domingo, 7 de febrero de 2010

Buscando una mujer


YO creo que todo empezó esa noche en el bar. Estábamos Fernando, Carlos y yo: Tres jovenzuelos aún, con cierto aire de frescura que nos hacía ver como interesantes, como autosuficientes, como dueños de algo. Dos chicas, una de pelo castaño bruñido con la parte posterior del torso desnudo, y la otra con una falda abreviada, económica, agotada, que dejaban vislumbrar, desde donde estábamos, unas piernas ecuestres, rudas, zagueras. Estaban acompañadas de un muchacho lánguido, escaso de vigor para compartir, siquiera, un beso apasionado con esos dos objetos preciosos que apremiaban ser compradas en ese pequeño mostrador. Una sonrisa rápida y Fernando ya se acercaba a donde estaban. Luego Carlos y yo ya estábamos en su mesa compartiendo copas y riéndonos de no saber lo que decíamos pero que dábamos por entendido. La chica de la falda caricaturizada empezó a congraciar conmigo y al final de la noche estábamos besándonos impetuosamente detrás de la entrada principal. No recuerdo su rostro, ni su nombre, pero así fue como comencé a pisar suelo venéreo y a tener la habilidad para reconocer cuándo una mujer podía servirme para un embrollo pasional aunque iba perdiendo la acorazonada para escoger a una mujer que me quiera. A partir de ese entonces, creé en mí un personaje ficticio, una sombra oscura y jactanciosa que, pensaba, otros anhelaban. Lo cierto es que uno sigue siendo víctima de los orgullos pasionales como cualquier persona y en cualquier momento por más ahínco que hayamos tenido para convertirnos en algo que a la luz es sorprendente, en la sombra nos ausentábamos de la diversión y el jolgorio sensual y nos sumíamos en una honda insatisfacción, rara, mezquina.

Los años pasaron y me engañé con una mujer hermosa. El cabello oscuro como el petróleo, el rostro largo y fino, las piernas zanquivanas, coníferas, su rostro perspicaz y amigable, una mujer hermosa. En ese punto del tiempo, mi trabajo consistía en manejar un tráiler majestuoso, imponente, con un carruaje rojo y verde. Llevaba mercaderías y serpenteaba el territorio del país marcando una y otra vez las rutas que ella contenía. El trabajo, agotador, lo compensaba con los días de descanso que tenía, que a veces, a placer mío y el de mi señora, duraban las dos semanas como mucho. Esos días hacíamos el amor sin cesar, a cada momento, como si estuviésemos locos por tener descendencia. El infortunio nos dio un hijo, que nació robusto y muy hermoso, pero mis viajes excesivos me alejaban de él y de mi esposa. En un viaje que tenía previsto para Tacna, hubo un desperfecto en el camión que llevaba vinos y tuvieron que descargar todo en Arequipa, hasta que arreglaran el problema mecánico con el tráiler. Pasaron dos días y el acreedor mandó al carajo la carga, por lo que tuve que regresarme antes del tiempo estimado con una gran culpa bajo el brazo. Llegué y como es fácil deducir, encontré a mi mujer en brazos de otro hombre. Estaba muy cansado como para volverme loco. Me obligué a huir del entorno y seguir con mi trabajo.

Más tarde conocí a Rita en una reunión con la gente del trabajo. No le identifiqué interés alguno, cosa que me atrajo mucho. Comencé a tener más contacto con ella, hablábamos, salíamos a comer. La quise conocer antes que nada. Asistía a la iglesia los domingos, una ferviente seguidora del Señor de los Milagros. A esas alturas ocupaba un cargo ejecutivo en la empresa donde laboraba. Mi trabajo no era errante como antes y eso me permitía tener una vida más regular. Desayunaba temprano en el cafetín de la empresa, almorzaba con la gente del trabajo, y llegaba a mi casa temprano a ver las noticias o preparar parte del trabajo del día siguiente. Tenía que tener mi mente ocupada porque aún había algo que me atormentaba en las noches. Ya en la mañana todo volvía a la rutina y el trabajo era incesante. Rita, llenó ese espacio que tenía después del trabajo. Nos veíamos en un café cercano y ya que sus caderas me seducían, siempre le estaba lanzando cumplidos acerca de lo bonito que le caía tal vestido o tal pantalón, o tal falda, en fin, cualquier prenda que dejara al imaginario aquel contorno de huesos fuertes y piel rígida. Pero ella era muy buena en esto: “El domingo no podrás verme”, “Si el viernes salgo temprano del trabajo con suerte podemos vernos para conversar”, “Mañana tengo que preparar un retiro para la iglesia”, me decía. Pero había algo que me volvía loco: Su ambigüedad. Me decía que no pero inmediatamente dejaba suelto la posibilidad de verla. Era una muchacha que necesitaba ser atendida, me dije. En las conversaciones descubrí que su papá había fallecido cuando ella salía de la pubertad. En el fondo necesitaba que alguien cuidase de ella. Una noche mientras esperaba en la puerta de su casa, un hombre llegó en un auto rojo. Se acercó, me saludó y entró en la casa. Al rato Rita salió y me contó que su hermano había llegado de su terruño, un pueblo al norte de Lambayeque. Ella no bebía, así que esa noche salimos a cenar en un conocido restaurante de la ciudad. Llevaba puesto un vestido negro que contrastaba con sus piernas blancas. Después de la cena bailamos un poco y luego de unos coqueteos me estampó un beso apresurado. Más tarde se animó a beber algo de vino y mucho más tarde se animó a hacer otras cosas. Luego de esa noche nos volvimos a ver, todas en mi departamento. Sin embargo, algo me hacía pensar que pronto se alejaría ella de mí. Se lo dije. Pasado un mes me lo confirmó. Me sumí en una depresión inconstante: un día estaba bien pero los demás días de la semana bebía, pensando en el hijo que dejé y despreciando a las mujeres.

Hay mujeres que quieren sacar provecho de uno. A veces uno piensa que uno termina aprovechándose de ellas. Las buscas, las cortejas, te acuestas con ellas, te presumes a ti mismo su debilidad y tu fortaleza. Pero son ellas las que se roban tu energía, tu juventud, tus anhelos, tus esperanzas, y tú te quedas sólo, arrastrando penas en el alma y con una desazón profunda de no saber de qué sirvió todo. Una noche en el bar, una mujer se sentó a mi costado, tenía el cabello rojizo y la mirada escondida. Murmuró algo al mozo, la miré de reojo, me involucré de lleno en mis cavilaciones. De pronto, me sorprendió un sonido fuerte. Giré la cabeza y la mujer estaba tirada en el piso, con las piernas ensangrentadas. Me levanté algo sobresaltado. La mujer se levantó también, trastabilló ensangrentada hacia un costado y se paró delante de mí. Mis ojos se volvieron trémulos al distinguir su rostro largo y fino. Algo en su mirada me hizo saber que estaba fuera de sí. Se abalanzó sobre mí y me penetró un cristal roto en el cuello. No sentí dolor, no ofrecí resistencia, ambos caímos desangrados en la oquedad de la noche, en el vacío del suelo, en el espacio de salida del camino y así se robó mi último suspiro, voluntario y sencillo.

sábado, 6 de febrero de 2010

El primer beso


Los aires de setiembre no habían tardado en llegar; Setiembre, mes que da inicio a la primavera, época en la que las personas se enamoran, dicen. En la escuela, Martha y yo no nos resignábamos a salir sin antes ver a Paulo y sus lindos ojos ensombrecidos.

-Hola Martha, que tal- Paulo estampó su linda sonrisa en esas cuatro palabras, como si cada una de ellas reclamarán la calidez de sus palabras.

-Hola chicos- señaló Martha tratando de disimular su estado soporífero, y además invitando a su amigo al plano situacional.

Mientras tanto yo me mantenía callada. Era imposible hablar de modo natural frente a los chicos, aún más, era imposible hablar para mí.

-Chicas, él es William- se dirigió a nosotras Paulo a su vez que nos invitó a conocer a su amigo.

Él, su amigo, se quedó quieto, sólo alzó las cejas y murmulló algo. Yo, trataba de ocultar mi tensión. Por la imagen que me imaginaba de mí, estaba como una botella de plástico agitada, a punto de estallar. Me sorprendió notar y más bien estuve algo distraída al recién fijarme que William se veía mucho más maduro que Paulo. Mientras Martha conversaba y ponía en acuerdo los detalles para la cita del sábado, yo caminaba envuelta en mí misma. No era idea mía la de salir con los chicos pero hacía tiempo que Martha me había planteado la idea y por más desinteresada que me mostraba no había forma de ahogar su propuesta. Sin embargo, al fin y al cabo, me imaginé como una niña tonta y miedosa así que accedí a su invitación. Ambas, reunidas en el cuarto de Martha, deliberábamos las cualidades estéticas, varoniles y de madurez -éste último no sé por qué se había vuelto tan esencial de un tiempo a esta parte- de los chicos de la escuela: mientras Gustavo aún era un niño torpe, jodido y porfiado, Paulo era callado, guapo y aparentaba ser mayor; aunque nuestros veredictos siempre se resolvían en torno a Paulo, era tácito el gusto singular que tenía Martha por él; ambas jugábamos a ser las juezas de quién era el más apuesto, pero Martha anhelaba también tener el papel de la novia del ganador a tal juego: Paulo.

Para el sábado por la noche el arreglo se había dado de la siguiente forma: Paulo estaría con Martha y yo estaría con William. William siempre había pasado desapercibido en nuestro juego imaginario de juezas del chico más atractivo de la escuela, quizá por su carácter parco o por su apego a pasar desapercibido; el hecho es que William me parecía un chico introspectivo que guardaba en su interior rencor o antipatía por cierta clase de gente, pero eso era un prejuicio que nunca lo comenté a nadie, solo lo mantenía en mi mente hasta el día en que Paulo lo presentó. En esa ocasión me pareció muy atractivo verlo arquear sus cejas, como presumiendo de algo, con un rostro invulnerable, inmóvil, sin vida; quizá tuve esa impresión porque yo en ese momento era presa del pánico por estar en esa situación, y él parecía restarle importancia al hecho en sí. Estuve pensando en William y la imposible idea de besarlo. Martha aun no era la novia de Paulo pero ya se habían besado y se presumía que ese sábado se harían novios. Martha me decía: “William se ve tan apuesto y maduro, cómo es posible que nunca nos hallamos fijado en él”. Y es cierto, William era apuesto, pero también misterioso. Aún en mi mente renegaba del momento en que claudiqué a la idea de salir en pareja, pero en algún momento tenía que llegar ese momento, pensé, además eso me ponía en un nivel por encima de las demás chicas que aún jugaban y cuchicheaban entre ellas.

La noche del sábado llegó. Ambos se encontraban en la puerta del antiguo teatro La Merced. El sitio ofrecía una sombra poco iluminada y un lugar donde transitaba poca gente. Nos presentamos en sociedades de género pero Martha se encargó de deshacer tal unión que me dejó confundida. De igual forma decidí seguir. Paulo abrazó a Martha y ambos se adelantaron dejándonos a William y a mí solos atrás. William, un muchacho de años ulteriores a nosotras al igual que Paulo, era el personaje más enigmático esa noche. No habló nada mientras Martha y Paulo se alejaban fantasmalmente delante de nosotros. Yo entraba en pánico, qué le diría a este tipo.

-Podemos caminar si deseas.-dijo, en un sonido grave- Acompañémoslos, qué dices.-terminó con una sonrisa inquietante como haciendo un esfuerzo en no parecer él.

-Claro, vayamos- dije, en un remedo de voz templado poco convencedor.

Caminamos rumbo al cine como habíamos acordado con Martha. Llegando al cine, no había ni la más mínima huella de que Martha hubiese estado ahí. Me angustié. William sacó algo de su chaqueta.

-Entremos, yo invito.- sugirió de un modo cortés.

Aún tensa y angustiada pensé en que después de todo William no parecía un tipo que tuviese algún tipo de rencor hacia cierta gente o que guardase ojeriza o sentimientos malos. Esta transición me hizo relajarme un poco. Entramos al cine y nos ubicamos en las butacas medias y a la derecha de la sala. Era un cine modesto así que no tardé en sentir miedo del oscuro sepulcral que me estremecía las entrañas. A la mitad de la película sentí una mirada inquietante. Los ojos de William fijos y colgados de alguna parte de mi rostro. Casi suelto un grito de terror pero me contuve. Rodeó mis hombros con sus brazos y se acercó a mí lentamente. Me horroricé y me quedé inmóvil. El se siguió acercando y pronto en un ambiente bochornoso y azorado me sentí desmayar ante tantos cambios de temperatura y estado en mi rostro: mis ojos pestañeaban a un ritmo inseguro y mis mejillas temblaban como si temiesen reventar. Al fin sentí sus labios reposar en los míos en un desorden intestinal que fácil se puede confundir con el movimiento que hacen los peces cuando se les da de comer. Mi prima Estefanía me dijo, en su experiencia portentosa, que el primer beso nunca se te olvida, y mientras corría a la salida del cine me reprochaba a mí misma no haber dado un beso de amor.