miércoles, 20 de julio de 2011

El Bohemio


Extrañaba darme un buen baño. Me costó mucho trabajo deshacerme de la ropa que llevaba puesto, sobretodo de las botas llenas de fango y excremento. Cuando por fin estuve desnudo abrí la ducha esperando caer el chorro de agua fría y salvaje. Una lluvia fina de agua blanca cubrió mi cuerpo como una sábana inexorable. El piso de la ducha comenzó a pintarse de un negro rojizo. En el medio de mi torso la sangre se había secado con los vellos y mis dedos se enmarañaban cuando trataba de cubrir esa zona del cuerpo selváticamente enlodado. Dejé caer el agua por un momento indefinido para que el líquido refregara los pedazos de barro que contenía mi oblonga humanidad. Ella vino a mí, cosa que nunca suele suceder, se puso histérica, no sé cómo me pudo reconocer, al principio me negué, salí huyendo del local, pero en menos de un pestañeo, dos hombres estaban ahí para partirme la cara. Rosita, la mujer que sirve el licor en El Bohemio, se inquietó. Uno me cogió del brazo y me empujó sobre la orinada puerta del local; antes de caer, me lo llevé al piso conmigo. Comenzó a golpearme diciéndome que no me meta con su novia. Un lío de faldas y braguetas, pensé. Lo agarré de la camisa y no lo solté para que no se separara de mi cuerpo y no tuviera espacio para embadurnarme de puñetes. ¡Qué carajo tienes, estas equivocado!, le dije y en el momento menos pensado mi pierna le alcanzó el pecho y lo hizo revolcarse a un costado mío. Para mi mala suerte el otro tipo me sorprendió con una patada en el maldito estómago. Que me golpearan por haber violado a su novia, a su hermana o a su mamá lo podía aguantar, pero ese golpe en mi estómago lleno de botellas de cervezas, a esa hora de la noche, aceleró mis procesos vomitivos; acabé desparramado en medio de la calle desangrándome de sustancias por la boca. Me dejaron terminar y uno de ellos, el que tenía cara de asno, el de la patada artera, me agarró de la camisa floreada de los viernes en El Bohemio, y me levantó como un trapo de litera. Me subió a una camioneta. Escuché a Rosita quejarse que me dejaran.

Me sentía el hombre más borracho, aunque recién eran las dos de la madrugada. Uno de ellos me tenía abrazado del cuello, sentí un calor paternal en sus brazos, pero lo que hacía era mantenerme resguardado si es que pretendía hacer algo. Para ponerlo a prueba alcé la mano derecha. Y de inmediato mis dos manos estaban aferradas a su brazo de leñador antiguo suplicando que deje de asfixiarme. No te muevas idiota, me dijo. Todo era oscuro. El carro hizo una parada y escuché que se abrieron las puertas delanteras. La voz de una mujer parecía discutir con la de un hombre. Alguien abrió una puerta trasera y me jalaron desde ese lado hacia afuera: la humedad del suelo y las hierbas me hicieron pensar que estaba cerca al río, pero mis instintos de detective se esfumaron cuando recibí un puntapié en el culo. Reconocí al hombre cara de asno delante de mí. Mierda, que les pasa, me van a matar a golpes, les dije. La mujer me miró a los ojos con odio. Este es el maldito que me violó, dijo la mujer que no lograba reconocerla, tenía los ojos orientales y la piel muy delgada, exangüe, aunque llevaba consigo una falda corta que instigaba lujuria. Oigan, les dije dirigiéndome a los varones, no había porqué hacer caso a la mujer, después de todo los hombres tenemos mejor poder de negociación y en casos como estos donde ha habido confusiones propias del alcohol lo mejor era compensarlo con algún favor. Pero creo que sabían que peores palizas me habían dado por no pagar cuentas que por otra cosa, por lo que se rieron con ironía. Me levanté, era una noche más oscura que el drama que vivía en ese momento pero sabía que iba a salir de esta, hice el esfuerzo de arquearme y comencé a graficar una escena de regurgitaciones. El tipo que parecía ser el novio o el proxeneta o el hijo negado o el asesino por comida, puso en mi culo un metal de forma de pistola. Tú la violaste, ahora te violamos nosotros, así de fácil, me dijo. Fue un momento en el que comprendí que la cosa iba en serio, nunca antes hasta ese momento mis cojones se habían encogido de miedo, me sentía realmente jodido y sin salida, sustenté que me encontraba en la posibilidad de que me violen y me maten al mismo tiempo de un disparo de fulminación escatológica y humillante. No voy a decir esa estúpida y cursi idea de que toda mi vida pasó por un segundo, sino que se me vinieron a la mente todas las mujeres con las que me había acostado, o mejor dicho a las que había obligado acostarme, y a fin de cuentas, pensé, que esa había sido mi vida, entre mujeres y sexo, nada más simple y vacuo que eso, y entonces fue que me dije que era un estúpido y un cursi y merecía morir por nunca encontrar mejor motivación que lo carnal.

Desperté del sueño efímero porque escuché los gritos de Rosita y unos más de alguna gente que habían venido a salvarme, aunque ahora pienso si realmente vinieron a salvarme o a cerciorarse de que, ahora sí, me habían dado de baja en este mundo. Fueron unos segundos vitales, de adrenalina extrema, en la que volteé violentamente y le exprimí un ojo de un puñetazo al cobarde reprimido que me apuntaba con el arma mi espacio más sagrado. Salí corriendo en dirección opuesta a la gente, ahora sé que hice mal. La mujer de ojos chinos gritó una lisura y corrió tras de mí, pero escuché que se tropezó en la oscuridad y otra lisura se ahogó en lamentos. El tipo con cara de asno, brazos de boxeador y piernas de futbolista corrió tras de mí pero cuando volteé a ver si me alcanzaba era tan torpe y lento que casi me río pero me contuve. Tropecé con algo y sentí un vacío en el espacio hasta que por fin di con el suelo. Todo mi cuerpo cayó sobre mi brazo izquierdo y algo sonó como una madera rota. Mi hueso, pensé. Solo sentí un silencioso dolor y una anestesia de todo el lado izquierdo de mi torso. Alguien llegó hasta donde estaba y me gritó: ¡hijo de puta! Todos nos vendemos en este mundo putañero, pensé contestarle pero me contuve. Como tenía todo un lado anestesiado me levanté del otro, llegué al borde de un pequeño acantilado y pensé si en lanzarme o seguir la rivera del río hasta el puente y escabullirme por algún recodo, pero nuevamente me sorprendió el pensamiento con un disparo que me rozó la costilla y me lanzó al vacío. Rodé como una bolsa de basura más, entre latas y ratas, cajones y condones, bateas y botellas, hasta que por fin quedé tieso a un lado del río, entre toda la mierda de la ciudad. ¿Este es mi lugar?, me pregunté. Seguro todos me daban por muerto. Tenía un brazo roto y un raspón de bala a media barriga, estaba exhausto y solo quería cerrar los ojos. Me dejé dormir y desperté en la mañana solo cuando alguien arrojó una bolsa de basura, restos del fin de una jornada de cantina. Me logré movilizar un poco y paulatinamente me pude poner de pie.

El agua había terminado de enjuagarme. Cogí la toalla de Rosita y salí del baño. Cuando salí ella me esperaba en la mesa con un plato de huevos fritos y yuca. Me sentí tan ridículo. Me ofreció unas ropas que colgaban en una silla. Le agradecí con una sonrisa tímida. Luego iremos a la posta a ver tu brazo, me dijo con una voz que no admite dudas y más bien se acerca a lo materno. Claro, le dije. Alguien tocó la puerta. Tengo que salir un rato, quédate acá, vengo en un ratito, me dijo. Gracias otra vez Rosita, le dije. Y salió y yo me quedé desnudo en la cama, con un brazo colgando como un saco al hombro, inútil, desvalido, huérfano, viendo desde la ventana a la mujer que todas las noches me acompaña sirviendo el licor.

jueves, 14 de julio de 2011

Lorena en el pasado


Llegué al hotel agitado, escapando de la lluvia. Anita, la recepcionista, viéndome entrar me saludó con una mirada esquiva. La saludé como de costumbre pero parecía estar tocada por la discrecionalidad: apartó los ojos hacia su escritorio, se solazó en su computadora. Horas antes, por la mañana, habíamos bromeado acerca de mi edad, ahora algo la hacía parecer extraña, un trabajador más del hotel, yo consideraba a Anita casi una amiga. Le iba a preguntar si pasaba algo pero antes de que dijera algo me habló con una voz que me pareció más rara aún: “Profesor, una señorita lo está esperando. Llegó hace media hora, preguntó por usted, me dijo que era una amiga suya”, Anita parecía estar guardándome un secreto, me pareció extraño, nunca había tratado de ocultar algo en mi vida. “Gracias Anita”, le dije, cogí las llaves y busqué con la mirada a quien me esperaba. Eran las cuatro de la tarde, en el hotel un grupo de personas llegaban portando maletas y mochilas, parecían hacer turismo en la ciudad de Arequipa. Sentada en una esquina una mujer de pantalones jean, zapatillas y lentes ojeaba una revista. Tenía un atuendo rápido y simple. Estaba enfrascada en el cuadernillo con una avidez que me costó trabajo saber quién era. A penas se sintió invadida, cerró de un golpe la revista y me dirigió sus celestinos ojos que se traslucían en medio de esos cristales enmarcados: había una mezcla de espasmo y sorpresa. Igual fue mi admiración al reconocer cuánto había cambiado.


- Profesor Fernandini, ¿se acuerda de mí?

- Claro. Cómo estas, Lorena, qué haces por aquí.
- Vine a verlo, necesito hablar con usted.
- Está bien. ¿Vienes sola?
- De eso quiero hablar con usted, no estoy aquí porque haya querido sino que muchas cosas me han traído hasta aquí, a verlo a usted; sé que me puede ayudar.
- Esta bien, Lorena, me gustaría poder ayudarte. Voy a dejar estas cosas y vuelvo, espérame aquí mismo por favor, no tardo.


En su mirada había tranquilidad, como si hubiese llegado a un puerto a descansar, se sentó a esperarme mientras yo dejaba mis cosas de la universidad en mi habitación. Había cambiado bastante, la figura de la chica de dieciséis años, inquieta, provocativa, había dado paso a una mujer joven sosegada y madura. Subí pensando en esta necesidad de apoyo emocional que todos necesitamos, pensé en que algo fuerte debió haberle pasado para que acuda a mí estando en otra ciudad y habiendo pasado cerca de cinco años. Cuando bajé Lorena ya no estaba. Le pregunté a Anita por ella y me dijo que debió haberse ido cuando ella fue al almacén por unas cojines para un huésped. No había nadie más en la sala. Salí a caminar pensando que quizá ella estuviese allá afuera; antes le dejé un recado a Anita, quien se comportaba de una forma muy extraña ese día; no creo que fueran celos. Ya había escampado afuera así que decidí caminar hacia la librería a comprar unos archiveros para la clase en la universidad. Cuando ingresé a la tienda un par de chicas se tomaban fotos entre los anaqueles. Una de ellas me hizo recordar a Lorena: sus medias que alargaban sus pantorrillas y delineaban el límite de sus piernas, su mirada de desafío y holgura. Debían terminar la secundaria ambas chicas y en el caso de la que me recordaba a Lorena, parecía encontrar en el histrionismo su válvula de escape, cogía del brazo a su amiga y juntas miraban a la cámara simulando un beso entre ellas. El eventual camarógrafo de esas picarescas fotos era un vendedor de la tienda. Recuerdo las veces en que caí en las ridículas bromas de Lorena, su escotada blusa, sus sutiles interrogantes sobre sexualidad. Recuerdo que me decía que “Cien años de soledad” había sido el mejor manual de erotismo. Era una extraordinaria lectora, audaz, rebelde, escéptica, que indagaba más en sus interpretaciones que en la de los libros de literatura. Ambos sabíamos que leía todos los libros que yo les mandaba a leer, pero en los exámenes no contestaba nada, dejándome en la decisión de si aprobarla o no. Yo, por supuesto, la aprobaba. Era una de mis alumnas preferidas. Y no porque tuviese el don de la duda más desarrollada que las demás chicas, muchas ingenuas que estudiaban los movimientos y descripciones de las obras de la literatura universal, sino porque la vida se le había adelantado para que tomara decisiones duras. A su padre, un policía borracho y sin honor que alguna vez tuvo la desgracia de golpearla, lo acribillaron en una cantina por no querer pagar la cuenta. Al quedar sola, sin su madre que radicaba en España desde que ella tenía cinco años, quedó lanzada al aire como una moneda, decidiendo ella, de forma maniquea, si encajaba mejor en la parte del bien o en los extramuros donde todas las chicas de su edad se refugiaban escapando de esa cosa que ellas solían llamar la realidad. Una mano tocó mi brazo y me sorprendió ver a Lorena parada enfrente de mí.


- ¿Dónde estuviste? Salí y ya no estabas. 

- Quiero que sepas algo – me dijo, impasible, pestañeando suavemente, sus labios parecían completamente secos y sin vida.
- Vamos, vayamos afuera – le dije.


Caminamos por la plaza, le pregunté si es que había pasado algo, que me contara y que yo le podía ayudar. Quiso decirme algo pero como si algo la atormentara, calló. Nos detuvimos en una banca y ella me miró a los ojos y me dijo que necesitaba cambiar de vida, dejar todo atrás, se puso a llorar. La agazapé contra mi pecho y la dejé gimotear por un rato, dándole tranquilidad. En ese momento me pareció tener a la muchachita de diecisiete años que siempre quise consolar. Sabía que su mundo frágil podía romperse en algún momento, tenía todas las condiciones para que así sucediera. Suavemente la dejé apartarse para dar espacio a lo que venía a decirme. Se calmó, yo la miraba con ternura.


- Siempre pensé en usted. Me di cuenta que lo hacía muchas veces pensando en el padre que quise tener, pero también me enamoré del hombre que era usted.

- No creo que me conocieras del todo- le dije.
- Exacto. Ya no soy una niña, quizá éste sea el último intento por dejarme llevar por lo que creo más romántico. Lo cierto es que usted representó para mí el momento donde me ahogué en el mundo sabiendo que existían personas como usted. Que se interesan por los demás. 
- Esa no me pareció tu actitud en los meses finales del último año. Aún te recuerdo, alejada de mí, mirándome desde un rincón de la clase de literatura, ajena a lo que siempre habíamos hablado. 
- Usted no solo me hablaba de Romeo y Julieta, sino de cómo explicaban esas historias nuestra conducta humana. De eso me sentía satisfecha cuando lo conocí. Me enamoré como una chiquilla tonta de su profesor, disculpe lo trillado del asunto.
- Eso suele suceder. No quiero desdramatizar tu historia, Lorena, pero: ¿qué es lo que trae hasta aquí buscándome? 
- Es cierto, debo decírtelo. No sé si lo ame ahora, pero existe en mi mente la idea de que hoy entiendo mejor las cosas que antes. Usted fue un desconocido para mí en el colegio. Era un excelente profesor y un buen amigo, pero nunca estuvimos en el mismo nivel, yo no entendía las cosas y quizá por eso me alejé de usted en los tiempos finales del colegio. Pasa lo mismo conmigo. Luego del colegio, hice mi vida como mejor pude. Siempre pensé en hacer mi vida en función de lo que necesitaba en el momento. No depender de nadie, solo divertirme, escaparme de la tortura espiritual que me sometía. En breves cuentas y para no seguir dando vueltas a las causas que me traen aquí: Una vez probé alguna droga, me gustó hacerlo, reditué mi cuerpo y ahora aquí estoy pensando cambiar mi vida de alguna manera contándole todo esto. Usted ya lo debe saber.
- Lorena, nuestras decisiones suelen ser así, las personas aprendemos de nuestros errores una vez que la cometemos. Siempre vamos a poder liberarnos de esa culpa una vez que la reconozcamos y seamos sinceros con nosotros. Ahora, debes saber que mi propia persona no es el modelo de conducta humana. Soy profesor y mi imagen ante los alumnos considéralo intachable, siempre será así, pero me he visto como todos, a resignarme a mi condición vulnerable y sentir que lo que hice no estuvo bien. 
- Lo sé.
- Si deseas cambiar de vida, tienes todo el derecho de hacerlo, sin pensar que alguien te va a señalar o recriminar por lo que hiciste, todos en algún momento hemos perdido la fe en quien somos.  
- Gracias profesor. Hace un mes vine aquí a la casa de una prima que no sabe qué vida tenía allá en Lima. Llegué muy delgada y enferma. Un día mi prima trajo unos trabajos de la universidad y ahí figuraba su nombre. Ramon Fernandini. Me sobresalté, pensé que era mi oportunidad para cambiar. Por eso lo busqué. – Se quedó callada, se esforzaba por seguir hablando- Descubrí algo que me hizo pensar en que todos éramos unos impostores.
- ¿Qué fue eso?
- Se lo contaré desde un principio: Una noche Mariana y dos amigas más fuimos a una discoteca para que nos presentaran con el dueño del local. El trato era bailar en unos espacios diseñados a los costados del interior del local vestidas de colegialas. A mí no me gustaba mucho la idea pero Mariana me convenció argumentando que no había nada de peligroso y que primero iríamos a ver. Cuando llegamos al local, nos entrevistamos con el dueño, un tipo calvo y fornido; fue muy amable en decirnos que podíamos aprender, primero, viendo el espectáculo; no había nada de censurable y que nos íbamos a divertir haciéndolo. Nos ubicó en una parte del local desde donde se podía ver toda la discoteca pero no se nos podía ver a nosotras. Era un ambiente estruendoso donde las figuras de hombres se aglomeraban alrededor de unas mesas con tragos y colillas de cigarro. Era un ambiente preponderantemente masculino lo cual me extrañó. Luego me di cuenta que era un night club, pero en ese momento aún no entendía la mecánica del movimiento ahí adentro. De pronto divisé la figura de un hombre en una de las esquinas. Una mujer se le acercó y le dijo algo al oído. Ambos se comunicaban de esa forma. Ese hombre era usted, profesor Fernandini, y esa una mujer como yo en algún momento. Luego de reconocer su rostro, no podía comprender que ese era usted por cuanto parecía un hombre distinto. Fue algo que me impactó mucho, no supe que pensar, usted era alguien a quien yo nunca me había imaginado así. Entonces me convencí de que usted era un impostor, alguien quien no merecía mi respeto, que era un profesor ejemplar pero tenía una vida oculta y salaz propensa a los placeres carnales, un verdadero impostor. No entendía nada. Luego eso me afectó tanto que dejé de frecuentarlo y sumergirme cada vez más en el refugio donde usted también habitaba. Al terminar la secundaria muchas chicas más estábamos en el negocio de las drogas y por ende de la prostitución. 
- Lorena, lo siento mucho, déjame explicarte algo... Primero, hay algo que quizá no sepas: Me enteré por Mariana que ustedes me habían visto aquella vez. Ella tuvo el valor para decírmelo. Si tú me lo hubieses dicho hubiésemos podido conversar sobre eso. Quizá ese fue nuestro error, pero como te decía no te sientas mal, eres una mujer que tuvo el coraje de salir de ese infierno que no todas logran escapar. Lo que te pasó fue el precio para entender que las personas solemos equivocarnos.
- Tengo veintiún años, profesor, y me cuesta creer que esté bien aquí y ahora. Gracias por escucharme.


Lorena se levantó del asiento y la vi más fuerte que nunca. Su mirada era la de quien se había conciliado con el pasado. Me miró con una sonrisa y me dijo que me quería. Yo la abracé fuertemente y le dije que también la quería. Ambos caminamos hacia el café más cercano mientras en las calles, nuevamente, comenzó a llover.

domingo, 29 de mayo de 2011

El demócrata del taxi


    En el otro lado del mundo se gestaba una manifestación impresionante para exigir a las autoridades de su país, España, una democracia justa y verdadera. Pedro Noicán, manejando su auto amarillo, piensa en su naturaleza anodina, insignificante pero representativa del común peruano: profesional taxista devenido en taxista profesional a la edad de treinta y dos años. Tiene la frente ancha y arrugada como si gran parte de su vida la hubiese pasado bajo el escepticismo. Todos los días compra el periódico El Nacional por lo consecuente de su línea editorial, diferente a otros diarios que en vez de tener una línea de opinión, sostiene, parecen tener una curva de opinión que se inclina hacia donde están los intereses más altos. Como taxista, su labor es conducir a las personas de un lugar a otro, obviamente, pero en el plano subjetivo es ser testigo involuntario del transcurrir de vidas que se mezclan, se esconden o se buscan. Y estar de cara a la realidad la mayor parte del día, por supuesto. Conocer el orden y el caos que impera las distintas distribuciones de la sociedad, pero ser consciente de su limitación cognoscitiva.

    Ayer subió a su carro un hombre que de pronto cayó dormido en el asiento trasero. Sólo subió y por el espejo retrovisor hizo la indicación de hacia donde quería ir. Pero en medio de su petición pareció trabarse y luego se calló abruptamente y también cayó con todo su peso sobre el asiento, sin más. Pedro se estacionó en una callecita de la avenida Camaná y se  quedó mirando por el espejo retrovisor. El hombre estaba tan inconsciente que si en ese momento eran arrollados por un hipotético tren, aquel regordete hombre de saco y corbata hubiese seguido durmiendo el sueño de los justos. Pensó que estaba ebrio pero al instante se dio cuenta que éste no tenía esa apariencia desaliñada de un borrachín que se excedió en el Bar Queirolo. Porque el tipo tenía apariencia de burgués. Así prefería llamarlos Pedro, declarado un hombre de izquierda, sociólogo egresado de universidad estatal, conspicuo enemigo de las grandes empresas, del clientelismo chicha, de la corrupción imperante, y por último y para rematar, del imperialismo yanqui, al estilo Chávez. Para él, estos burgueses representaban lo peor de la clase política peruana, eran unos adefesios arteros que hacían cualquier cosa por un poco de poder y dinero. Bajó del auto y abrió la puerta trasera con una actitud de fastidio. Vio que el hombre estaba quieto y lo último que deseaba era tener un burgués muerto en su auto. Lo samaqueó una y otra vez; le metió un zambombazo fuerte y ni así. No olía a alcohol así que descartó esa primera idea, pero sintió que el hombre respiraba, eso lo alivió. Pensó en llamar a la policía, pero se dijo, de pronto, por qué acudir a la autoridad más desprestigiada, esas cosas las podía arreglar solo. Era un iconoclasta majadero, a veces. Pretendió dejarlo en algún lugar lejano fuera de Lima para que escarmiente el sufrimiento de los más marginales. Sin embargo pronto cayó en cuenta que su ojeriza hacia esa clase de gente representada en ese pobre hombre anestesiado era absurda y contraproducente para sus intereses domésticos: ¿quién le pagaría esa carrera, finalmente? De nada sirve, se dijo, se acomodó en su asiento y abrió de par en par las páginas centrales de El Nacional, en la parte editorial: la columna del periodista Gabriel Belmonte, un remesón contestatario sobre el establishment. En la columna el intelectual hacía una analogía entre las razones del movimiento pacifista DRY en España -una bola de nieve que tiene como fundamento su desencanto con la clase política- y nuestros representantes en el gobierno. La frase ‘todo para el pueblo, sin el pueblo’ parece graficar de manera idónea el grito estentóreo que se escucha cada vez que un funcionario público abre la boca, pensó. Este miserable hombre que tengo aquí atrás, se preguntó a sí mismo: ¿podrá pagar tantos años de haberse servido de los impuestos que pagamos todos los peruanos? Sabía que no. En ese momento pensó que tal vez ese hombre podría, de manera simbólica al menos, devolver lo que su reino había malgastado durante tantos años de corruptela. Lo condujo entonces a un descampado en los arrabales. Estaba algo nervioso porque no sabía en qué momento iba a despertar. Había perdido casi todo el día y la idea de compensar tantos años de bellaquería azuzaba su determinación. Quizá pueda ser un Robin Hood, dijo frotándose el mentón en actitud pensante. Llegó a un lugar entre unas chacras deshabitadas. Se quedó en su asiento pensando en cómo hacerlo, no estaba muy seguro de lo que iba a hacer. Cuando finalmente salió del carro y abrió la puerta trasera se sintió estremecerse, no sabía hacerlo, comenzó a pensar en que haría si despertase, que le diría al hombre, era necesario propinarle un golpe, se preguntaba. Su trasero del hombre daba justo a la puerta, lo que ayudo a que pueda escamotearle la billetera. Sorprendido por la agilidad con la que lo hizo quiso revisarla en ese momento, ver si había valido la pena la aventura de reivindicación social. Pero se dio cuenta que era mucho arriesgarse. Cogió al hombre de los brazos  y lo arrastró fuera del auto. El mofletudo aristócrata estaba tendido en el arenal ya. Pedro le vio el rostro por primera vez: debía tener unos cuarenta años de edad, tenía el rostro blanco y de piel frágil, unos ralos cabellos blancos adornaban sus patillas. De pronto sintió algo en el pecho. Y si este hombre no era funcionario público, por su apariencia más parecía un empresario o un banquero, pero no un sátrapa del gobierno, pensó. Se acercó al cuerpo que yacía en el piso y exclamó: ¡mierda, es Gabriel Belmonte! El periodista parecía recobrar la conciencia. Pedro entró al auto apresurado y se esfumó de la escena dejando solo estelas de arena detrás. Mientras salía de la zona desierta cogió la billetera y le echó un ojo al interior: 200 dólares. Se alegró pero desde la página central del periódico la imagen de Gabriel Belmonte lo puso nuevamente nervioso.

martes, 3 de mayo de 2011

Más lejos y en la soledad


LA MUJER sin saber qué hacer y tan incómoda como se puede estar con un tipo que no te mira el rostro y parece estar también perturbado con tu presencia, se levanta del sillón y le dice que fue un gusto conocerlo. Reynaldo se queda quieto jugando con su llavero cortaúñas. La mujer sale de la habitación prácticamente espantada, qué tipo tan raro, parece decir, la culpa la tiene ese maldito chat, se oye recriminar. Reynaldo cierra la puerta con pestillo y se dice que era una mujer muy vieja, no muy buena para su gusto. Apaga todas las luces y acomoda los cojines en un solo mueble; forma una especie de pared con un espacio en el medio. La luz del televisor moldea su imagen rápida pero torpe. Se introduce dentro de la muralla que ha construido con los cojines y parece estar abrazado por ellos. Una vez sentado, es absorbido por completo por las imágenes del televisor de personas grotescas que se envuelven y se golpean frenéticamente simulando el coito más placentero. Reynaldo se masturba, entre los cojines que le dan calor y parecen hacerlo sentir en una orgía. Se hunde en el mueble como queriendo desaparecer en ese estado de excitación. Una vez que termina se levanta como si hubiese recibido un golpe en la mandíbula, y se dirige al baño. Se enjuaga la cara y en el espejo sus ojos negros parecen desvanecerse en una larga noche solitaria.

UNA MUJER grande y morena sale iracunda de una de las casas del solar. Hace a un lado a Sergio de un tirón y le dice: “Ahora vengo Sergio, quédate acá”. Mientras, Martin está agazapado en un rincón del callejón, ha quedado muy débil después de haber vomitado. Le pregunta dónde está su madrina y Sergio le contesta que la mujer que pasó era ella. Sergio le dice que le traerá agua, que lo espere un minutito. Ingresa a la casa de donde salió la mujer morena y tarda en salir. Mientras Sergio va por el agua Martin cae en la cuenta que no tiene forma de volver a su casa si no es hasta la noche cuando su mamá llega de vender frutas. Aún con fiebre y preso de una angustia que le provoca poder llegar a la desolación en una ciudad donde todos están al acecho del más inocente, se levanta con furia, creyendo agotar sus últimas fuerzas, y sale corriendo por el callejón oscuro, como si de la muerte se tratase y allá afuera fuese el retorno a la vida. Nuevamente en las calles le cuesta trabajo respirar, su garganta seca y ácida le provocan otra vez regurgitar, pero se contiene, piensa que esta vez podría quedar muy mal. Aún tiene la idea que la muerte lo acecha, el miedo a estar solo cuando este llegue lo hacen correr como un loco hasta que llega a un parque. Es un parque pero pareciese un campamento militar bombardeado: hay drogadictos y andrajosos que parecen mutilados en el piso pidiendo una oportunidad más para volverse a degenerar. Parece que el ambiente deprimente y desahuciado lo vuelven a la idea que se encuentra sólo, enfermo y con miedo. Termina de recorrer el parque y se percata que un hombre lo había estado observando desde hace un buen rato, tiene los ojos oscuros y un semblante demacrado.

TODOS LOS DÍAS salen a buscar en la basura. Es su trabajo y en compañía todo se hace más llevadero. Son cuatro los que han formado una suerte de clan forzado en el que no hay ninguna figura que sobresalga. Aunque Martin se vanaglorie que tiene en su casa un televisor grande que su hermano lo ganó en un sorteo, todos corren con la misma suerte de tener que salir a trabajar para ganarse un plato de comida. De los cuatro solo Pedro y Beto viven sin sus padres, en un taller de mecánica. Martin es el que mejor juega fútbol de los cuatro pero Sergio, al ser gordo, tiene la patada más fuerte del grupo. Entre ambos hay una suerte de amistad incipiente. Esa mañana Sergio llegó temprano a la esquina donde se reúnen. Cuando finalmente todos se reúnen Sergio les cuenta lo que la pasó a Jerónimo. Les cuenta que una mañana llevaron a Jerónimo a la posta porque se cortó con un vidrio, pero lo que pareció un corte finalmente resultó haber sido un pinchazo. Jerónimo hurgando en el muladar se pinchó con una aguja y se contagió de una enfermedad que no tiene cura, al parecer va a morir. Sergio dice estas palabras como si en realidad estuviese hablando de un mito de fantasmas, pero Beto le confirma que el panadero les dijo lo mismo, que tengan mucho cuidado con las agujas. Martin esa mañana amaneció mal. Ahora ha empezado a toser y comienza a desvanecerse sus ánimos. Mientras caminan hacia el primer basural Martin va detrás arrastrando sus pasos, resignado a ir último por su malestar. A su condición física se le ha añadido una tristeza repetida. “Si me pasa algo, mi mamá difícilmente se enteraría”, piensa. Desde ese momento empieza un recorrido que lo lleva al pánico de la muerte, de ser pinchado, de agotar el último respiro en la desolación, sin su madre, sin nadie que lo proteja. El cielo está cubierto de una vasta capa plomiza y lúgubre, es un día horrible para enfermarse y Martin tiene esa extraña sensación de que va a morir. Ahora su fiebre parece ser un síntoma de la extraña sugestión que lo ha envuelto, tose repetidas veces y su rostro se descompone. Pedro y Beto, como si fuesen perros de presa, ya están en el basural concentrados en buscar algo que sirva de utilidad. Están motivados. Pedro encuentra una vieja lámpara y Beto sostiene una pelota de cuero con un parche mostaza. Sergio se percata que Martin no ha entrado aún y le pega un grito. Martin se detiene antes de ingresar, se quiebra, pone los brazos sobre las rodillas y sus hombros parecen a punto de descolocarse. Estalla sin más en una explosión de líquido que sale por su boca como una tubería rota. Sergio vuelve hacia su compañero y espera que termine la vomitona. Martin parece un animal exangüe, a punto de desfallecer, apenas puede mantenerse en pie. Sergio lo irgue y le dice que lo llevará donde su madrina, en un barrio cercano. Caminan cerca de dos cuadras y por fin llegan a un callejón. Ingresan pero Martin se percata que el lugar no tiene un sonido claro, es como el sonido de un estómago, y además es tan oscuro que parece que estuviesen ingresando a las fauces de la muerte. Un terror poco a poco se va apoderando de él.

ESOS OJOS oscuros, como muertos, y ese semblante demacrado, como enfermo, le dan una apariencia inofensiva, parece un animal ornamental desde su ventana. Martin termina el parque y encuentra una mirada detenida en la ventana. Se lleva el puño a la boca y su cuerpo arroja una tos que parece salir de un cajón ancho y vacío. Esta tos que retumba su cuerpo de pronto parece apoderarse de todas sus extremidades, lo inmoviliza, su cabeza parece estallar, comienza a faltarle el aire, quiere vomitar, y su ahogo finalmente se libera con un llanto insostenible. El hombre de la ventana se acerca y le ofrece un pañuelo. Le invita a su casa para darle un poco de agua. Martin es llevado por el hombre. Trastabillando, un poco mareado y con los ojos inundados, ingresa a la casa del hombre. Se ha sentado en el sillón como un acto instintivo y poco a poco va tomando conciencia que está en un lugar desconocido con un tipo desconocido. El miedo o la premonición de que algo sucederá aún lo embarga y poco a poco, en cuanto cobra conciencia, este miedo se va acrecentando. El hombre ingresa a una habitación y Martin se pregunta si podrá salir por la puerta. Reynaldo le trae un vaso de agua pero desde su bolsillo un pedazo de cable oscuro cuelga. Le ofrece el vaso con agua pero se percata que el muchacho está bastante nervioso. Martin no le recibe el vaso, le agradece pero le dice que no tiene sed. Desde ese momento el ambiente se torna sin diálogos. Reynaldo prende el televisor. Se agacha para atarse los cordones de los zapatos. Martin está inmóvil en el sillón. Mira el televisor con los ojos visiblemente dilatados, pero en realidad está al tanto de cada movimiento que hace Reynaldo. Este se levanta como dirigiéndose a la cocina pero duda en hacerlo. Finalmente se queda parado en una postura incoherente, casi ridícula, con las manos suspendidas en el aire. Sustrae el cable negro de sus bolsillos y los comienza a enrollar como para guardarlos. Todo esto Martin observa aunque aparentemente está viendo la televisión, pero en ese momento todo es tan sutilmente perceptible, el ruido de la televisión es una simple atmósfera que agazapa el entorno de ansiedad que se ha creado. Martin solo desea que esto termine, que Reynaldo entre nuevamente a la cocina para escapar de inmediato. Pero Reynaldo se voltea hacia él. Lo mira con nerviosismo y parece querer hablar. Finalmente le pregunta cuánto mide. Martin niega con la cabeza y una vocecilla suave e imperceptible parece decir no sé. Quedan en silencio los dos, el televisor aún está prendido. En ese instante de pánico contenido, Martin se levanta del sillón, espera el momento exacto para huir, correr, gritar. Reynaldo lo ve y le dice con un nerviosismo contagioso y casi tartamudeando que no sabe cuál es la longitud del cable que tiene en sus manos, pero sabe que él mide un metro cuarenta, lo sabe porque su sobrino es de la misma edad. Le pregunta por qué no se echa en el sillón para poder medir el largo del cable. Martin tiene el rostro pálido, los ojos dilatados y la respiración contenida. Está a punto de salir corriendo. Suena el teléfono. Reynaldo confundido, corre hacia el él. Alza el auricular terriblemente asustado y alterado. Martin está en una esquina del sillón, parado, sin saber qué hacer, quiere acercarse a la puerta y huir pero no sabe si ésta tenga seguro. Reynaldo por teléfono se pone impaciente, la voz del otro lado no parece escucharse bien. Entonces empieza a gritar: “¡¿Quién es?! ¡¿Quién es?!”. Luego se tranquiliza y su voz suena como la de un niño: “Sí… Está bien… Ok.”, y se despide. Rápidamente cuelga el teléfono, ve que Martin sigue inmóvil al filo del sillón y va hacia la puerta, le quita el pestillo y le dice: “Tienes que irte, tengo visita”. Martin ve que la calle está vacía, el espacio lo configura el mismo parque desierto y unos sonidos de carros a lo lejos. Su cuerpo está caliente, sale caminando por la puerta y sólo cuando siente que todo su cuerpo está en la calle empieza a correr sin medida, cruza la calle y sigue corriendo con todas sus fuerzas. Siente que el hombre aún lo mira desde su ventana. Dobla en una esquina y en otra y se pierde entre calles donde hay alguna gente. En el camino piensa que la muerte estuvo cerca de él, pero tuvo suerte esta vez para escapársele. Mientras tanto Reynaldo sentado en su sillón espera la llegada de una mujer, quizás algo más.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Lides matrimoniales


ESTABA un poco asqueado con los animales ese día. No faltaba más. Era de noche y en la televisión Bertha veía un programa de guepardos, animales gráciles y elegantes. Ella estaba tendida en la cama pereceando antes de dormir. Yo adoro estos momentos. Me eché a su lado y le acaricié la cabeza. En ese momento de pura ternura mi mirada encontró algo extraño que estaba depositado en la mesa de noche. «Qué cosa tan rara es eso», dije en voz baja. Bertha, que siempre se pone histérica con las cosas extrañas como bichos o cosas gelatinosas saltó de un brinco encima de la cama. « ¡Qué es eso!» gritó, casi saltando sobre la cama. En la mesa de noche, al costado del reloj despertador, una suerte de gusano enrollado, rugoso y verde reposaba inerte como esperando dar un salto. Qué cosa tan deforme e inextricable. A medida que acercaba mi vista, podía distinguir manchas blancas y ojos deformes. « ¿Qué puede ser? No recuerdo haber comido algo y dejado las sobras por aquí», dije casi descubriendo qué es. Y recordé y lo expliqué de la siguiente manera: «Creo que la paloma de la mañana nos dejó un fax por aquí». Bertha se rió pero el gesto de asco no se le quitó del rostro fácilmente. Enviar un fax, en la jerga peruana, significaba defecar, no sé cómo se instaló en el habla popular pero creo que era una metáfora de la forma patética como un presidente renunció desde otro país. Le conté a Bertha, en clave de explicación policial, que en la mañana uno de los dos dejó la ventana abierta y una husmeadora paloma había ingresado al cuarto, por casualidad o quizá por una suerte de voyerismo animal. Cuando llegué en la tarde, la encontré encima del televisor y la espanté, pero la muy lerda en vez de salir por la ventana brincó hacia el otro lado de la ventana lo cual me causó mucha mayor dificultad; además en el proceso de deportación la muy inoportuna y desfachatada  ave había dejado pedazos de caca por todos lados. Finalmente se salió por la ventana, pero dejó pedazos de excremento por todo el piso. «Con lo que detesto las cagadas de terceros; por eso renuncié a seguir trabajando para un gerente del Banco Central, estaba cansado de limpiar sus cagadas; por eso detesto tanto los gobiernos de Fujimori, Toledo y García, por dejar tan evidente sus excrementos», pensé, renegando de mi destino, de tener que limpiar tanta inmundicia. Limpié los recuerdos que nos dejó la paloma o eso creí.

Bertha bajó a preparar algo para tomar antes de dormir. Yo agarré el pedacito de caca y lo levanté con un pedazo de papel, le había dado el sol y estaba seco, lo cual facilitó el desalojo. Los recuerdos que nos había dejado la paloma nos dejó la sensación de escozor y suciedad. Bertha trajo un mate para los dos y luego de acordar que el sábado íbamos a comprar el aire acondicionado apagamos la televisión y las luces. Bertha se acomodó a mirar el techo y yo me volteé bocabajo mirando su hombro. Estaba quedando dormido cuando un sonido perturbador nos agitó los oídos. «Al parecer tenemos otro intruso esta noche», pensé en voz alta, «¿Entenderán que sólo queremos dormir?» le dije a Bertha. Al parecer eran unos gatos amantes que habían saltado por el tragaluz y, me imaginé, estarían en el patio copulando, llenado la casa de gritos orgásmicos. «A alguien le gusta los gatos, yo ya me encargué de los bonitos recuerdos de la paloma» le dije a Bertha. A mí no me gustan los gatos, siempre están tan altaneros, repanchingados en cualquier lugar pensando donde tener un estruendoso orgasmo, pareciera que siempre lo están planeando estos bólidos sexuales, cómo gritan. «Hazlo amor, descarga tu ira contra tus enemigos de toda la vida» me dijo Bertha con una mirada de suplicio adormecimiento. La miré. Me miró. Implícitamente yo tenía la responsabilidad de evacuar de la casa a cualquier invasor, por ser hombre, me imagino. Bertha con absoluta facundia me dijo después de mirarla por cuarta vez con un gesto indecible: «La batalla contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo». Quién le mandó a Napoleón a decir semejante babosada sobre las lides matrimoniales. «Bueno, a poner orden en la casa» me dije, resignado. Mientras bajaba por las escaleras pensé en lo que dice Nietzsche acerca de la condición de las mujeres: «El hombre quiere que la mujer sea pacífica; pero en realidad es esencialmente belicosa, como el gato».

martes, 15 de marzo de 2011

La mujer del amigo


«DÉJAME darle una pitada a tu cigarro», estiré mi brazo y Pablo me cedió el cigarro con una sonrisa amable en el rostro. «Quiero sentir como el veneno ingresa por mi cuerpo», lo dije con una sonrisa placentera; aspiré hasta sentir mi cuerpo lleno de humo. «Mis hijos pensarán que soy un poco egoísta con ellos por ese chisme que dice de la perdida de algunos minutos de tu vida por cada cigarro que fumas, pero, la verdad, esto lo hago porque sé que si no me muero de cáncer me moriré en algún rincón de la carretera», lo dije sosteniendo ese elemento etéreo en mi interior. «Quizá este sea el último cigarro que fumo, quizá sea esta la última vez que me ven brindando con ustedes con una copa de coñac», les comenté a Pablo y Ana que se veían muy intrigados desde sus asientos. «Qué trágico, la muerte o la vida no admite dudas ni predisposiciones, apuesto a que esta no es la última vez que nos tomamos una copa de algo» me dijo Pablo, quitando, como siempre, el tono intrigante de mi voz. «Así es, quería que tus palabras firmaran este hecho. El hecho de que siempre serás un hombre solitario dispuesto a charlar aunque te cases con la mujer más complaciente del mundo», le dije a Pablo que continuó fumando un cigarrillo, mirando a la noche, sentado al costado de su mujer, Ana, que miraba la luna con inquietante exquisitez. Frecuentemente encargamos nuestros mejores amigos a alguna mujer, algunas veces terminan haciendo mejor nuestro trabajo.

sábado, 26 de febrero de 2011

Esa revista me partió la espalda


Aún recuerdo esas revistas, ¡cómo las recuerdo! Cuántos callos me trajo esas revistas, cuántos traumas me trajo esa revista. ¡Traumas severos, válgame Dios! Yo no recomiendo las revistas pornográficas, pero es parte del comportamiento humano ir en contra de lo prohibido. Así lo hice yo, así lo hicimos muchos. Esas revistas cayeron en mis manos sin desprender ni una insulsa moneda. Llegaron a mí como llegan las cosas en la vida: por pura casualidad. Las cosas llegan porque es la conclusión de algo que iniciamos antes. Un pequeño movimiento activó la rueda que paulatinamente terminó en eso o aquello. Así lo creo. Y esas revistas llegaron a mí porque inicialmente alguien mucho mayor nos lo mostró después del partido de fútbol el sábado en la noche. Desde ahí, pasó por algunas manos más y finalmente recayó en las mías. Las sostuve y sentí lo que debe sentir un ladrón de bancos al entrar en uno a punto de ser asaltado. Me sentí sucio, claro, pero sabía bien lo que tenía que hacer. Ya antes lo había hecho, pero ahora necesitaba ver esas fotos en la clandestinidad de mi cuarto. Subí rápidamente a mi habitación y cerré la puerta con seguro. Estaba poniéndome cómodo cuando de pronto me sentí observado. ¡Gato hijo de perra! Me reí de la estupidez que había dicho. Lo agarré del lomo y lo tiré por la ventana. Me aseguré de que no hubiese nada que me interrumpiera. Era imposible estar tranquilo. Mi madre, santísima madre, tocó la puerta: «Pablo, ¿estás ahí? Necesito sacar una ropa de tu cuarto». Mi cuerpo se estremeció. Cogí la revista y busqué un lugar seguro. En mi cajón de ropas: estúpido; detrás de la puerta, entre mis zapatos: francamente pueril; debajo de mi cama: previsible, lo sabía; ¿¡Dónde!? me desesperé. « ¿Pablo?, ¡qué estarás haciendo muchacho!» dijo mi mamá mientras reventaba la puerta a toctocs. «Voy mamá, me estoy cambiando» le respondí sumamente agitado. Agarré la maldita revista y la tiré encima del armario, una vieja fortaleza medieval que casi llegaba al techo. Lo tiré tan al fondo que no supe si estaba ahí o si es que se había colado por la parte trasera. Corrí a la puerta y la abrí, mi madre estaba enfurecida. «Qué tienes Pablo, por favor deja de encerrarte en el cuarto» me dijo reprendiéndome. ¿Cuántos años tenía en ese entonces? Era un niño, quizá. Mi madre presumía ya lo que yo hacía en mi habitación. Lo intuía seguro. Qué madre no sabe que su hijo se masturba, se masturbó o se masturbará en algún momento. Fueron minutos más tarde que se confirmó todo. ¡Maldito armario! Este vejestorio era tan grande y plano que tuve que traer una escalera para subirme a buscar la procaz revista. Estaba encima del armario, en la parte de atrás, entreabierta. « ¡Mierda, qué cosa era eso!» me dije luego de ver a esa mujer enseñándome su vagina. No quiero decir que el genital masculino sea ciertamente hermoso, pero el de esa mujer en la revista era monstruoso. Tuve miedo de cogerlo, además necesitaba estirarme mucho para poder sujetarlo. Por fin lo sostuve… «Qué haces ahí» dijo mi madre. La impresión fue tan fuerte, que parado ahí, montado en esa frágil escalera, tambaleándome avergonzado, con la revista en mis manos y ese monstruo entre páginas, que solo pude ver cómo el techo de la habitación se alejaba de mí  abruptamente y luego el ¡cloc! o el ¡plaf! o el ¡crac!, no sé, pero el grito de dolor sonó en toda la casa. Mi madre fue a socorrerme, yo estaba entre pedazos de la escalera, inmóvil, con la espalda molida, con la revista que, deshojada por el uso que le dieron los otros, estaba esparcida por la habitación. Qué imagen, yo tirado gritando de dolor, y mi madre auxiliándome en medio de todas esas imágenes que realmente no las recomiendo.

jueves, 24 de febrero de 2011

Hurgar en el pasado


«Estoy harto de hurgar en mi pasado» lo dijo con la voz exangüe, con el aliento tibio de un moribundo. Aunque comenzaba a nacerle entusiasmo por sentirse nuevamente con esa fuerza subterránea que le daban esos momentos de melancolía. «Otra vez, sí otra vez, ¡hagámoslo!» se ordenó apretando sus labios y escurriendo el sudor que le caían en los labios mezclados con lágrimas invisibles.

Salió como un individuo más entre ese tumulto de gente. Entró a un burdel de la calle Torrealva. Rápidamente una mujer lo atajó. El la miró pero no era a lo que buscaba. Siguió adentrándose en ese psicodélico mundo. « ¿Buscas sexo?» escuchó venir desde el umbral de una puerta vetusta, amarillenta. «Estoy escapando» contestó él sin saber quién le hablaba. «Entonces ven conmigo» escuchó decir. Fueron unas palabras cálidas, como las de una vieja amistad que le invitaban pasar. La voz cavernosa, le hacía recordar a la mítica figura de su padre, una voz amigable, un sentimiento de sosiego, el sonido lo llevó a recordar un momento del pasado, aunque borroso, lo hacía sentir bien. En ese momento de vacilación, entre entrar o alejarse, se dio cuenta que se encontraba ebrio, que los dos vasos de whisky habían surtido un efecto irreversible. Se río un momento por encontrarse en esa situación, pero algo extraño lo hizo sentirse avergonzado. «Te acompaño, necesito sublevarme de este infierno» lo dijo casi como un murmuro introspectivo. Al entrar a la habitación alcanzó a ver un color azul que se difuminaba a medida que se adentraba en el cuarto. Un hombre alto como del tamaño del umbral de la puerta lo invitó a sentarse. «No huyas de mí que por más que te empecines en hacerlo siempre estarás en mi búsqueda» fueron las palabras de aquel hombre que se acercaba a él sin que el pudiese moverse.

Pasaron cinco días y no había la menor huella de su paradero. En horas de la tarde, cuando el crepúsculo aparecía, su hijo entre sollozos encontró el cuerpo de su abotagado padre. Su cuerpo hinchado yacía en los pies de un acantilado, terriblemente desfigurado. Nada podía recuperar el tiempo perdido, existen hombres a los que el pasado los atormenta y los terminan por aniquilar.