«DÉJAME darle una pitada a tu cigarro», estiré mi brazo y Pablo me cedió el cigarro con una sonrisa amable en el rostro. «Quiero sentir como el veneno ingresa por mi cuerpo», lo dije con una sonrisa placentera; aspiré hasta sentir mi cuerpo lleno de humo. «Mis hijos pensarán que soy un poco egoísta con ellos por ese chisme que dice de la perdida de algunos minutos de tu vida por cada cigarro que fumas, pero, la verdad, esto lo hago porque sé que si no me muero de cáncer me moriré en algún rincón de la carretera», lo dije sosteniendo ese elemento etéreo en mi interior. «Quizá este sea el último cigarro que fumo, quizá sea esta la última vez que me ven brindando con ustedes con una copa de coñac», les comenté a Pablo y Ana que se veían muy intrigados desde sus asientos. «Qué trágico, la muerte o la vida no admite dudas ni predisposiciones, apuesto a que esta no es la última vez que nos tomamos una copa de algo» me dijo Pablo, quitando, como siempre, el tono intrigante de mi voz. «Así es, quería que tus palabras firmaran este hecho. El hecho de que siempre serás un hombre solitario dispuesto a charlar aunque te cases con la mujer más complaciente del mundo», le dije a Pablo que continuó fumando un cigarrillo, mirando a la noche, sentado al costado de su mujer, Ana, que miraba la luna con inquietante exquisitez. Frecuentemente encargamos nuestros mejores amigos a alguna mujer, algunas veces terminan haciendo mejor nuestro trabajo.
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