jueves, 6 de agosto de 2009

Camino hacia el mismo lugar de todas las noches


"El hombre tiene la piel blanca, los hombros grandes y las piernas derechas. Todo lo contrario a mí. Se mueve bruscamente a un lado y me logra empujar. Me río cabizbajo, me hago a un lado. El hombre gira su cabellera castaña, sus ojos están cargados de desprecio. Me escupe"

Las personas se mueven en base a impostaciones. Todos son unos impostores, unos tristes canallas de la realidad. Se mueven en el mundo a través de mascaras morales, disfraces diplomáticos, velos de príncipe del bien, amuletos de lo que la gente considera bien visto. Andar en camisa y corbata no es lo mío. Odio las corbatas, las repudio por ser absurdas, ridículas e hipócritas: se amarran al cuello, aprietan la tráquea, concentran litros de sudor ¿por qué las usan? Me gustan las mujeres grandes, inmensas, de bustos y caderas llamativas, como Lucía, como Morelia, la señora que me alquila la habitación. Me presento como debe ser: Hola, ¿quieres acostarte?, le propongo. Es la noche de aquella tarde muda, son las seis y el color del cielo se desvanece, yo recién amanezco. Salto de la cama de un salto, un cartón cae al suelo, las patas de la cama ceden al esfuerzo de las termitas, mi cama se derrumba, un ratón se mueve por detrás del mueble del armario, el polvo de debajo de la cama se eleva como una cortina a los lados de la cama. Se ve genial. Resbalo con algo de agua sucia que utilicé para lavar mis zapatos, estaban embarrados de excremento. Pateo un trapo blanco, cae sobre el plato desierto de comida que se quedó ayer en la noche. Me pongo el saco y salgo rumbo a la calle. Bajo por las escaleras y pido prestado el baño de la señora Morelia. Aquella señora que le tengo bien pagadas los meses de alquiler, por adelantado. No mojes el piso, me advierte. Enjuago mis brazos, mi cara, el agua le da vida a mi rostro cada vez más oscuro. Llevo el agua de adelante hacia atrás por mi cabellera, todo se ve muy negro, el cabello, los ojos, las uñas. Salgo. Salto el último escalón, forcejeo la puerta y ésta me golpea el hombro. Estoy en la acera. Un hombre de corbata se acerca y se detiene. ¡Muévete imbécil!, su mirada tiene ira y algo de desprecio. Me quedo paralizado, lo miro, no puedo hablar, no me puedo mover, ni más. El hombre tiene la piel blanca, los hombros grandes y las piernas derechas. Todo lo contrario a mí. Se mueve bruscamente a un lado y me logra empujar brusca y deliberadamente. Me río cabizbajo, me hago a un lado. El hombre gira su cabellera castaña, sus ojos están cargados de desprecio. Me escupe. Lo miro entrecortado. ¡Loco de mierda!, me grita y lanza su cigarro al piso. Lo recojo rápidamente, lo agarro en dos dedos y lo meto en mis labios puntiagudos, lo absorbo, siento el olor a humo, el calor frágil, algo en mi cuerpo se inyecta de turbulencia. Apuro en darle otra bocanada, se acabó. Aún no es de noche, no del todo. Mi rostro aún se puede confundir con la de un mendigo, pero no soy un mendigo, soy más astuto que ellos. Camino hacia el mismo lugar de todas las noches. Me detengo, me hago delgado y me coloco detrás del umbral negro. Un muchacho viene hacia mí. Salto detrás de él y le doy un golpe con un pedazo de radio que estaba en el suelo. Es fuerte, se rehúsa a dormir, está en el piso, tiene la cabeza mojada, los ojos desviados, está en mi territorio, es donde mando yo. Lo que quiero es dinero, no me importa él, además no se ve como el hombre del cigarro, él es más bien un muchacho, un poco distraído solamente, como todos alguna vez. Camino hacia el mismo lugar de todas las noches. Bebo mucho, me acuesto con ‘la verde’, ella sabe mis gustos. Rumbo a mi cuarto, escucho el sonido del cielo, las estrellas, me piden que les hable, que les diga cuál es el secreto de mi felicidad. Me quedo callado nuevamente ¡Maldito hombre, dínoslo! Me gritan desaforadamente, las lunas tiemblan, el piso se mueve. Me quedo paralizado, miro al cielo, no puedo hablar, no me puedo mover, ni más. Un hombre en auto pisa una lata de cerveza. Me levanto, sigo caminando. No sé la hora, pero el cielo comienza a aparecer. Camino hacia mi cuarto, el rostro lo siento duro, no siento mi piel. En el camino, veo la luz prendida del cuarto de Lucía, aún se ve mi sombra, aún soy yo. Un hombre abandona la casa de Lucía. Lo espero. Me mira y se asusta, sus ojos se hacen grandes, su mirada es de terror, tiene la cabeza muy arriba, como todos aquellos. Le sonrío ¿Sabes dónde puedes encontrar un mundo donde nadie es bueno, ni malo, ni rico, ni pobre, ni blanco, ni negro, ni elegante, ni sucio? Ese lugar esta allá arriba, en las estrellas, en el sol, donde nuestros cuerpos se queman, donde nuestras almas caminan desnudas, donde tu maldito dinero no sirve de nada, donde puedo caminar sin que nadie se asuste de mis ojos turbios, de mi deformidad diabólica, de mi sonrisa detestable, de mi aliento lúgubre. Su vientre estaba mojado. Sus manos desgarraban mi piel, yo sentía su olor a sexo en la cara, su cuerpo era caliente, su corbata era roja, colorida, absurda, hipócrita. Sus ojos diagnosticaban pavor, doy vuelta a mi muñeca, el puñal sale empapado. Le acomodo la corbata roja, me levanto y corro hacia mi habitación, es ya de día, no soy yo.