viernes, 27 de noviembre de 2009

Menuda yegua


Nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después
que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar
a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía
impetuosa e imprevista".


En principio, Mary no estaba en el rango físico atribuible a mujeres de pasados los cuarenta: Bien podía ser una mujer saliendo los veinte o avecindando los treinta. Sin embargo era bien sabido su condición de viuda, no de solterona. Aunque nunca se supo o conoció mayor detalle del otrora hombre, se sabía de su existencia en algún momento de la historia de la vida de Mary. Ahora, Mary caminaba acompañada de un hombre joven y airoso. Su nombre era Rubén, no tenía más de 30 años, dirigía un almacén de ropa, y de lejos era un hombre apuesto y bien conservado. De un momento a otro nuestra vecina, Mary, alojaba en su piscina un hombre que de no ser por su ceño adulto, su piel tostada y amplia, su halo de misterio y reserva pasaría como su hijo. Pero todas las noches en el viejo y apolillado bungalow se volvieron a escuchar el sonido desquiciante de los alaridos de Mary en el clímax de un encuentro erótico.

Sin embargo Mary no era una mujer de cuarenta, casi cincuenta, que el tiempo se la había comido de un bocado. Ella había sabido jugarle al tiempo una fullería digna de una diosa griega; se había apartado silenciosamente de aquella ruta que sus coetáneas habían guarecido con resignación, y en cambio, había alimentado su cuerpo y su mente de un optimismo arrasador en los días que su difunto esposo dejó de estar a su lado a temprana edad. Y quizá fue ese acontecimiento prematuro la que le hizo cultivar, de repente, ese espíritu sedicioso contra el tiempo. Fue la muerte de su marido la que impulsó su rebeldía hacia lo que nunca quiso ser: una mujer calmada, infeliz, resignada, exigua; y le hizo comprender, frente a su tristeza, que una mujer no tenía porqué vivir angustiada del tiempo, dejando sus años a lado de alguien que la miraba, se miraba a sí mismo y enmudecía. Mary vivió feliz a lado de su marido, disfrutó la experiencia de abdicar sus costumbres y abrirse a un mundo distinto al suyo y al de su marido; nunca dijo que haberse casado había sido un error, pero luego, después que la vida se tornara distinta para ella, encontraba el combustible para echar a andar ese motor viejo y soterrado de su juventud, aquél que la volvía impetuosa e imprevista. Entonces, desfundó la valija, metió unas cuantas prendas, y desapareció por unas semanas afuera de la ciudad. El destino quedó como un misterio, pero otras cosas se fueron evidenciando en su retorno. Pasados dos meses, regresó a su antigua casa donde compartió su vida junto a su fallecido esposo durante 9 años, y junto a las cosas que trajo acompañó una actitud distinta hacia la vida; su semblante no acogía tristeza sino todo lo contrario, tampoco era felicidad, más bien deseos de seguir un rumbo distinto. Continuó la empresa de su marido, diversificando la empresa a un sector más exclusivo y menos conservador. Al poco tiempo se supo que Mary había logrado captar clientes en Australia, México y España. Es decir, a Mary, por decirlo así y lindando con la crueldad, le asentó muy bien la muerte de su marido. Y junto a ese éxito laboral, le vino consigo algunos pretendientes. Pretenciosos y ridículos la mayoría, venían a pasar la noche con Mary, pero ella era muy exigente con el perfil del amante. Él debía ser como Rubén, el hombre con quién finalmente salía y que no le hacía sentir poseída, falsa, plástica, y sobre todo vieja. Rubén, era un hombre frugal, reservado, no tenía más que un auto modesto con el cual llegaba al atardecer en compañía de Mary. Y aunque todos, con la malquerencia propia de un vecindario, intentaban colegir su arribismo, solo algunos tuvimos la oportunidad de conocer al sujeto que acompañaba a Mary con una envidiable y desopilante airosidad. La tarde que compartimos el almuerzo en la terraza, el amigo de Mary, Rubén, esbozaba una sonrisa paradisiaca. Su porte apolíneo, la laxitud de sus ojos, la parsimonia de sus modales, la eufonía de su discurso, todos eran dignos de un caballero bienvenido a la vida de Mary. Ella con sus piernas y caderas ecuestres, su cabellera flamígera, su mirada fluvial y salvaje, era, sin lugar a eufemismos, una yegua preciosa en el paroxismo de su belleza indómita.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Qüendy


ESTA es una nota tan aparte como personal.

El día de hoy llegó a mi buzón del correo electrónico el mensaje de una amiga muy especial. Sus palabras, de mucha consideración y estima, son de una mujer muy distinta y envalentonada como es su costumbre. Hace pocos días nos vimos y la noticia, repentinamente dicha, era que estaba en la dulce espera. Yo no sé si sea dulce, al menos mi madre no lo consideraba así, pero de que es grandiosa y única esa etapa en la vida de una mujer –su primer hijo al mundo–, no cabe la menor duda. Ese día tuvimos una gran cena en una conocida cadena de pollerías. Lo magnífico de esa noche no fue haberme hecho de ese banquete de carnes y olores, sino el compartir con una persona que tiene la virtud de ser suelta y alegre. Es esa soltura la que le hace pensar en las cosas de la forma más clara y sin tanto problema, lo que hace que uno reconozca su elasticidad, su laxitud, su apacible ser entre hippie y emo, y se sienta tranquilo y de buen ánimo de sólo verla. Y, además, es esa alegría lo que hace que, producto de lo primero, ésta sea percibida como algo espontáneo que da y no espera que uno también se la de. Esa gracia de reír, vacilarnos, jugar, recordar, es algo que siempre lo haremos en la distancia o por el teléfono, en la soledad de nuestra habitación o en la compañía de nuestra familia, porque la pileta de la amistad podrá estar estancada pero nunca seca. Ahora, la naturaleza, sabia y traicionera, ha bendecido sus entrañas con un nuevo ser que espera salir y ver en sus ojos a una madre dispuesta a todo por amarlo y heredarle el mejor de los ánimos.

¡Felicidades!

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lluvia sobre los hombros


Mi tío Jaime es realmente grande como un oso, sus ojos marrones como la piel de este animal se mueven rápido reflejo de su vivacidad provinciana, rural, aparente. Su espalda es ancha como una furgoneta y recia como el tronco de un árbol. Es la mano derecha de mi papá; ambos se dedican a la chacra y los animales. Aunque Jaime tiene los ojos tiernos y el semblante vacilante, por lo demás de su apariencia parece un señor robusto y mal conservado; los pantalones cortos de jean oscuro, la camisa amarilla oscura, las sandalias negras, es su atuendo de trabajo por el resto del día. En casa, la señora Juana viene a las 11 de la mañana para cocinar. Ella tiene los cabellos largos y duros, la piel blanca y seca como la de un chancho y las piernas grandes y turbulentas como una serpiente constrictora. Es bonita en apariencia y de lejos, porque cuando se le ve de cerca una inmensa bola se pone en relieve sobre su cuello. Bocio es la enfermedad que sufre la señora Juana, un mal que se origina por la escasez de yodo en la alimentación. La señora Juana se muestra impasible cuando le veo el coto que se asemeja a un limón grande. Es una mujer muy buena según le escuche decir a Jaime la otra vez.

Las 6 de la mañana y mi papá manda al carajo a Jaime. “Cojudo, así que no vienes conmigo. Te quedas a cargo de la casa, vuelvo en la noche, ves al wewo”. Yo desde los palos que sostienen el techo que abriga las gallinas veo alejarse a mi papá. “Ya vuelvo wewo” me grita antes de desaparecer en el verde de la selva. Tengo un mes de vivir con mi papá, extraño a mi mamá tanto como ir al jardín de niños con un extraño mandil cuadriculado y oler a madera y pinturas de colores. Acá el único color que abunda es el verde y sus variaciones. Distingo dos lugares muy distintos entre sí: la casa, donde ocupo un extraño espacio poco iluminado, y la selva, que es todo lo que rodea a la casa. El sonido del ambiente irreconocible y ubicuo acompaña las brisas del tiempo inadvertido e ignoto que pasan y pasan como los personajes que existen en ese collage de materias y almas salvajes. Sin cuidado de nadie, y a disposición de la voluntad del tiempo y las circunstancias, salgo a buscar leña para la casa: es el encargo de Jaime quién se ha ido a la chacra de Palo Verde a media hora de la casa. Cada vez que nos quedamos solos, dejo de hacer lo habitual para ir a traer leña, que en realidad es un pretexto para ausentarme durante el resto del día. Me sigue “Darío”, uno de los perros de la casa, para resguardarme de algún peligro. El cielo es tan ancho y azul que parece que en algún momento todo eso nos irá a aplastar. De un momento a otro el cielo oscurece y comienza a llover feroz y desenfrenadamente. Cuando me doy cuenta Darío ha desaparecido, quizá el mal nacido se disparó a la casa apenas sintió el agua caer en su lomo pulgoso. La cuestión es que me encuentro perdido aunque algo excitado, este tipo de situaciones entre caóticas y miserables me mueven las entrañas y me hacen actuar instintivamente, casi como un animal. Es insufrible caminar con el lodo en el suelo, el terreno es lodoso y ese ambiente es un festín para las serpientes, así que decido quedarme a esperar a que escampe. Con el machete que llevo me trepo en la parte media de un árbol, en refugio seguro mientras pase todo. Las gotas que chapotean en el suelo reconfigurando el opaco verde de la selva, semejan su ruido al de una ametralladora pequeña. Me aferro al árbol esperando que todo pase. Me acurruco en el estrepitoso silencio bullicioso del caos y cierro los ojos, la lluvia no para y el infinito como realidad me produce una ansiedad incontrolable, deseo saltar del árbol y correr, pero sería acercar mi muerte a un paso inexorable. Me contengo, grito fuerte esperando alguien escuche mi voz, siento miedo, algo muy cercano al pánico, una tristeza incontenible inunda mi cuerpo como el agua que cae sobre mis hombros, siento la tristeza de mi madre mirándome desde algún lugar de la capital, toda la rabia contenida sube a mi cabeza al extremo de querer explotar, cómo mi madre y mi padre separados, cómo es que estuvieron unidos en algún momento, cómo llegué aquí, cómo mi padre me deja solo en un lugar que él me trajo, cómo es injusto todo esta mierda.

Mis ojos húmedos despiertan. Aún agazapado en el fuerte sonido de un despertar nuevo veo que todo luce más brillante como si todo hubiese cobrado una vida terrenal, como si todo hubiese nacido desde hace un momento atrás. Salto al vacío de un charco de agua. Mis piernas se debilitan y se acostumbran al espacio llano del lugar. La base del árbol luce rasgada como si una bestia hubiese intentado subir. Me produce un escalofrío que funciona como un combustible que me hace salir disparado en busca de la casa. Camino en dirección contraria adónde vine sabiendo que di muchas vueltas antes de llegar a ese lugar y que lo más probable es que vaya al lugar correcto. El sol esclarece como una sábana tirada al aire del lugar. Las tejas marrones, o algo muy parecido a eso, confirman a mi corazón sobresaltado de haber llegado a la casa. El lugar luce silencioso y húmedo aún, sin embargo una extraña felicidad de estar a salvo me lleva a adorar ese lugar que ni es mío, ni me hace sentir en casa. He estado en muchos lugares, y ninguno lo he sentido como mi hogar, concluyendo que un hogar no es un espacio físico, sino un sentimiento más cercano al amor. Abro la puerta y encuentro todo como lo dejé. Es poco más que las 3. Me imagino que la señora Juana ya debe de haber cocinado, sin embargo no tengo hambre, lo único que quiero es acostarme en mi cama y descansar: siento un tenue dolor en mi cabeza como si en algún momento hubiese estado a punto de estallar. Escucho un ruido continuo en la cocina, como el tic tac de un reloj pero con una mayor fuerza y agresividad. En la cocina no hay más que ollas en la estufa y una mesa llena de yucas atiborradas. El sonido sigue, parece que viene del segundo piso. Subo despacio creyendo encontrar un animal extraño. Una cosa monstruosa se mueve de forma brutal encima de una cama: Jaime tirándose a la señora Juana. Ambos intempestivamente se levantan y desarman esa figura monstruosa que habían formado, dejándose ver desnudos y furibundos. Jaime me grita encolerizado con la rabia en los ojos, quizá avergonzado aunque más enajenado. La situación me produce gracia, también una felicidad ajena de saber que Jaime se tiraba a la señora Juana mientras yo me iba a buscar leña. Salgo corriendo, abandono la casa y la rodeo hasta llegar al jardín trasero donde las gallinas y otras aves de corral se enjuagan las plumas con los pozos del aguacero. Me siento a esperar mientras llega mi papá. Mientras tanto pienso en Jaime, la señora Juana, su bulto en el cuello, la figura monstruosa del sexo, mi papá y mi mamá.