sábado, 26 de febrero de 2011

Esa revista me partió la espalda


Aún recuerdo esas revistas, ¡cómo las recuerdo! Cuántos callos me trajo esas revistas, cuántos traumas me trajo esa revista. ¡Traumas severos, válgame Dios! Yo no recomiendo las revistas pornográficas, pero es parte del comportamiento humano ir en contra de lo prohibido. Así lo hice yo, así lo hicimos muchos. Esas revistas cayeron en mis manos sin desprender ni una insulsa moneda. Llegaron a mí como llegan las cosas en la vida: por pura casualidad. Las cosas llegan porque es la conclusión de algo que iniciamos antes. Un pequeño movimiento activó la rueda que paulatinamente terminó en eso o aquello. Así lo creo. Y esas revistas llegaron a mí porque inicialmente alguien mucho mayor nos lo mostró después del partido de fútbol el sábado en la noche. Desde ahí, pasó por algunas manos más y finalmente recayó en las mías. Las sostuve y sentí lo que debe sentir un ladrón de bancos al entrar en uno a punto de ser asaltado. Me sentí sucio, claro, pero sabía bien lo que tenía que hacer. Ya antes lo había hecho, pero ahora necesitaba ver esas fotos en la clandestinidad de mi cuarto. Subí rápidamente a mi habitación y cerré la puerta con seguro. Estaba poniéndome cómodo cuando de pronto me sentí observado. ¡Gato hijo de perra! Me reí de la estupidez que había dicho. Lo agarré del lomo y lo tiré por la ventana. Me aseguré de que no hubiese nada que me interrumpiera. Era imposible estar tranquilo. Mi madre, santísima madre, tocó la puerta: «Pablo, ¿estás ahí? Necesito sacar una ropa de tu cuarto». Mi cuerpo se estremeció. Cogí la revista y busqué un lugar seguro. En mi cajón de ropas: estúpido; detrás de la puerta, entre mis zapatos: francamente pueril; debajo de mi cama: previsible, lo sabía; ¿¡Dónde!? me desesperé. « ¿Pablo?, ¡qué estarás haciendo muchacho!» dijo mi mamá mientras reventaba la puerta a toctocs. «Voy mamá, me estoy cambiando» le respondí sumamente agitado. Agarré la maldita revista y la tiré encima del armario, una vieja fortaleza medieval que casi llegaba al techo. Lo tiré tan al fondo que no supe si estaba ahí o si es que se había colado por la parte trasera. Corrí a la puerta y la abrí, mi madre estaba enfurecida. «Qué tienes Pablo, por favor deja de encerrarte en el cuarto» me dijo reprendiéndome. ¿Cuántos años tenía en ese entonces? Era un niño, quizá. Mi madre presumía ya lo que yo hacía en mi habitación. Lo intuía seguro. Qué madre no sabe que su hijo se masturba, se masturbó o se masturbará en algún momento. Fueron minutos más tarde que se confirmó todo. ¡Maldito armario! Este vejestorio era tan grande y plano que tuve que traer una escalera para subirme a buscar la procaz revista. Estaba encima del armario, en la parte de atrás, entreabierta. « ¡Mierda, qué cosa era eso!» me dije luego de ver a esa mujer enseñándome su vagina. No quiero decir que el genital masculino sea ciertamente hermoso, pero el de esa mujer en la revista era monstruoso. Tuve miedo de cogerlo, además necesitaba estirarme mucho para poder sujetarlo. Por fin lo sostuve… «Qué haces ahí» dijo mi madre. La impresión fue tan fuerte, que parado ahí, montado en esa frágil escalera, tambaleándome avergonzado, con la revista en mis manos y ese monstruo entre páginas, que solo pude ver cómo el techo de la habitación se alejaba de mí  abruptamente y luego el ¡cloc! o el ¡plaf! o el ¡crac!, no sé, pero el grito de dolor sonó en toda la casa. Mi madre fue a socorrerme, yo estaba entre pedazos de la escalera, inmóvil, con la espalda molida, con la revista que, deshojada por el uso que le dieron los otros, estaba esparcida por la habitación. Qué imagen, yo tirado gritando de dolor, y mi madre auxiliándome en medio de todas esas imágenes que realmente no las recomiendo.

jueves, 24 de febrero de 2011

Hurgar en el pasado


«Estoy harto de hurgar en mi pasado» lo dijo con la voz exangüe, con el aliento tibio de un moribundo. Aunque comenzaba a nacerle entusiasmo por sentirse nuevamente con esa fuerza subterránea que le daban esos momentos de melancolía. «Otra vez, sí otra vez, ¡hagámoslo!» se ordenó apretando sus labios y escurriendo el sudor que le caían en los labios mezclados con lágrimas invisibles.

Salió como un individuo más entre ese tumulto de gente. Entró a un burdel de la calle Torrealva. Rápidamente una mujer lo atajó. El la miró pero no era a lo que buscaba. Siguió adentrándose en ese psicodélico mundo. « ¿Buscas sexo?» escuchó venir desde el umbral de una puerta vetusta, amarillenta. «Estoy escapando» contestó él sin saber quién le hablaba. «Entonces ven conmigo» escuchó decir. Fueron unas palabras cálidas, como las de una vieja amistad que le invitaban pasar. La voz cavernosa, le hacía recordar a la mítica figura de su padre, una voz amigable, un sentimiento de sosiego, el sonido lo llevó a recordar un momento del pasado, aunque borroso, lo hacía sentir bien. En ese momento de vacilación, entre entrar o alejarse, se dio cuenta que se encontraba ebrio, que los dos vasos de whisky habían surtido un efecto irreversible. Se río un momento por encontrarse en esa situación, pero algo extraño lo hizo sentirse avergonzado. «Te acompaño, necesito sublevarme de este infierno» lo dijo casi como un murmuro introspectivo. Al entrar a la habitación alcanzó a ver un color azul que se difuminaba a medida que se adentraba en el cuarto. Un hombre alto como del tamaño del umbral de la puerta lo invitó a sentarse. «No huyas de mí que por más que te empecines en hacerlo siempre estarás en mi búsqueda» fueron las palabras de aquel hombre que se acercaba a él sin que el pudiese moverse.

Pasaron cinco días y no había la menor huella de su paradero. En horas de la tarde, cuando el crepúsculo aparecía, su hijo entre sollozos encontró el cuerpo de su abotagado padre. Su cuerpo hinchado yacía en los pies de un acantilado, terriblemente desfigurado. Nada podía recuperar el tiempo perdido, existen hombres a los que el pasado los atormenta y los terminan por aniquilar.