jueves, 26 de marzo de 2009

Cartas desde la Luna


Pienso en la codicia de la ternura
cuando me miras desentendida;
pienso en bellos arreglos florales
cuando tu cabello cae en bucle;
pienso en repostería mágica
cuando veo enardecer tus labios cálidos;
pienso en cosas hermosas
y un tornado feroz en el estomago, se hace
cuando siento tus primeras letras.

Pienso en aquella noche
cuando temprano llegué sin tu invitación,
curiosamente para salir:
vestías un hermoso vestido de muselina
ceñido a tu cuerpo alegre y corsé;
miraban tus ojos castaños y perturbados,
como el espíritu de una jungla indómita;
tu cabello suelto y adueñado de una gracia
natural y sencilla, como pequeñas caídas de agua
que gozan de su independencia
girando en un torbellino fugaz.

Pienso en la fortuna
de acariciar esas mejillas frágiles y afelpadas;
de mirar de cerca esos labios rojos,
húmedos y graciosamente imperativos;
de presenciar el espectáculo
del arco simétrico de tu linda dentadura
cuando se convierte en una sincera sonrisa;
de pronunciar mentalmente
tu nombre angelical
cada vez que te siento cerca.

Pienso tanto que me lleno de alegría
al compartir de tus carcajadas y movimientos extraños
en las cumbiambas que me dejan sin fe,
pero feliz al fin,
al saber que estas bien.
Pienso en aquellas cosas
muy bien recordadas
en mis sueños de media noche,
cuando te abrazo
y me regalas una sonrisa,
como el retrato de tu inocencia,
de tu sabor fraternal y tu olor indeleble;
pienso todo esto y me lleva a pensar…
de que te extraño mucho.

viernes, 13 de marzo de 2009

El Estofado del hogar 'bonito'


UNA puerta grande nos da la bienvenida a Karina y a mí. Nuestros cuerpos fecundos, cansados de caminar y caminar en busca de algún cliente en esta ciudad tan grande y variopinta como lo es Lima, se inquietan pasadas las 12 del mediodía, hora en la que normalmente cualquier ser humano aprovecha el tiempo para hacerse del ritual primitivo y fascinante que es alimentarse. Nuestras sombras, inquietas y voraces, guiadas por el olor inconfundible de un Estofado recién guisado, se paralizan justo a la entrada de ese hogar, rústico y taciturno, justo cuando un hombre delgado y de pelo castaño hace aparición con el eco de su voz gutural y un amable ademán de cortesía. Ambos nos miramos aceptando implícitamente que es el lugar adecuado para aceptar el juego protocolar que nos hace sentir vacíos y luego llenos; ingresamos serenos y callados; el lugar, aireado y bien iluminado, no goza de lujosos muebles, modernas mesas, o cubiertos de plata, sino más bien se pinta de color amarillo tenue, amigable y conversador; nos sentamos uno al frente del otro y vemos la carta, donde de plato de fondo se presenta -él mismo- el Estofado que nos invitaba inicialmente a pasar con su olor singular a carne hervida, jugosa y desdeñosa como jugando con nuestras hambres impacientes y no dejándose ver, solo oler.

Un cuadro encima de la cabeza de Karina me deja inquieto: aunque pareciese silencioso, habla de un hombre impreciso frente a dos mujeres coloniales que se susurran al oído, cuchicheando, quizá la gallardía de aquél hombre, sus desperfectos anatómicos o sus muecas incorrectas; aquel, ciego de los murmullos de aquellas esbeltas mujeres de pomposas ropas y juegos sensuales, se abre paso entre la muchedumbre para soltarles alguna frase, quizá quede solo en el intento. De fondo suena una música sana y pequeña, que te acompaña a la distancia, mirando cada uno de tus actos, sintiendo tus gustos y disgustos, saboreando tu sonrisa y respirando tu compañía, se escucha a Paul McCartney melodioso como nunca, sobrio e impasible. Con Karina conversamos de aquello, de lo genial que puede resultar un lugar modesto, lo bello que puede ser comer bien acompañado, en un local no muy frecuentado, con toques caseros, simples y amigables. Una señora, nerviosa pero preocupada, aparece de la cocina pidiéndonos que esperemos un momento, que en un “ratito” salen los platos; nosotros no estamos impacientes, a pesar de la hora, nos servimos del refresco y seguimos charlando, la señora vuelve a sus labores, seguramente a seguir dando forma, con alguna pócima o extraño condimento, a ese Estofado que grita desde la cocina.

El cielo abierto por unas rejillas de madera hacen que por él se cuelen traviesos vientos que descienden presurosos y a la vez tímidos; la iluminación natural le dan un sabor a campo, cosa que lo hace más interesante aún. El hombre que nos dio la bienvenida se acerca y nos pone los cubiertos, no dice nada, ágilmente coloca los cubiertos, las servilletas, se preocupa en que nuestros vasos estén llenos de refresco y parte sin decir nada, con una sonrisa en los ojos, con los labios apretados. Entramos al festín con una causa, y nos despedimos con el extraordinario Estofado de carne, aquel que nos deja tranquilos, satisfechos y contentos, con la extraña sensación de querer volver, como se siente uno al final de la noche o cuando estas de viaje por un largo tiempo.

sábado, 7 de marzo de 2009

Y de repente, en la ventana


ERAN mediados de las vacaciones del 90; yo pasaba horas entretenido en la tina del baño: era un placer permanecer en el agua aun no sabiendo nadar -como volviendo a estar en el vientre materno- solo escuchando mi voz y estando fresco, sin conciencia del tiempo. Me encantaba llegar a ponerme arrugadito de tanto humedecer mi piel en la tina, por lo que siempre condicionaba bañarme sólo si era en la tina, tanto así que casi todas las veces que me bañaba lo hacía en la tina del baño, supuestamente solo -luego descubrí que mi mamá me espiaba cada tanto para saber que estaba bien y no me faltaba nada-. Esas vacaciones eternas de sol imperecedero y aire grácil que de cotidiano tenían sus días y sus noches, fueron interrumpidas una de esas noches con un hecho que me trastocó por varios días. El departamento donde vivíamos colindaba con el de Los Bernales, gente muy trabajadora que había montado su fábrica de bolsas en el primer piso del edificio. Se trataba de una pareja de esposos de mediana edad, como mis padres, y sus dos hijos. Uno, Goyito: por el ser el último y varoncito no era de extrañarse que hubiese sido el más engreído y atendido. Y la otra, Raquel: una señorita que siempre ignoré por poseer, ella, esa cualidad de pasar desapercibida durante las horas del día y de hacerse notar verdaderamente poco, pero con ese misterio intrigante que pocos saben manejar sin caer en la altanería y ridiculez.

En mis ratos libres y de sosiego mental no había otro pasatiempo que empelotarme con mis juguetes, repasar las tiras de video que mi hermano grababa para mí o, como era en ese momento, sumergirme en la tina de baño como un anfibio hasta quedar agotado y frío; sin embargo, aquella noche del sábado llegó a mi mente tal perturbación que pasado el tiempo solo pude recuperar la calma cuando conocí a una mujer de verdad. Nunca pensé que los ángeles llegaran tocando por la puerta de tu ventana, ni mucho menos, en minifalda y en maquillaje, pero esa noche alguien tocaba la ventana de la cocina con el rostro de suplicio y la mirada avergonzada; mis padres, seres eventualmente comprensibles, abrieron la ventana al reconocerla y comprender de que se trataba de Raquel, la señorita vecina, que entre el suplicio, la mirada cándida y la figura frágil, solo había un travieso deseo por salir a bailar con sus amigos. Aquella voz agitada y tenue, fina y variable, su mirada aún niña y sus frágiles brazos, no hicieron otra cosa que convencer a mis padres en un acto no mayor a 3 minutos de conversación, en la que ella bajó por la ventana de un brinco bello y elegante. Yo, sumergido en la tina de baño, desnudo, con un montón de muñecos de guerra regados por el piso, y con la puerta del baño abierta, pude observar esa escena que quedó grabada en mi mente como otras pocas de mi infancia. Enajenado, me encontraba, observando cada segundo de su cuerpo, su cabello lacio y oscuro como la noche bulliciosa, sus pómulos delgados que desencajaban con su sonrisa traviesa, su oblicuo mentón de animal astuto, sus hombros desnudos como el crepúsculo en la playa, su figura austera y complaciente, esa colectividad mágica y felina, esculpida con total mesura y absoluta soberbia, su mirada rápida y su cuerpo rebelde, desafiando la modorra de la noche, la televisión absurda, la fantasía de la infancia. Sin embargo, mi visión de esa mujer no era de morbo; su extraña figura, antes ignorada, apareció para despertar en mí una curiosidad que permaneció, desde ese entonces, en mi mirada cuando el vacío de una noche, cuando el pandemonio de una fiesta, cuando el aire desolador, cuando la música melancólica, cuando una mujer puede provocar tal admiración limpia y serena.