domingo, 21 de junio de 2009

Siempre viste a un padre

"A las 5 de la tarde tocó la puerta de mi departamento, le abrí y vi en aquel un hombre desconocido. Nos quedamos mirándonos por un minuto y le estreché la mano, pero aún lo sentía ajeno, entonces me abrazó, y reconocí su calor mudo"

AHORA que me pongo a pensar con más cuidado, momentos como éstos los imaginé, claro que con detalles distintos. Sin embargo, de acuerdo a los elementos que en ellos existen, mi vida me lo imaginé, de alguna manera, similar a la actual. La imaginación como fuerza mental es una energía que nos impulsa inconscientemente a buscar ciertos prototipos de estilos de vida forzados. En mi caso, aunque lo considerara una bobería propia de mi adolescencia romántica, me imaginaba mis futuros cuarenta años en un hogar calmado, con un par de hijos regulados por el buen comportamiento y una mujer que me acompañaría por el resto de mi vida. Me imaginaba sentado en el sillón leyendo el periódico o viendo la televisión, teniendo controlado hasta el aire que corría por la habitación, con mis hijos sentados en el regazo de la mesa tartamudeando sus primeras voces, y mi mujer a lado, con su mano reposada en mi regazo, dejándome en compañía de su calor. Esa era la figura buenamente optimista que guardaba desde la delicadeza de años anteriores. Pero el mundo abaraja nuestros destinos de una forma que nadie escapa a su voluntad caprichosa. Hoy puedo decir que mi engañoso optimismo pasado en algo no se equivocó, pues si bien no tengo dos cachorros que juegan debajo de la mesa, una hermosa niña desborda mi corazón de entusiasmo; vivo solo en un departamento con muebles, marrones y algo vetustos, parecidos a los que me imaginaba; y aquí estoy: sentado en el sillón observo la poca luz de la calle al tiempo que Tati, mi hija, apoya su espalda en mi pierna, sentada en la alfombra del piso; no tengo una mujer que sotierre mis miedos a la soledad longeva, donde el amor se manifiesta como el agua, diáfana e impredecible, pero está mi hija que ingresa a mi hogar los fines de semana, y otros días, con los pies encima del piso, saltando, invadiendo la habitación por un repentino halo de alegría e inocencia. Apoyo mi codo en el respaldar del sillón y muevo mi rodilla con suma delicadeza para que Tati anticipe que me voy a levantar. “Tati te traigo algo y vuelvo, ¿quieres un jugo o yogurt?” le pregunto. Tati no me mira, esta como distraída en un libro de cuentos con dibujos tétricos. “Tati, te traigo un jugo, ok?” le hablo mientras camino hacia la cocina. Ella responde avivada por el tono grave de mi voz, “sí, papi”. Mi vida es el reflejo de la relativa linealidad de mis decisiones tempranas: una profesión de odontólogo estatuario, una novia de 4 años que luego se hizo mi mujer, un departamento cómodo en los alrededores de la ciudad, una familia que inspiraron mis incontables sudores de madrugada, mis fragores ascensos profesionales, mi endeble fortuna de los noventa. Pero mi padre no fue así, y mi madre quiso no que yo no fuera así. Debo admitir que fui criado a la figura contraria de la de mi padre: un hombre que abandonó a mi madre para irse a trabajar en Italia, prometiendo volver al cabo de un tiempo cuando todo se asentara y las cosas marcharan solas, pero no fue así. Aun recuerdo la imagen de mi padre cuando salíamos al parque, yo quería jugar beisbol pero mi padre se aburría del palo y la pelota, y me llevaba al hipódromo a ver correr caballos. Las veces que veo a mi padre, lo recuerdo de pie, en el jardín de la casa, en la ventana de su dormitorio, imaginando el mundo correr mientras otros cerraban los ojos. Luego que mi padre nos dejara, mi madre apuntó, de alguna manera, su metodológico carácter en mi infancia: sus modos de hacer las cosas exactas y a tiempo, sin bemoles ni giros.

Tati busca a Toto, la tortuga. Siempre me imaginé tener una tortuga en la casa, no ocupan mucho espacio y pasan casi desapercibidas. Me parecen seres sabios, de una naturaleza compleja y melancólica, sustentado, quizá, por su larga vida. Finalmente Toto hace su aparición por debajo del escritorio de la computadora, asoma su cabeza y su rostro parece bosquejar una sonrisa tímida. Tati lo carga y lo pone encima de su cuaderno de pintura. Recojo la mochila de Tati y la pongo a un costado del sillón. Me siento y la observo: es alegre, su carita sonríe siempre, su mirada infunde ternura, ella ríe cuando le digo algo, me mira cuando acaricio su cabello lacio, salta cuando me ve llegar los fines de semana. Mi padre regresó de Italia la semana pasada, se instaló en la casa de su hermana. Conversé con él por teléfono y le di mi dirección para verlo. A las 5 de la tarde tocó la puerta de mi departamento, le abrí y vi en aquel un hombre desconocido. Nos quedamos mirándonos por un minuto y le estreché la mano, pero aún lo sentía ajeno, entonces me abrazó, y reconocí su calor mudo. Lo invite a pasar, se acomodó en el sillón mientras yo traía algo para tomar. Desde la ventana de la cocina, que está de espaldas a la sala, pude ver que se lustraba los zapatos con la pantorrilla; al fin pude recordar de dónde había adquirido ese prosaico hábito.

Son las 7 de la noche y Tati está cansada de haberle narrado el cuento del collarín de perlas, me dice que tiene sueño, y yo la abrazo para que descanse. A los cuarenta y tres años, en líneas generales, mi vida se parece a como me la imaginé: tengo un gran amor y un hermoso hogar, al menos cuando soy padre.