viernes, 13 de marzo de 2009

El Estofado del hogar 'bonito'


UNA puerta grande nos da la bienvenida a Karina y a mí. Nuestros cuerpos fecundos, cansados de caminar y caminar en busca de algún cliente en esta ciudad tan grande y variopinta como lo es Lima, se inquietan pasadas las 12 del mediodía, hora en la que normalmente cualquier ser humano aprovecha el tiempo para hacerse del ritual primitivo y fascinante que es alimentarse. Nuestras sombras, inquietas y voraces, guiadas por el olor inconfundible de un Estofado recién guisado, se paralizan justo a la entrada de ese hogar, rústico y taciturno, justo cuando un hombre delgado y de pelo castaño hace aparición con el eco de su voz gutural y un amable ademán de cortesía. Ambos nos miramos aceptando implícitamente que es el lugar adecuado para aceptar el juego protocolar que nos hace sentir vacíos y luego llenos; ingresamos serenos y callados; el lugar, aireado y bien iluminado, no goza de lujosos muebles, modernas mesas, o cubiertos de plata, sino más bien se pinta de color amarillo tenue, amigable y conversador; nos sentamos uno al frente del otro y vemos la carta, donde de plato de fondo se presenta -él mismo- el Estofado que nos invitaba inicialmente a pasar con su olor singular a carne hervida, jugosa y desdeñosa como jugando con nuestras hambres impacientes y no dejándose ver, solo oler.

Un cuadro encima de la cabeza de Karina me deja inquieto: aunque pareciese silencioso, habla de un hombre impreciso frente a dos mujeres coloniales que se susurran al oído, cuchicheando, quizá la gallardía de aquél hombre, sus desperfectos anatómicos o sus muecas incorrectas; aquel, ciego de los murmullos de aquellas esbeltas mujeres de pomposas ropas y juegos sensuales, se abre paso entre la muchedumbre para soltarles alguna frase, quizá quede solo en el intento. De fondo suena una música sana y pequeña, que te acompaña a la distancia, mirando cada uno de tus actos, sintiendo tus gustos y disgustos, saboreando tu sonrisa y respirando tu compañía, se escucha a Paul McCartney melodioso como nunca, sobrio e impasible. Con Karina conversamos de aquello, de lo genial que puede resultar un lugar modesto, lo bello que puede ser comer bien acompañado, en un local no muy frecuentado, con toques caseros, simples y amigables. Una señora, nerviosa pero preocupada, aparece de la cocina pidiéndonos que esperemos un momento, que en un “ratito” salen los platos; nosotros no estamos impacientes, a pesar de la hora, nos servimos del refresco y seguimos charlando, la señora vuelve a sus labores, seguramente a seguir dando forma, con alguna pócima o extraño condimento, a ese Estofado que grita desde la cocina.

El cielo abierto por unas rejillas de madera hacen que por él se cuelen traviesos vientos que descienden presurosos y a la vez tímidos; la iluminación natural le dan un sabor a campo, cosa que lo hace más interesante aún. El hombre que nos dio la bienvenida se acerca y nos pone los cubiertos, no dice nada, ágilmente coloca los cubiertos, las servilletas, se preocupa en que nuestros vasos estén llenos de refresco y parte sin decir nada, con una sonrisa en los ojos, con los labios apretados. Entramos al festín con una causa, y nos despedimos con el extraordinario Estofado de carne, aquel que nos deja tranquilos, satisfechos y contentos, con la extraña sensación de querer volver, como se siente uno al final de la noche o cuando estas de viaje por un largo tiempo.

3 comentarios:

gabriel revelo dijo...

me dio hambre... y unas ganas locas de comer en un lugar así, de esos que cada vez es más dificil encontrar en la ciudad.

tu narrativa exacta contribuye a la sensación de casi poder saborear ese estofado...

quiero ir, algún día.


saludos!

Gittana dijo...

Que silencio... me imagino el aroma... el color... la paz...

Buen apetito...

Maria Pía dijo...

eso se llama llenura! es increible cunado se trabaja tanto comes y quieres hacer un jatito no mas!!!