
Nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después
que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar
a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía
impetuosa e imprevista".
En principio, Mary no estaba en el rango físico atribuible a mujeres de pasados los cuarenta: Bien podía ser una mujer saliendo los veinte o avecindando los treinta. Sin embargo era bien sabido su condición de viuda, no de solterona. Aunque nunca se supo o conoció mayor detalle del otrora hombre, se sabía de su existencia en algún momento de la historia de la vida de Mary. Ahora, Mary caminaba acompañada de un hombre joven y airoso. Su nombre era Rubén, no tenía más de 30 años, dirigía un almacén de ropa, y de lejos era un hombre apuesto y bien conservado. De un momento a otro nuestra vecina, Mary, alojaba en su piscina un hombre que de no ser por su ceño adulto, su piel tostada y amplia, su halo de misterio y reserva pasaría como su hijo. Pero todas las noches en el viejo y apolillado bungalow se volvieron a escuchar el sonido desquiciante de los alaridos de Mary en el clímax de un encuentro erótico.
Sin embargo Mary no era una mujer de cuarenta, casi cincuenta, que el tiempo se la había comido de un bocado. Ella había sabido jugarle al tiempo una fullería digna de una diosa griega; se había apartado silenciosamente de aquella ruta que sus coetáneas habían guarecido con resignación, y en cambio, había alimentado su cuerpo y su mente de un optimismo arrasador en los días que su difunto esposo dejó de estar a su lado a temprana edad. Y quizá fue ese acontecimiento prematuro la que le hizo cultivar, de repente, ese espíritu sedicioso contra el tiempo. Fue la muerte de su marido la que impulsó su rebeldía hacia lo que nunca quiso ser: una mujer calmada, infeliz, resignada, exigua; y le hizo comprender, frente a su tristeza, que una mujer no tenía porqué vivir angustiada del tiempo, dejando sus años a lado de alguien que la miraba, se miraba a sí mismo y enmudecía. Mary vivió feliz a lado de su marido, disfrutó la experiencia de abdicar sus costumbres y abrirse a un mundo distinto al suyo y al de su marido; nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía impetuosa e imprevista. Entonces, desfundó la valija, metió unas cuantas prendas, y desapareció por unas semanas afuera de la ciudad. El destino quedó como un misterio, pero otras cosas se fueron evidenciando en su retorno. Pasados dos meses, regresó a su antigua casa donde compartió su vida junto a su fallecido esposo durante 9 años, y junto a las cosas que trajo acompañó una actitud distinta hacia la vida; su semblante no acogía tristeza sino todo lo contrario, tampoco era felicidad, más bien deseos de seguir un rumbo distinto. Continuó la empresa de su marido, diversificando la empresa a un sector más exclusivo y menos conservador. Al poco tiempo se supo que Mary había logrado captar clientes en Australia, México y España. Es decir, a Mary, por decirlo así y lindando con la crueldad, le asentó muy bien la muerte de su marido. Y junto a ese éxito laboral, le vino consigo algunos pretendientes. Pretenciosos y ridículos la mayoría, venían a pasar la noche con Mary, pero ella era muy exigente con el perfil del amante. Él debía ser como Rubén, el hombre con quién finalmente salía y que no le hacía sentir poseída, falsa, plástica, y sobre todo vieja. Rubén, era un hombre frugal, reservado, no tenía más que un auto modesto con el cual llegaba al atardecer en compañía de Mary. Y aunque todos, con la malquerencia propia de un vecindario, intentaban colegir su arribismo, solo algunos tuvimos la oportunidad de conocer al sujeto que acompañaba a Mary con una envidiable y desopilante airosidad. La tarde que compartimos el almuerzo en la terraza, el amigo de Mary, Rubén, esbozaba una sonrisa paradisiaca. Su porte apolíneo, la laxitud de sus ojos, la parsimonia de sus modales, la eufonía de su discurso, todos eran dignos de un caballero bienvenido a la vida de Mary. Ella con sus piernas y caderas ecuestres, su cabellera flamígera, su mirada fluvial y salvaje, era, sin lugar a eufemismos, una yegua preciosa en el paroxismo de su belleza indómita.