
sino en disminuir tu codicia."
Epicuro


  ESA noche todos estábamos deseosos por saber el paradero de Pedro. La noche anterior había emprendido un viaje que, aunque nos negáramos a aceptar, era un autoexilio. Pedro era el que más simpatía yo tenía. Por su fuerte temperamento, por su enigmática melancolía, pero más que todo porque manejaba un código de moral auténtico. Vivir como vivíamos parecería de indigentes pero detrás de todo ese desorden y desvarío había férreos ideales de justicia. Hacinados todos, éramos como una familia. Yo llegué ahí por mi prima Elizabeth, pero luego ella viajó con su novio a Brasil y yo me quedé con ellos. No éramos menesterosos que habitábamos las veredas de las calles ni tampoco furtivos delincuentes de la dignidad humana, nos reconfortaba la idea que no hacíamos mal a nadie y más bien con nuestra actitud tratábamos de concientizar a la gente con el uso de las cosas. Nosotros no teníamos mayores pertenencias y eso para nosotros era una liberación, un estado de tranquilidad y sosiego. Muchos de nosotros habíamos pertenecido a cierta clase acomodada, con ciertos privilegios y muy bien vistos, sin embargo tarde o temprano nos dimos cuenta de lo relativo de esa situación. Pedro había perdido a su esposa y a su hija en un intento por secuestrar a la menor. Lo había perdido todo y no quería seguir cultivando fanfarronerías como una casa en la playa o un yate lujoso. Así llegó Pedro donde todos estábamos.



La noche anterior a su ida tuvo una pesadilla. Despertó gritando y al día siguiente se fue pero no dijo ni una sola palabra. Su rostro era la de un hombre atormentado. Dos días después de su abandono nos enteramos de la terrible tragedia. Lo encontraron ahorcado, colgando desde un puente con algunos billetes de dinero deshojándose de su cuerpo inerte como si fueran parte de un árbol seco. Todos vimos esa imagen y quedamos realmente aturdidos. No se sabe si lo mataron o si se suicidó, pero nosotros creemos que la imagen de Pedro colgado del puente representa la asfixia de una sociedad que sólo cree en el dinero.


CAMINO AL PUEBLO SIN NOMBRE
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martes, 8 de junio de 2010

Ayudado por el corazón


HAY POCAS cosas que tengo que contarles ciertas. Una de esas es que no escribo de pura flojera, el ordenador está desordenado y mi mente sino exprimida está satisfecha. Y si escribo hoy es exclusivamente para los que le llega estas lecturas a sus correos con rapidez famélica. No sé por qué los escogí, no sé si quieran leerlo, no sé si llegarán a abrir el correo, no sé si terminarán de leerlo, no sé absolutamente nada de lo que ocurre tras sus computadores. Porque escribo aquí mensajes cortos, ideas fugaces, revanchas viscerales, abluciones entre comillas, sencillas razones de que mi inconformismo hacia la realidad es arribistamente ayudada por la inmediatez de este medio como el Internet.

Y, vamos, he escrito sobre hombres que mueren en la oquedad de una noche en un exceso de machismo, he escrito sobre mujeres que se rinden al placer de unos labios viriles, he escrito sobre señoras que no están en el rango físico atribuible a mujeres de pasados los cuarenta, pero que por su silueta compiten por las miradas de los más jóvenes e inexpertos, he escrito sobre la promiscuidad en la selva y sobre muchachas con problemas mentales que te ponen las tetas en la cabeza cuando viajas en el bus.

He escrito sobre todo esto siguiendo la tendencia, me imagino, de escribir raramente lo que pienso, y más bien escribir lo que pienso que otras personas piensan que yo pienso. No obstante, hoy me permito sublevarme de este vicio delicioso y decirles algo tan íntimo como que estoy muy enamorado. Este estado, de por sí inmensurable, para algunos podría decirse prematuro, aunque lleven mucho tiempo sustentando este hecho, sin embargo hay hechos concretos los que inauguran un estado que científicamente no se tiene idea de lo que es. Y eso ha pasado conmigo en poco más de un año con la persona que más amo en esta vida. Ella ha socavado mis rutinas como una hermosa mariposa que cada tanto va jugando a crear vida a través de un hecho involuntario como es el simple hecho de volar. Desde hace algún tiempo, no sé cuándo, he adquirido esta rutina mágica que constituye un hecho inequívoco de que el amor tiene que ver más con el inconsciente que con el estar despierto: Luego de vestir mi cuerpo y abrigarlo por pura necesidad, encajo en mi dedo anular un aro que simboliza mi compromiso hacia nuestro amor, y si se quiere ser más estricto, un compromiso de un compromiso futuro. Esa es la explicación, mas o menos cierta, de la curiosidad que suscita un dedo con un pícaro resplandor. Quizá sea este el motivo que no escriba con frecuencia. Como dice Sabina, la felicidad no se escribe, se vive, y mientas uno tenga sosiego doméstico las letras estan a la espera de sentir el fuego de la inconformidad que muchos tenemos contenida y que otros disfrutamos su ausencia.

miércoles, 31 de marzo de 2010

La sorpresa


Rebeca estaba en el cuarto de Sofía asegurándose que no se olvide nada. Ella, con la rebeldía que suele asociarse a las jovencitas de estos tiempos la obedecía a regañadientes. Alan, el característico padre dominante, les exigía prisa sin poner en razonamiento otra cosa. Es la primera vez, desde que nació Enrique, que viajaban a un lugar fuera de la ciudad. Enrique, el sensible y cándido Quique, ya estaba en el auto aguardando a los demás. Tenía el iPod colgado de las orejas, parecía bastante relajado. Alan subió al carro y arengó intempestivamente a su hijo: «Vamos, hijo, cuéntame algo –sin esperar respuesta y atropelladamente siguió-, ¿Ya tienes chica? ¿Seguro que vas bien en los estudios, no? –Y se dijo a sí mismo- Bueno, nunca has traído bajas calificaciones, pero ya tendremos tiempo de hablar en el viaje». Enrique lo miró y le sonrió débilmente. Alan se bajó del auto hablando altamente por el teléfono, lanzó un grito al interior de la casa y se introdujo en el baño.

Llegaron al hotel a las 7 de la noche. La familia desempacó sus cosas y luego de asearse fueron a cenar algo. «Necesito presentar un balance el lunes a primera hora, creo que tendremos que recortar el viaje» acometió Alan con el vaso de gaseosa en las manos. La calvicie lo hacía ver como un hombre cómico. Enrique lo imaginaba pintado la cara de payaso y sumamente sobresaltado en medio del tráfico. A menudo Alan se metía en discusiones baldías con otros conductores cuando el tráfico se ponía tenso y los ánimos poco pertinentes. Eran discusiones arrebatadas, provocativas pero calculadoras. Alan manejaba bien en qué momento podía lanzar una ofensa y retirarse audazmente; se sentía victorioso. Luego de la cena Rebeca salió a caminar con Sofía por el malecón. Alan, extenuado, se echó a dormir y Enrique sacó un libro.

Al día siguiente, cuando regresaron de visitar el zoológico de esa ciudad, Sofía decidió salir a caminar. Alan dijo que es intolerable que habiendo tres miembros más de la familia camine sola. Rebeca lo llamó a un lado con un fino tacto y le dijo que la deje ir sola, no tenía nada de peligroso ni de malo. Alan le quedó mirando aún sin entender y minimizó tal escena repanchigándose en el sillón, exhausto. «Gordo –como Rebeca suele decirle a Alan de cariño aunque ni es gordo, sino chato y panzón-, no olvides que en la noche vamos a ir a ver un concierto de música clásica contemporánea en el auditorio de la universidad» le dijo Rebeca en un tono suave y conciliador. Alan asintió con la cabeza pero no indagó más como si conociera perfectamente las razones por las que iban a ese evento.

En la noche, horas antes del concierto y cuando sólo estaban Alan y Rebeca, ella le habló de un asunto importante. Le dijo, ante la mirada atónita de Alan, que Sofía, su hija, tenía enamorado y que el muchacho iba a viajar a la ciudad sólo para verla esa noche y que sería la oportunidad para que ambos lo conocieran. Alan sintió una conmoción porque fue algo que no se esperaba y que aún lo veía muy lejano. Le pareció muy buena la idea, se alegró de su hija, pero el tiempo no le permitió pensar más allá: esa noche tendría otra sorpresa aparte de esa. Ya sentados todos en una misma fila, la línea familiar descansaba sobre un momento muy apacible, de calma y buen humor evidente. Sofía estaba de la mano de su enamorado a un extremo de su mamá y Alan conversaba con Enrique de un tema tan trivial como el color de las luces del escenario. En los ojos de Enrique había un fulgor de alegría. Iniciado el intermedio, Enrique dijo ir al baño pero tardó en regresar. Cuando Alan comenzaba a extrañar la tímida sonrisa de su hijo a su lado, Rebeca le decía que el concierto iba a reiniciar. En el momento en que Alan miró al escenario, vio a su hijo sentado en el piano tocando una melodía dulce que se combinaba perfectamente con los violines. Alan, con los ojos conmovidos y llenos de una extraña alegría reflexionó en el hecho de que su papel de padre hasta entonces era remisible si en el futuro estas cosas dejaban de sorprenderlo. Fue una virtuosa lección.


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jueves, 25 de marzo de 2010

La sociedad*


El largo y descolorido Renato le gana el espacio, lo intercepta y lo obliga a cambiar de vereda. Sin hacer del asunto una ofensa Efraín cruza la calle y se coloca al frente del consultorio dental. Un hombre grande y bien vestido asoma el umbral del edificio. Renato se lanza a la pista como un caimán y cruza la calle con avidez. Negro codicioso, piensa Efraín. Renato es un muchacho pendenciero, artero, abusivo y rapaz, tiene el rostro como el de un pericote flaco y las piernas tan largas como la de un avestruz. Antes que él cruce la calle Efraín se apresura en dirigirse al señor. «Señor, ¿le lustro los zapatos?» le desliza la pregunta con un tono de candidez y diligencia. Renato se va haciendo una mueca grotesca al ver a Efraín llegando primero al señor. El hombre acepta que Efraín haga su trabajo y mientras éste obra impetuosamente por el brillo de los zapatos él está impaciente por una llamada que ingrese a su teléfono. «Tenga cuidado, señor, no le vayan a robar el teléfono» le advierte Efraín. «No te preocupes amiguito, eso no va a suceder» le responde agradablemente el hombre y sigue ansioso en su asunto. Finalmente presiona unos botones, pone el teléfono en el oído y se enfrasca en su conversación. Una vez terminado Efraín, el hombre le alcanza unas monedas y le agradece con un movimiento de cabeza y una pequeña sonrisa. Efraín se levanta, pone el dinero en su bolsillo y alza la mirada como buscando algo o alguien. El sol allá arriba ha dejado pocos espacios para la sombra, entonces uno se busca un sitio debajo de las grandes extremidades de esos edificios ciclópeos. Al otro lado un hombre le hace señas con los brazos a Efraín como pidiendo auxilio de un naufragio. Su nombre es Sixto, amigo de Efraín, y lo llama porque son parte de una sociedad. «Hola Efraín, hoy sí que has venido temprano» le dice Sixto con ese tono chillón que lo asemeja a un cantante de los Bee Gees. Se dan un palmetazo en el brazo y resuelven en comenzar el trabajo. Se colocan en el parqueo del Edificio Central y alistan sus herramientas. Sixto se encarga de dar una enjuagada rápida a los autos que se estacionan ahí y Efraín lustra los zapatos de quiénes esperan afuera del edificio, trabajan en conjunto. Su asociación nace de la premisa de que siempre hay señores que llegan en su auto y aunque no se ensucian mucho los zapatos, lo quieren de un aspecto impecable. Sixto es mucho mayor que Efraín. Tiene el aspecto de un niño pero la barba enraizada y su rostro extenuado evidencian algunos años bien facturados. Como es grande y de un aspecto recio lo protege a Efraín de alimañas como Renato. Por su parte, Efraín le ayuda a que no le engañen con las monedas falsas; como es poco observador siempre le están canjeando monedas fraudulentas. No se sabe exactamente dónde vive Sixto. Por sus problemas que tiene raras veces entiende lo que uno le pregunta. Tardó un día en entender la proposición de trabajar al lado de Efraín. Luego entendió que Efraín no era como los otros muchachos de la calle y lo dejó que administrara su dinero. Efraín vive en un barrio pobre junto a su madre y sus otros hermanos. Cuando llega a su casa se pregunta si Sixto ya habrá llegado a la suya.

El día anterior Efraín se encontraba muy nervioso, no sabía exactamente qué sentía, era una mezcla de ansiedad y tristeza. De estas sensaciones, el primero creía venir del futuro y el segundo de un extraño y vago presentimiento que las cosas no serían iguales. Ese día cuando se despidieron, Sixto abrazó a Efraín fuertemente y alcanzó a decirle unas palabras que lo estremecieron: «Cuídate mucho». Mientras Efraín se dirigía a su casa en el bus pensaba en que quizá ya no lo volvería a ver, en que, como es normal y en algún momento tiene que suceder, sus destinos harían un viraje y cuando se volviesen a ver, si es que esto sucedía, no se sabe si serían los mismos.

* Parte del libro de relatos "Camino al pueblo sin nombre".

domingo, 7 de febrero de 2010

Buscando una mujer


YO creo que todo empezó esa noche en el bar. Estábamos Fernando, Carlos y yo: Tres jovenzuelos aún, con cierto aire de frescura que nos hacía ver como interesantes, como autosuficientes, como dueños de algo. Dos chicas, una de pelo castaño bruñido con la parte posterior del torso desnudo, y la otra con una falda abreviada, económica, agotada, que dejaban vislumbrar, desde donde estábamos, unas piernas ecuestres, rudas, zagueras. Estaban acompañadas de un muchacho lánguido, escaso de vigor para compartir, siquiera, un beso apasionado con esos dos objetos preciosos que apremiaban ser compradas en ese pequeño mostrador. Una sonrisa rápida y Fernando ya se acercaba a donde estaban. Luego Carlos y yo ya estábamos en su mesa compartiendo copas y riéndonos de no saber lo que decíamos pero que dábamos por entendido. La chica de la falda caricaturizada empezó a congraciar conmigo y al final de la noche estábamos besándonos impetuosamente detrás de la entrada principal. No recuerdo su rostro, ni su nombre, pero así fue como comencé a pisar suelo venéreo y a tener la habilidad para reconocer cuándo una mujer podía servirme para un embrollo pasional aunque iba perdiendo la acorazonada para escoger a una mujer que me quiera. A partir de ese entonces, creé en mí un personaje ficticio, una sombra oscura y jactanciosa que, pensaba, otros anhelaban. Lo cierto es que uno sigue siendo víctima de los orgullos pasionales como cualquier persona y en cualquier momento por más ahínco que hayamos tenido para convertirnos en algo que a la luz es sorprendente, en la sombra nos ausentábamos de la diversión y el jolgorio sensual y nos sumíamos en una honda insatisfacción, rara, mezquina.

Los años pasaron y me engañé con una mujer hermosa. El cabello oscuro como el petróleo, el rostro largo y fino, las piernas zanquivanas, coníferas, su rostro perspicaz y amigable, una mujer hermosa. En ese punto del tiempo, mi trabajo consistía en manejar un tráiler majestuoso, imponente, con un carruaje rojo y verde. Llevaba mercaderías y serpenteaba el territorio del país marcando una y otra vez las rutas que ella contenía. El trabajo, agotador, lo compensaba con los días de descanso que tenía, que a veces, a placer mío y el de mi señora, duraban las dos semanas como mucho. Esos días hacíamos el amor sin cesar, a cada momento, como si estuviésemos locos por tener descendencia. El infortunio nos dio un hijo, que nació robusto y muy hermoso, pero mis viajes excesivos me alejaban de él y de mi esposa. En un viaje que tenía previsto para Tacna, hubo un desperfecto en el camión que llevaba vinos y tuvieron que descargar todo en Arequipa, hasta que arreglaran el problema mecánico con el tráiler. Pasaron dos días y el acreedor mandó al carajo la carga, por lo que tuve que regresarme antes del tiempo estimado con una gran culpa bajo el brazo. Llegué y como es fácil deducir, encontré a mi mujer en brazos de otro hombre. Estaba muy cansado como para volverme loco. Me obligué a huir del entorno y seguir con mi trabajo.

Más tarde conocí a Rita en una reunión con la gente del trabajo. No le identifiqué interés alguno, cosa que me atrajo mucho. Comencé a tener más contacto con ella, hablábamos, salíamos a comer. La quise conocer antes que nada. Asistía a la iglesia los domingos, una ferviente seguidora del Señor de los Milagros. A esas alturas ocupaba un cargo ejecutivo en la empresa donde laboraba. Mi trabajo no era errante como antes y eso me permitía tener una vida más regular. Desayunaba temprano en el cafetín de la empresa, almorzaba con la gente del trabajo, y llegaba a mi casa temprano a ver las noticias o preparar parte del trabajo del día siguiente. Tenía que tener mi mente ocupada porque aún había algo que me atormentaba en las noches. Ya en la mañana todo volvía a la rutina y el trabajo era incesante. Rita, llenó ese espacio que tenía después del trabajo. Nos veíamos en un café cercano y ya que sus caderas me seducían, siempre le estaba lanzando cumplidos acerca de lo bonito que le caía tal vestido o tal pantalón, o tal falda, en fin, cualquier prenda que dejara al imaginario aquel contorno de huesos fuertes y piel rígida. Pero ella era muy buena en esto: “El domingo no podrás verme”, “Si el viernes salgo temprano del trabajo con suerte podemos vernos para conversar”, “Mañana tengo que preparar un retiro para la iglesia”, me decía. Pero había algo que me volvía loco: Su ambigüedad. Me decía que no pero inmediatamente dejaba suelto la posibilidad de verla. Era una muchacha que necesitaba ser atendida, me dije. En las conversaciones descubrí que su papá había fallecido cuando ella salía de la pubertad. En el fondo necesitaba que alguien cuidase de ella. Una noche mientras esperaba en la puerta de su casa, un hombre llegó en un auto rojo. Se acercó, me saludó y entró en la casa. Al rato Rita salió y me contó que su hermano había llegado de su terruño, un pueblo al norte de Lambayeque. Ella no bebía, así que esa noche salimos a cenar en un conocido restaurante de la ciudad. Llevaba puesto un vestido negro que contrastaba con sus piernas blancas. Después de la cena bailamos un poco y luego de unos coqueteos me estampó un beso apresurado. Más tarde se animó a beber algo de vino y mucho más tarde se animó a hacer otras cosas. Luego de esa noche nos volvimos a ver, todas en mi departamento. Sin embargo, algo me hacía pensar que pronto se alejaría ella de mí. Se lo dije. Pasado un mes me lo confirmó. Me sumí en una depresión inconstante: un día estaba bien pero los demás días de la semana bebía, pensando en el hijo que dejé y despreciando a las mujeres.

Hay mujeres que quieren sacar provecho de uno. A veces uno piensa que uno termina aprovechándose de ellas. Las buscas, las cortejas, te acuestas con ellas, te presumes a ti mismo su debilidad y tu fortaleza. Pero son ellas las que se roban tu energía, tu juventud, tus anhelos, tus esperanzas, y tú te quedas sólo, arrastrando penas en el alma y con una desazón profunda de no saber de qué sirvió todo. Una noche en el bar, una mujer se sentó a mi costado, tenía el cabello rojizo y la mirada escondida. Murmuró algo al mozo, la miré de reojo, me involucré de lleno en mis cavilaciones. De pronto, me sorprendió un sonido fuerte. Giré la cabeza y la mujer estaba tirada en el piso, con las piernas ensangrentadas. Me levanté algo sobresaltado. La mujer se levantó también, trastabilló ensangrentada hacia un costado y se paró delante de mí. Mis ojos se volvieron trémulos al distinguir su rostro largo y fino. Algo en su mirada me hizo saber que estaba fuera de sí. Se abalanzó sobre mí y me penetró un cristal roto en el cuello. No sentí dolor, no ofrecí resistencia, ambos caímos desangrados en la oquedad de la noche, en el vacío del suelo, en el espacio de salida del camino y así se robó mi último suspiro, voluntario y sencillo.

sábado, 6 de febrero de 2010

El primer beso


Los aires de setiembre no habían tardado en llegar; Setiembre, mes que da inicio a la primavera, época en la que las personas se enamoran, dicen. En la escuela, Martha y yo no nos resignábamos a salir sin antes ver a Paulo y sus lindos ojos ensombrecidos.

-Hola Martha, que tal- Paulo estampó su linda sonrisa en esas cuatro palabras, como si cada una de ellas reclamarán la calidez de sus palabras.

-Hola chicos- señaló Martha tratando de disimular su estado soporífero, y además invitando a su amigo al plano situacional.

Mientras tanto yo me mantenía callada. Era imposible hablar de modo natural frente a los chicos, aún más, era imposible hablar para mí.

-Chicas, él es William- se dirigió a nosotras Paulo a su vez que nos invitó a conocer a su amigo.

Él, su amigo, se quedó quieto, sólo alzó las cejas y murmulló algo. Yo, trataba de ocultar mi tensión. Por la imagen que me imaginaba de mí, estaba como una botella de plástico agitada, a punto de estallar. Me sorprendió notar y más bien estuve algo distraída al recién fijarme que William se veía mucho más maduro que Paulo. Mientras Martha conversaba y ponía en acuerdo los detalles para la cita del sábado, yo caminaba envuelta en mí misma. No era idea mía la de salir con los chicos pero hacía tiempo que Martha me había planteado la idea y por más desinteresada que me mostraba no había forma de ahogar su propuesta. Sin embargo, al fin y al cabo, me imaginé como una niña tonta y miedosa así que accedí a su invitación. Ambas, reunidas en el cuarto de Martha, deliberábamos las cualidades estéticas, varoniles y de madurez -éste último no sé por qué se había vuelto tan esencial de un tiempo a esta parte- de los chicos de la escuela: mientras Gustavo aún era un niño torpe, jodido y porfiado, Paulo era callado, guapo y aparentaba ser mayor; aunque nuestros veredictos siempre se resolvían en torno a Paulo, era tácito el gusto singular que tenía Martha por él; ambas jugábamos a ser las juezas de quién era el más apuesto, pero Martha anhelaba también tener el papel de la novia del ganador a tal juego: Paulo.

Para el sábado por la noche el arreglo se había dado de la siguiente forma: Paulo estaría con Martha y yo estaría con William. William siempre había pasado desapercibido en nuestro juego imaginario de juezas del chico más atractivo de la escuela, quizá por su carácter parco o por su apego a pasar desapercibido; el hecho es que William me parecía un chico introspectivo que guardaba en su interior rencor o antipatía por cierta clase de gente, pero eso era un prejuicio que nunca lo comenté a nadie, solo lo mantenía en mi mente hasta el día en que Paulo lo presentó. En esa ocasión me pareció muy atractivo verlo arquear sus cejas, como presumiendo de algo, con un rostro invulnerable, inmóvil, sin vida; quizá tuve esa impresión porque yo en ese momento era presa del pánico por estar en esa situación, y él parecía restarle importancia al hecho en sí. Estuve pensando en William y la imposible idea de besarlo. Martha aun no era la novia de Paulo pero ya se habían besado y se presumía que ese sábado se harían novios. Martha me decía: “William se ve tan apuesto y maduro, cómo es posible que nunca nos hallamos fijado en él”. Y es cierto, William era apuesto, pero también misterioso. Aún en mi mente renegaba del momento en que claudiqué a la idea de salir en pareja, pero en algún momento tenía que llegar ese momento, pensé, además eso me ponía en un nivel por encima de las demás chicas que aún jugaban y cuchicheaban entre ellas.

La noche del sábado llegó. Ambos se encontraban en la puerta del antiguo teatro La Merced. El sitio ofrecía una sombra poco iluminada y un lugar donde transitaba poca gente. Nos presentamos en sociedades de género pero Martha se encargó de deshacer tal unión que me dejó confundida. De igual forma decidí seguir. Paulo abrazó a Martha y ambos se adelantaron dejándonos a William y a mí solos atrás. William, un muchacho de años ulteriores a nosotras al igual que Paulo, era el personaje más enigmático esa noche. No habló nada mientras Martha y Paulo se alejaban fantasmalmente delante de nosotros. Yo entraba en pánico, qué le diría a este tipo.

-Podemos caminar si deseas.-dijo, en un sonido grave- Acompañémoslos, qué dices.-terminó con una sonrisa inquietante como haciendo un esfuerzo en no parecer él.

-Claro, vayamos- dije, en un remedo de voz templado poco convencedor.

Caminamos rumbo al cine como habíamos acordado con Martha. Llegando al cine, no había ni la más mínima huella de que Martha hubiese estado ahí. Me angustié. William sacó algo de su chaqueta.

-Entremos, yo invito.- sugirió de un modo cortés.

Aún tensa y angustiada pensé en que después de todo William no parecía un tipo que tuviese algún tipo de rencor hacia cierta gente o que guardase ojeriza o sentimientos malos. Esta transición me hizo relajarme un poco. Entramos al cine y nos ubicamos en las butacas medias y a la derecha de la sala. Era un cine modesto así que no tardé en sentir miedo del oscuro sepulcral que me estremecía las entrañas. A la mitad de la película sentí una mirada inquietante. Los ojos de William fijos y colgados de alguna parte de mi rostro. Casi suelto un grito de terror pero me contuve. Rodeó mis hombros con sus brazos y se acercó a mí lentamente. Me horroricé y me quedé inmóvil. El se siguió acercando y pronto en un ambiente bochornoso y azorado me sentí desmayar ante tantos cambios de temperatura y estado en mi rostro: mis ojos pestañeaban a un ritmo inseguro y mis mejillas temblaban como si temiesen reventar. Al fin sentí sus labios reposar en los míos en un desorden intestinal que fácil se puede confundir con el movimiento que hacen los peces cuando se les da de comer. Mi prima Estefanía me dijo, en su experiencia portentosa, que el primer beso nunca se te olvida, y mientras corría a la salida del cine me reprochaba a mí misma no haber dado un beso de amor.