jueves, 14 de julio de 2011

Lorena en el pasado


Llegué al hotel agitado, escapando de la lluvia. Anita, la recepcionista, viéndome entrar me saludó con una mirada esquiva. La saludé como de costumbre pero parecía estar tocada por la discrecionalidad: apartó los ojos hacia su escritorio, se solazó en su computadora. Horas antes, por la mañana, habíamos bromeado acerca de mi edad, ahora algo la hacía parecer extraña, un trabajador más del hotel, yo consideraba a Anita casi una amiga. Le iba a preguntar si pasaba algo pero antes de que dijera algo me habló con una voz que me pareció más rara aún: “Profesor, una señorita lo está esperando. Llegó hace media hora, preguntó por usted, me dijo que era una amiga suya”, Anita parecía estar guardándome un secreto, me pareció extraño, nunca había tratado de ocultar algo en mi vida. “Gracias Anita”, le dije, cogí las llaves y busqué con la mirada a quien me esperaba. Eran las cuatro de la tarde, en el hotel un grupo de personas llegaban portando maletas y mochilas, parecían hacer turismo en la ciudad de Arequipa. Sentada en una esquina una mujer de pantalones jean, zapatillas y lentes ojeaba una revista. Tenía un atuendo rápido y simple. Estaba enfrascada en el cuadernillo con una avidez que me costó trabajo saber quién era. A penas se sintió invadida, cerró de un golpe la revista y me dirigió sus celestinos ojos que se traslucían en medio de esos cristales enmarcados: había una mezcla de espasmo y sorpresa. Igual fue mi admiración al reconocer cuánto había cambiado.


- Profesor Fernandini, ¿se acuerda de mí?

- Claro. Cómo estas, Lorena, qué haces por aquí.
- Vine a verlo, necesito hablar con usted.
- Está bien. ¿Vienes sola?
- De eso quiero hablar con usted, no estoy aquí porque haya querido sino que muchas cosas me han traído hasta aquí, a verlo a usted; sé que me puede ayudar.
- Esta bien, Lorena, me gustaría poder ayudarte. Voy a dejar estas cosas y vuelvo, espérame aquí mismo por favor, no tardo.


En su mirada había tranquilidad, como si hubiese llegado a un puerto a descansar, se sentó a esperarme mientras yo dejaba mis cosas de la universidad en mi habitación. Había cambiado bastante, la figura de la chica de dieciséis años, inquieta, provocativa, había dado paso a una mujer joven sosegada y madura. Subí pensando en esta necesidad de apoyo emocional que todos necesitamos, pensé en que algo fuerte debió haberle pasado para que acuda a mí estando en otra ciudad y habiendo pasado cerca de cinco años. Cuando bajé Lorena ya no estaba. Le pregunté a Anita por ella y me dijo que debió haberse ido cuando ella fue al almacén por unas cojines para un huésped. No había nadie más en la sala. Salí a caminar pensando que quizá ella estuviese allá afuera; antes le dejé un recado a Anita, quien se comportaba de una forma muy extraña ese día; no creo que fueran celos. Ya había escampado afuera así que decidí caminar hacia la librería a comprar unos archiveros para la clase en la universidad. Cuando ingresé a la tienda un par de chicas se tomaban fotos entre los anaqueles. Una de ellas me hizo recordar a Lorena: sus medias que alargaban sus pantorrillas y delineaban el límite de sus piernas, su mirada de desafío y holgura. Debían terminar la secundaria ambas chicas y en el caso de la que me recordaba a Lorena, parecía encontrar en el histrionismo su válvula de escape, cogía del brazo a su amiga y juntas miraban a la cámara simulando un beso entre ellas. El eventual camarógrafo de esas picarescas fotos era un vendedor de la tienda. Recuerdo las veces en que caí en las ridículas bromas de Lorena, su escotada blusa, sus sutiles interrogantes sobre sexualidad. Recuerdo que me decía que “Cien años de soledad” había sido el mejor manual de erotismo. Era una extraordinaria lectora, audaz, rebelde, escéptica, que indagaba más en sus interpretaciones que en la de los libros de literatura. Ambos sabíamos que leía todos los libros que yo les mandaba a leer, pero en los exámenes no contestaba nada, dejándome en la decisión de si aprobarla o no. Yo, por supuesto, la aprobaba. Era una de mis alumnas preferidas. Y no porque tuviese el don de la duda más desarrollada que las demás chicas, muchas ingenuas que estudiaban los movimientos y descripciones de las obras de la literatura universal, sino porque la vida se le había adelantado para que tomara decisiones duras. A su padre, un policía borracho y sin honor que alguna vez tuvo la desgracia de golpearla, lo acribillaron en una cantina por no querer pagar la cuenta. Al quedar sola, sin su madre que radicaba en España desde que ella tenía cinco años, quedó lanzada al aire como una moneda, decidiendo ella, de forma maniquea, si encajaba mejor en la parte del bien o en los extramuros donde todas las chicas de su edad se refugiaban escapando de esa cosa que ellas solían llamar la realidad. Una mano tocó mi brazo y me sorprendió ver a Lorena parada enfrente de mí.


- ¿Dónde estuviste? Salí y ya no estabas. 

- Quiero que sepas algo – me dijo, impasible, pestañeando suavemente, sus labios parecían completamente secos y sin vida.
- Vamos, vayamos afuera – le dije.


Caminamos por la plaza, le pregunté si es que había pasado algo, que me contara y que yo le podía ayudar. Quiso decirme algo pero como si algo la atormentara, calló. Nos detuvimos en una banca y ella me miró a los ojos y me dijo que necesitaba cambiar de vida, dejar todo atrás, se puso a llorar. La agazapé contra mi pecho y la dejé gimotear por un rato, dándole tranquilidad. En ese momento me pareció tener a la muchachita de diecisiete años que siempre quise consolar. Sabía que su mundo frágil podía romperse en algún momento, tenía todas las condiciones para que así sucediera. Suavemente la dejé apartarse para dar espacio a lo que venía a decirme. Se calmó, yo la miraba con ternura.


- Siempre pensé en usted. Me di cuenta que lo hacía muchas veces pensando en el padre que quise tener, pero también me enamoré del hombre que era usted.

- No creo que me conocieras del todo- le dije.
- Exacto. Ya no soy una niña, quizá éste sea el último intento por dejarme llevar por lo que creo más romántico. Lo cierto es que usted representó para mí el momento donde me ahogué en el mundo sabiendo que existían personas como usted. Que se interesan por los demás. 
- Esa no me pareció tu actitud en los meses finales del último año. Aún te recuerdo, alejada de mí, mirándome desde un rincón de la clase de literatura, ajena a lo que siempre habíamos hablado. 
- Usted no solo me hablaba de Romeo y Julieta, sino de cómo explicaban esas historias nuestra conducta humana. De eso me sentía satisfecha cuando lo conocí. Me enamoré como una chiquilla tonta de su profesor, disculpe lo trillado del asunto.
- Eso suele suceder. No quiero desdramatizar tu historia, Lorena, pero: ¿qué es lo que trae hasta aquí buscándome? 
- Es cierto, debo decírtelo. No sé si lo ame ahora, pero existe en mi mente la idea de que hoy entiendo mejor las cosas que antes. Usted fue un desconocido para mí en el colegio. Era un excelente profesor y un buen amigo, pero nunca estuvimos en el mismo nivel, yo no entendía las cosas y quizá por eso me alejé de usted en los tiempos finales del colegio. Pasa lo mismo conmigo. Luego del colegio, hice mi vida como mejor pude. Siempre pensé en hacer mi vida en función de lo que necesitaba en el momento. No depender de nadie, solo divertirme, escaparme de la tortura espiritual que me sometía. En breves cuentas y para no seguir dando vueltas a las causas que me traen aquí: Una vez probé alguna droga, me gustó hacerlo, reditué mi cuerpo y ahora aquí estoy pensando cambiar mi vida de alguna manera contándole todo esto. Usted ya lo debe saber.
- Lorena, nuestras decisiones suelen ser así, las personas aprendemos de nuestros errores una vez que la cometemos. Siempre vamos a poder liberarnos de esa culpa una vez que la reconozcamos y seamos sinceros con nosotros. Ahora, debes saber que mi propia persona no es el modelo de conducta humana. Soy profesor y mi imagen ante los alumnos considéralo intachable, siempre será así, pero me he visto como todos, a resignarme a mi condición vulnerable y sentir que lo que hice no estuvo bien. 
- Lo sé.
- Si deseas cambiar de vida, tienes todo el derecho de hacerlo, sin pensar que alguien te va a señalar o recriminar por lo que hiciste, todos en algún momento hemos perdido la fe en quien somos.  
- Gracias profesor. Hace un mes vine aquí a la casa de una prima que no sabe qué vida tenía allá en Lima. Llegué muy delgada y enferma. Un día mi prima trajo unos trabajos de la universidad y ahí figuraba su nombre. Ramon Fernandini. Me sobresalté, pensé que era mi oportunidad para cambiar. Por eso lo busqué. – Se quedó callada, se esforzaba por seguir hablando- Descubrí algo que me hizo pensar en que todos éramos unos impostores.
- ¿Qué fue eso?
- Se lo contaré desde un principio: Una noche Mariana y dos amigas más fuimos a una discoteca para que nos presentaran con el dueño del local. El trato era bailar en unos espacios diseñados a los costados del interior del local vestidas de colegialas. A mí no me gustaba mucho la idea pero Mariana me convenció argumentando que no había nada de peligroso y que primero iríamos a ver. Cuando llegamos al local, nos entrevistamos con el dueño, un tipo calvo y fornido; fue muy amable en decirnos que podíamos aprender, primero, viendo el espectáculo; no había nada de censurable y que nos íbamos a divertir haciéndolo. Nos ubicó en una parte del local desde donde se podía ver toda la discoteca pero no se nos podía ver a nosotras. Era un ambiente estruendoso donde las figuras de hombres se aglomeraban alrededor de unas mesas con tragos y colillas de cigarro. Era un ambiente preponderantemente masculino lo cual me extrañó. Luego me di cuenta que era un night club, pero en ese momento aún no entendía la mecánica del movimiento ahí adentro. De pronto divisé la figura de un hombre en una de las esquinas. Una mujer se le acercó y le dijo algo al oído. Ambos se comunicaban de esa forma. Ese hombre era usted, profesor Fernandini, y esa una mujer como yo en algún momento. Luego de reconocer su rostro, no podía comprender que ese era usted por cuanto parecía un hombre distinto. Fue algo que me impactó mucho, no supe que pensar, usted era alguien a quien yo nunca me había imaginado así. Entonces me convencí de que usted era un impostor, alguien quien no merecía mi respeto, que era un profesor ejemplar pero tenía una vida oculta y salaz propensa a los placeres carnales, un verdadero impostor. No entendía nada. Luego eso me afectó tanto que dejé de frecuentarlo y sumergirme cada vez más en el refugio donde usted también habitaba. Al terminar la secundaria muchas chicas más estábamos en el negocio de las drogas y por ende de la prostitución. 
- Lorena, lo siento mucho, déjame explicarte algo... Primero, hay algo que quizá no sepas: Me enteré por Mariana que ustedes me habían visto aquella vez. Ella tuvo el valor para decírmelo. Si tú me lo hubieses dicho hubiésemos podido conversar sobre eso. Quizá ese fue nuestro error, pero como te decía no te sientas mal, eres una mujer que tuvo el coraje de salir de ese infierno que no todas logran escapar. Lo que te pasó fue el precio para entender que las personas solemos equivocarnos.
- Tengo veintiún años, profesor, y me cuesta creer que esté bien aquí y ahora. Gracias por escucharme.


Lorena se levantó del asiento y la vi más fuerte que nunca. Su mirada era la de quien se había conciliado con el pasado. Me miró con una sonrisa y me dijo que me quería. Yo la abracé fuertemente y le dije que también la quería. Ambos caminamos hacia el café más cercano mientras en las calles, nuevamente, comenzó a llover.

1 comentario:

Patricia dijo...

hola paso a visitarte y dejarte un afectuoso saludo,
besos,