domingo, 29 de mayo de 2011

El demócrata del taxi


    En el otro lado del mundo se gestaba una manifestación impresionante para exigir a las autoridades de su país, España, una democracia justa y verdadera. Pedro Noicán, manejando su auto amarillo, piensa en su naturaleza anodina, insignificante pero representativa del común peruano: profesional taxista devenido en taxista profesional a la edad de treinta y dos años. Tiene la frente ancha y arrugada como si gran parte de su vida la hubiese pasado bajo el escepticismo. Todos los días compra el periódico El Nacional por lo consecuente de su línea editorial, diferente a otros diarios que en vez de tener una línea de opinión, sostiene, parecen tener una curva de opinión que se inclina hacia donde están los intereses más altos. Como taxista, su labor es conducir a las personas de un lugar a otro, obviamente, pero en el plano subjetivo es ser testigo involuntario del transcurrir de vidas que se mezclan, se esconden o se buscan. Y estar de cara a la realidad la mayor parte del día, por supuesto. Conocer el orden y el caos que impera las distintas distribuciones de la sociedad, pero ser consciente de su limitación cognoscitiva.

    Ayer subió a su carro un hombre que de pronto cayó dormido en el asiento trasero. Sólo subió y por el espejo retrovisor hizo la indicación de hacia donde quería ir. Pero en medio de su petición pareció trabarse y luego se calló abruptamente y también cayó con todo su peso sobre el asiento, sin más. Pedro se estacionó en una callecita de la avenida Camaná y se  quedó mirando por el espejo retrovisor. El hombre estaba tan inconsciente que si en ese momento eran arrollados por un hipotético tren, aquel regordete hombre de saco y corbata hubiese seguido durmiendo el sueño de los justos. Pensó que estaba ebrio pero al instante se dio cuenta que éste no tenía esa apariencia desaliñada de un borrachín que se excedió en el Bar Queirolo. Porque el tipo tenía apariencia de burgués. Así prefería llamarlos Pedro, declarado un hombre de izquierda, sociólogo egresado de universidad estatal, conspicuo enemigo de las grandes empresas, del clientelismo chicha, de la corrupción imperante, y por último y para rematar, del imperialismo yanqui, al estilo Chávez. Para él, estos burgueses representaban lo peor de la clase política peruana, eran unos adefesios arteros que hacían cualquier cosa por un poco de poder y dinero. Bajó del auto y abrió la puerta trasera con una actitud de fastidio. Vio que el hombre estaba quieto y lo último que deseaba era tener un burgués muerto en su auto. Lo samaqueó una y otra vez; le metió un zambombazo fuerte y ni así. No olía a alcohol así que descartó esa primera idea, pero sintió que el hombre respiraba, eso lo alivió. Pensó en llamar a la policía, pero se dijo, de pronto, por qué acudir a la autoridad más desprestigiada, esas cosas las podía arreglar solo. Era un iconoclasta majadero, a veces. Pretendió dejarlo en algún lugar lejano fuera de Lima para que escarmiente el sufrimiento de los más marginales. Sin embargo pronto cayó en cuenta que su ojeriza hacia esa clase de gente representada en ese pobre hombre anestesiado era absurda y contraproducente para sus intereses domésticos: ¿quién le pagaría esa carrera, finalmente? De nada sirve, se dijo, se acomodó en su asiento y abrió de par en par las páginas centrales de El Nacional, en la parte editorial: la columna del periodista Gabriel Belmonte, un remesón contestatario sobre el establishment. En la columna el intelectual hacía una analogía entre las razones del movimiento pacifista DRY en España -una bola de nieve que tiene como fundamento su desencanto con la clase política- y nuestros representantes en el gobierno. La frase ‘todo para el pueblo, sin el pueblo’ parece graficar de manera idónea el grito estentóreo que se escucha cada vez que un funcionario público abre la boca, pensó. Este miserable hombre que tengo aquí atrás, se preguntó a sí mismo: ¿podrá pagar tantos años de haberse servido de los impuestos que pagamos todos los peruanos? Sabía que no. En ese momento pensó que tal vez ese hombre podría, de manera simbólica al menos, devolver lo que su reino había malgastado durante tantos años de corruptela. Lo condujo entonces a un descampado en los arrabales. Estaba algo nervioso porque no sabía en qué momento iba a despertar. Había perdido casi todo el día y la idea de compensar tantos años de bellaquería azuzaba su determinación. Quizá pueda ser un Robin Hood, dijo frotándose el mentón en actitud pensante. Llegó a un lugar entre unas chacras deshabitadas. Se quedó en su asiento pensando en cómo hacerlo, no estaba muy seguro de lo que iba a hacer. Cuando finalmente salió del carro y abrió la puerta trasera se sintió estremecerse, no sabía hacerlo, comenzó a pensar en que haría si despertase, que le diría al hombre, era necesario propinarle un golpe, se preguntaba. Su trasero del hombre daba justo a la puerta, lo que ayudo a que pueda escamotearle la billetera. Sorprendido por la agilidad con la que lo hizo quiso revisarla en ese momento, ver si había valido la pena la aventura de reivindicación social. Pero se dio cuenta que era mucho arriesgarse. Cogió al hombre de los brazos  y lo arrastró fuera del auto. El mofletudo aristócrata estaba tendido en el arenal ya. Pedro le vio el rostro por primera vez: debía tener unos cuarenta años de edad, tenía el rostro blanco y de piel frágil, unos ralos cabellos blancos adornaban sus patillas. De pronto sintió algo en el pecho. Y si este hombre no era funcionario público, por su apariencia más parecía un empresario o un banquero, pero no un sátrapa del gobierno, pensó. Se acercó al cuerpo que yacía en el piso y exclamó: ¡mierda, es Gabriel Belmonte! El periodista parecía recobrar la conciencia. Pedro entró al auto apresurado y se esfumó de la escena dejando solo estelas de arena detrás. Mientras salía de la zona desierta cogió la billetera y le echó un ojo al interior: 200 dólares. Se alegró pero desde la página central del periódico la imagen de Gabriel Belmonte lo puso nuevamente nervioso.

martes, 3 de mayo de 2011

Más lejos y en la soledad


LA MUJER sin saber qué hacer y tan incómoda como se puede estar con un tipo que no te mira el rostro y parece estar también perturbado con tu presencia, se levanta del sillón y le dice que fue un gusto conocerlo. Reynaldo se queda quieto jugando con su llavero cortaúñas. La mujer sale de la habitación prácticamente espantada, qué tipo tan raro, parece decir, la culpa la tiene ese maldito chat, se oye recriminar. Reynaldo cierra la puerta con pestillo y se dice que era una mujer muy vieja, no muy buena para su gusto. Apaga todas las luces y acomoda los cojines en un solo mueble; forma una especie de pared con un espacio en el medio. La luz del televisor moldea su imagen rápida pero torpe. Se introduce dentro de la muralla que ha construido con los cojines y parece estar abrazado por ellos. Una vez sentado, es absorbido por completo por las imágenes del televisor de personas grotescas que se envuelven y se golpean frenéticamente simulando el coito más placentero. Reynaldo se masturba, entre los cojines que le dan calor y parecen hacerlo sentir en una orgía. Se hunde en el mueble como queriendo desaparecer en ese estado de excitación. Una vez que termina se levanta como si hubiese recibido un golpe en la mandíbula, y se dirige al baño. Se enjuaga la cara y en el espejo sus ojos negros parecen desvanecerse en una larga noche solitaria.

UNA MUJER grande y morena sale iracunda de una de las casas del solar. Hace a un lado a Sergio de un tirón y le dice: “Ahora vengo Sergio, quédate acá”. Mientras, Martin está agazapado en un rincón del callejón, ha quedado muy débil después de haber vomitado. Le pregunta dónde está su madrina y Sergio le contesta que la mujer que pasó era ella. Sergio le dice que le traerá agua, que lo espere un minutito. Ingresa a la casa de donde salió la mujer morena y tarda en salir. Mientras Sergio va por el agua Martin cae en la cuenta que no tiene forma de volver a su casa si no es hasta la noche cuando su mamá llega de vender frutas. Aún con fiebre y preso de una angustia que le provoca poder llegar a la desolación en una ciudad donde todos están al acecho del más inocente, se levanta con furia, creyendo agotar sus últimas fuerzas, y sale corriendo por el callejón oscuro, como si de la muerte se tratase y allá afuera fuese el retorno a la vida. Nuevamente en las calles le cuesta trabajo respirar, su garganta seca y ácida le provocan otra vez regurgitar, pero se contiene, piensa que esta vez podría quedar muy mal. Aún tiene la idea que la muerte lo acecha, el miedo a estar solo cuando este llegue lo hacen correr como un loco hasta que llega a un parque. Es un parque pero pareciese un campamento militar bombardeado: hay drogadictos y andrajosos que parecen mutilados en el piso pidiendo una oportunidad más para volverse a degenerar. Parece que el ambiente deprimente y desahuciado lo vuelven a la idea que se encuentra sólo, enfermo y con miedo. Termina de recorrer el parque y se percata que un hombre lo había estado observando desde hace un buen rato, tiene los ojos oscuros y un semblante demacrado.

TODOS LOS DÍAS salen a buscar en la basura. Es su trabajo y en compañía todo se hace más llevadero. Son cuatro los que han formado una suerte de clan forzado en el que no hay ninguna figura que sobresalga. Aunque Martin se vanaglorie que tiene en su casa un televisor grande que su hermano lo ganó en un sorteo, todos corren con la misma suerte de tener que salir a trabajar para ganarse un plato de comida. De los cuatro solo Pedro y Beto viven sin sus padres, en un taller de mecánica. Martin es el que mejor juega fútbol de los cuatro pero Sergio, al ser gordo, tiene la patada más fuerte del grupo. Entre ambos hay una suerte de amistad incipiente. Esa mañana Sergio llegó temprano a la esquina donde se reúnen. Cuando finalmente todos se reúnen Sergio les cuenta lo que la pasó a Jerónimo. Les cuenta que una mañana llevaron a Jerónimo a la posta porque se cortó con un vidrio, pero lo que pareció un corte finalmente resultó haber sido un pinchazo. Jerónimo hurgando en el muladar se pinchó con una aguja y se contagió de una enfermedad que no tiene cura, al parecer va a morir. Sergio dice estas palabras como si en realidad estuviese hablando de un mito de fantasmas, pero Beto le confirma que el panadero les dijo lo mismo, que tengan mucho cuidado con las agujas. Martin esa mañana amaneció mal. Ahora ha empezado a toser y comienza a desvanecerse sus ánimos. Mientras caminan hacia el primer basural Martin va detrás arrastrando sus pasos, resignado a ir último por su malestar. A su condición física se le ha añadido una tristeza repetida. “Si me pasa algo, mi mamá difícilmente se enteraría”, piensa. Desde ese momento empieza un recorrido que lo lleva al pánico de la muerte, de ser pinchado, de agotar el último respiro en la desolación, sin su madre, sin nadie que lo proteja. El cielo está cubierto de una vasta capa plomiza y lúgubre, es un día horrible para enfermarse y Martin tiene esa extraña sensación de que va a morir. Ahora su fiebre parece ser un síntoma de la extraña sugestión que lo ha envuelto, tose repetidas veces y su rostro se descompone. Pedro y Beto, como si fuesen perros de presa, ya están en el basural concentrados en buscar algo que sirva de utilidad. Están motivados. Pedro encuentra una vieja lámpara y Beto sostiene una pelota de cuero con un parche mostaza. Sergio se percata que Martin no ha entrado aún y le pega un grito. Martin se detiene antes de ingresar, se quiebra, pone los brazos sobre las rodillas y sus hombros parecen a punto de descolocarse. Estalla sin más en una explosión de líquido que sale por su boca como una tubería rota. Sergio vuelve hacia su compañero y espera que termine la vomitona. Martin parece un animal exangüe, a punto de desfallecer, apenas puede mantenerse en pie. Sergio lo irgue y le dice que lo llevará donde su madrina, en un barrio cercano. Caminan cerca de dos cuadras y por fin llegan a un callejón. Ingresan pero Martin se percata que el lugar no tiene un sonido claro, es como el sonido de un estómago, y además es tan oscuro que parece que estuviesen ingresando a las fauces de la muerte. Un terror poco a poco se va apoderando de él.

ESOS OJOS oscuros, como muertos, y ese semblante demacrado, como enfermo, le dan una apariencia inofensiva, parece un animal ornamental desde su ventana. Martin termina el parque y encuentra una mirada detenida en la ventana. Se lleva el puño a la boca y su cuerpo arroja una tos que parece salir de un cajón ancho y vacío. Esta tos que retumba su cuerpo de pronto parece apoderarse de todas sus extremidades, lo inmoviliza, su cabeza parece estallar, comienza a faltarle el aire, quiere vomitar, y su ahogo finalmente se libera con un llanto insostenible. El hombre de la ventana se acerca y le ofrece un pañuelo. Le invita a su casa para darle un poco de agua. Martin es llevado por el hombre. Trastabillando, un poco mareado y con los ojos inundados, ingresa a la casa del hombre. Se ha sentado en el sillón como un acto instintivo y poco a poco va tomando conciencia que está en un lugar desconocido con un tipo desconocido. El miedo o la premonición de que algo sucederá aún lo embarga y poco a poco, en cuanto cobra conciencia, este miedo se va acrecentando. El hombre ingresa a una habitación y Martin se pregunta si podrá salir por la puerta. Reynaldo le trae un vaso de agua pero desde su bolsillo un pedazo de cable oscuro cuelga. Le ofrece el vaso con agua pero se percata que el muchacho está bastante nervioso. Martin no le recibe el vaso, le agradece pero le dice que no tiene sed. Desde ese momento el ambiente se torna sin diálogos. Reynaldo prende el televisor. Se agacha para atarse los cordones de los zapatos. Martin está inmóvil en el sillón. Mira el televisor con los ojos visiblemente dilatados, pero en realidad está al tanto de cada movimiento que hace Reynaldo. Este se levanta como dirigiéndose a la cocina pero duda en hacerlo. Finalmente se queda parado en una postura incoherente, casi ridícula, con las manos suspendidas en el aire. Sustrae el cable negro de sus bolsillos y los comienza a enrollar como para guardarlos. Todo esto Martin observa aunque aparentemente está viendo la televisión, pero en ese momento todo es tan sutilmente perceptible, el ruido de la televisión es una simple atmósfera que agazapa el entorno de ansiedad que se ha creado. Martin solo desea que esto termine, que Reynaldo entre nuevamente a la cocina para escapar de inmediato. Pero Reynaldo se voltea hacia él. Lo mira con nerviosismo y parece querer hablar. Finalmente le pregunta cuánto mide. Martin niega con la cabeza y una vocecilla suave e imperceptible parece decir no sé. Quedan en silencio los dos, el televisor aún está prendido. En ese instante de pánico contenido, Martin se levanta del sillón, espera el momento exacto para huir, correr, gritar. Reynaldo lo ve y le dice con un nerviosismo contagioso y casi tartamudeando que no sabe cuál es la longitud del cable que tiene en sus manos, pero sabe que él mide un metro cuarenta, lo sabe porque su sobrino es de la misma edad. Le pregunta por qué no se echa en el sillón para poder medir el largo del cable. Martin tiene el rostro pálido, los ojos dilatados y la respiración contenida. Está a punto de salir corriendo. Suena el teléfono. Reynaldo confundido, corre hacia el él. Alza el auricular terriblemente asustado y alterado. Martin está en una esquina del sillón, parado, sin saber qué hacer, quiere acercarse a la puerta y huir pero no sabe si ésta tenga seguro. Reynaldo por teléfono se pone impaciente, la voz del otro lado no parece escucharse bien. Entonces empieza a gritar: “¡¿Quién es?! ¡¿Quién es?!”. Luego se tranquiliza y su voz suena como la de un niño: “Sí… Está bien… Ok.”, y se despide. Rápidamente cuelga el teléfono, ve que Martin sigue inmóvil al filo del sillón y va hacia la puerta, le quita el pestillo y le dice: “Tienes que irte, tengo visita”. Martin ve que la calle está vacía, el espacio lo configura el mismo parque desierto y unos sonidos de carros a lo lejos. Su cuerpo está caliente, sale caminando por la puerta y sólo cuando siente que todo su cuerpo está en la calle empieza a correr sin medida, cruza la calle y sigue corriendo con todas sus fuerzas. Siente que el hombre aún lo mira desde su ventana. Dobla en una esquina y en otra y se pierde entre calles donde hay alguna gente. En el camino piensa que la muerte estuvo cerca de él, pero tuvo suerte esta vez para escapársele. Mientras tanto Reynaldo sentado en su sillón espera la llegada de una mujer, quizás algo más.