jueves, 29 de octubre de 2009

Hasta que me orinen los perros*


Encontrar un tipo zampadazo en la calle. Subirlo al taxi. Hacerle dar vueltas hasta que quede dormido. Si es recio para dormir aplicarle cloroformo. Desvalijarle prudentemente. Venderlo en un hueco de ladrones para que terminen el cuento. Cobrar tu comisión y seguir con la búsqueda. Gran negocio ser proveedor de borrachos.

Antes, el vaso era una extensión de mis dedos. Creía ser sensato al beber, al comienzo, pero al discurrir por mis manos, pasadas las 3 de la mañana, litros y, quizá, hectolitros de alcohol me dejaba llevar por un río imaginario hasta donde, finalmente, desembocara. La excusa absurda era que estaba en la casa de un amigo, pero la realidad es que cuando uno está hasta el trapo (que es como se dice a una persona cuando se tambalea de un lado a otro sin saber a dónde va) no sabes quién es tu amigo, o siendo más exacto, todos son tus amigos, hasta el taxista ese, que te sonríe brillosamente desde un taxi sin placa y con las lunas rotas. Además a esa hora y en esa condición me creía el hombre más fuerte y temerario de la noche, capaz de zarandear a cualquiera, de amedrentar y resoplar hasta al más bravo de los cobardes. En esas fraudulentas circunstancias, alguna vez, sin saberlo, claro, al menos guiado, al inicio, con la desconfianza innata de un limeño, me sentaba en un taxi saliendo de la avenida Túpac Amaru, hablaba algo con el chofer, como haciéndole saber que no estoy ebrio y que no tengo intenciones de dormir, y luego sin saber cómo, ni dónde, ni cuándo, descansaba, a baba viva, en el asiento colindante al individuo al volante, totalmente vulnerable a la formación que haya tenido ese sujeto y cómo le haya tratado la vida. Me sentía seguro saber que el alcalde de Los Olivos había aumentado las patrullas y la seguridad ciudadana, pero al final de cuenta, era Los Olivos, hogar de desmanteladores de carros, ladrones discretos y adolescentes bellacos, y así mi cuerpo se relajaba en el cruce de la avenida Carlos Izaguirre con la Panamericana Norte. Pensar que estaba tan cerca de que el taxista virara al extremo infeliz, me golpearan, me calatearan y me tiraran a la calle para que me orinen los perros. Felizmente nunca me sucedió, aunque ingenuo fui, tanto como desmedido e idiota.

* “Hasta que me orinen los perros”. Fernando Ampuero.