miércoles, 20 de julio de 2011

El Bohemio


Extrañaba darme un buen baño. Me costó mucho trabajo deshacerme de la ropa que llevaba puesto, sobretodo de las botas llenas de fango y excremento. Cuando por fin estuve desnudo abrí la ducha esperando caer el chorro de agua fría y salvaje. Una lluvia fina de agua blanca cubrió mi cuerpo como una sábana inexorable. El piso de la ducha comenzó a pintarse de un negro rojizo. En el medio de mi torso la sangre se había secado con los vellos y mis dedos se enmarañaban cuando trataba de cubrir esa zona del cuerpo selváticamente enlodado. Dejé caer el agua por un momento indefinido para que el líquido refregara los pedazos de barro que contenía mi oblonga humanidad. Ella vino a mí, cosa que nunca suele suceder, se puso histérica, no sé cómo me pudo reconocer, al principio me negué, salí huyendo del local, pero en menos de un pestañeo, dos hombres estaban ahí para partirme la cara. Rosita, la mujer que sirve el licor en El Bohemio, se inquietó. Uno me cogió del brazo y me empujó sobre la orinada puerta del local; antes de caer, me lo llevé al piso conmigo. Comenzó a golpearme diciéndome que no me meta con su novia. Un lío de faldas y braguetas, pensé. Lo agarré de la camisa y no lo solté para que no se separara de mi cuerpo y no tuviera espacio para embadurnarme de puñetes. ¡Qué carajo tienes, estas equivocado!, le dije y en el momento menos pensado mi pierna le alcanzó el pecho y lo hizo revolcarse a un costado mío. Para mi mala suerte el otro tipo me sorprendió con una patada en el maldito estómago. Que me golpearan por haber violado a su novia, a su hermana o a su mamá lo podía aguantar, pero ese golpe en mi estómago lleno de botellas de cervezas, a esa hora de la noche, aceleró mis procesos vomitivos; acabé desparramado en medio de la calle desangrándome de sustancias por la boca. Me dejaron terminar y uno de ellos, el que tenía cara de asno, el de la patada artera, me agarró de la camisa floreada de los viernes en El Bohemio, y me levantó como un trapo de litera. Me subió a una camioneta. Escuché a Rosita quejarse que me dejaran.

Me sentía el hombre más borracho, aunque recién eran las dos de la madrugada. Uno de ellos me tenía abrazado del cuello, sentí un calor paternal en sus brazos, pero lo que hacía era mantenerme resguardado si es que pretendía hacer algo. Para ponerlo a prueba alcé la mano derecha. Y de inmediato mis dos manos estaban aferradas a su brazo de leñador antiguo suplicando que deje de asfixiarme. No te muevas idiota, me dijo. Todo era oscuro. El carro hizo una parada y escuché que se abrieron las puertas delanteras. La voz de una mujer parecía discutir con la de un hombre. Alguien abrió una puerta trasera y me jalaron desde ese lado hacia afuera: la humedad del suelo y las hierbas me hicieron pensar que estaba cerca al río, pero mis instintos de detective se esfumaron cuando recibí un puntapié en el culo. Reconocí al hombre cara de asno delante de mí. Mierda, que les pasa, me van a matar a golpes, les dije. La mujer me miró a los ojos con odio. Este es el maldito que me violó, dijo la mujer que no lograba reconocerla, tenía los ojos orientales y la piel muy delgada, exangüe, aunque llevaba consigo una falda corta que instigaba lujuria. Oigan, les dije dirigiéndome a los varones, no había porqué hacer caso a la mujer, después de todo los hombres tenemos mejor poder de negociación y en casos como estos donde ha habido confusiones propias del alcohol lo mejor era compensarlo con algún favor. Pero creo que sabían que peores palizas me habían dado por no pagar cuentas que por otra cosa, por lo que se rieron con ironía. Me levanté, era una noche más oscura que el drama que vivía en ese momento pero sabía que iba a salir de esta, hice el esfuerzo de arquearme y comencé a graficar una escena de regurgitaciones. El tipo que parecía ser el novio o el proxeneta o el hijo negado o el asesino por comida, puso en mi culo un metal de forma de pistola. Tú la violaste, ahora te violamos nosotros, así de fácil, me dijo. Fue un momento en el que comprendí que la cosa iba en serio, nunca antes hasta ese momento mis cojones se habían encogido de miedo, me sentía realmente jodido y sin salida, sustenté que me encontraba en la posibilidad de que me violen y me maten al mismo tiempo de un disparo de fulminación escatológica y humillante. No voy a decir esa estúpida y cursi idea de que toda mi vida pasó por un segundo, sino que se me vinieron a la mente todas las mujeres con las que me había acostado, o mejor dicho a las que había obligado acostarme, y a fin de cuentas, pensé, que esa había sido mi vida, entre mujeres y sexo, nada más simple y vacuo que eso, y entonces fue que me dije que era un estúpido y un cursi y merecía morir por nunca encontrar mejor motivación que lo carnal.

Desperté del sueño efímero porque escuché los gritos de Rosita y unos más de alguna gente que habían venido a salvarme, aunque ahora pienso si realmente vinieron a salvarme o a cerciorarse de que, ahora sí, me habían dado de baja en este mundo. Fueron unos segundos vitales, de adrenalina extrema, en la que volteé violentamente y le exprimí un ojo de un puñetazo al cobarde reprimido que me apuntaba con el arma mi espacio más sagrado. Salí corriendo en dirección opuesta a la gente, ahora sé que hice mal. La mujer de ojos chinos gritó una lisura y corrió tras de mí, pero escuché que se tropezó en la oscuridad y otra lisura se ahogó en lamentos. El tipo con cara de asno, brazos de boxeador y piernas de futbolista corrió tras de mí pero cuando volteé a ver si me alcanzaba era tan torpe y lento que casi me río pero me contuve. Tropecé con algo y sentí un vacío en el espacio hasta que por fin di con el suelo. Todo mi cuerpo cayó sobre mi brazo izquierdo y algo sonó como una madera rota. Mi hueso, pensé. Solo sentí un silencioso dolor y una anestesia de todo el lado izquierdo de mi torso. Alguien llegó hasta donde estaba y me gritó: ¡hijo de puta! Todos nos vendemos en este mundo putañero, pensé contestarle pero me contuve. Como tenía todo un lado anestesiado me levanté del otro, llegué al borde de un pequeño acantilado y pensé si en lanzarme o seguir la rivera del río hasta el puente y escabullirme por algún recodo, pero nuevamente me sorprendió el pensamiento con un disparo que me rozó la costilla y me lanzó al vacío. Rodé como una bolsa de basura más, entre latas y ratas, cajones y condones, bateas y botellas, hasta que por fin quedé tieso a un lado del río, entre toda la mierda de la ciudad. ¿Este es mi lugar?, me pregunté. Seguro todos me daban por muerto. Tenía un brazo roto y un raspón de bala a media barriga, estaba exhausto y solo quería cerrar los ojos. Me dejé dormir y desperté en la mañana solo cuando alguien arrojó una bolsa de basura, restos del fin de una jornada de cantina. Me logré movilizar un poco y paulatinamente me pude poner de pie.

El agua había terminado de enjuagarme. Cogí la toalla de Rosita y salí del baño. Cuando salí ella me esperaba en la mesa con un plato de huevos fritos y yuca. Me sentí tan ridículo. Me ofreció unas ropas que colgaban en una silla. Le agradecí con una sonrisa tímida. Luego iremos a la posta a ver tu brazo, me dijo con una voz que no admite dudas y más bien se acerca a lo materno. Claro, le dije. Alguien tocó la puerta. Tengo que salir un rato, quédate acá, vengo en un ratito, me dijo. Gracias otra vez Rosita, le dije. Y salió y yo me quedé desnudo en la cama, con un brazo colgando como un saco al hombro, inútil, desvalido, huérfano, viendo desde la ventana a la mujer que todas las noches me acompaña sirviendo el licor.

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