miércoles, 31 de marzo de 2010

La sorpresa


Rebeca estaba en el cuarto de Sofía asegurándose que no se olvide nada. Ella, con la rebeldía que suele asociarse a las jovencitas de estos tiempos la obedecía a regañadientes. Alan, el característico padre dominante, les exigía prisa sin poner en razonamiento otra cosa. Es la primera vez, desde que nació Enrique, que viajaban a un lugar fuera de la ciudad. Enrique, el sensible y cándido Quique, ya estaba en el auto aguardando a los demás. Tenía el iPod colgado de las orejas, parecía bastante relajado. Alan subió al carro y arengó intempestivamente a su hijo: «Vamos, hijo, cuéntame algo –sin esperar respuesta y atropelladamente siguió-, ¿Ya tienes chica? ¿Seguro que vas bien en los estudios, no? –Y se dijo a sí mismo- Bueno, nunca has traído bajas calificaciones, pero ya tendremos tiempo de hablar en el viaje». Enrique lo miró y le sonrió débilmente. Alan se bajó del auto hablando altamente por el teléfono, lanzó un grito al interior de la casa y se introdujo en el baño.

Llegaron al hotel a las 7 de la noche. La familia desempacó sus cosas y luego de asearse fueron a cenar algo. «Necesito presentar un balance el lunes a primera hora, creo que tendremos que recortar el viaje» acometió Alan con el vaso de gaseosa en las manos. La calvicie lo hacía ver como un hombre cómico. Enrique lo imaginaba pintado la cara de payaso y sumamente sobresaltado en medio del tráfico. A menudo Alan se metía en discusiones baldías con otros conductores cuando el tráfico se ponía tenso y los ánimos poco pertinentes. Eran discusiones arrebatadas, provocativas pero calculadoras. Alan manejaba bien en qué momento podía lanzar una ofensa y retirarse audazmente; se sentía victorioso. Luego de la cena Rebeca salió a caminar con Sofía por el malecón. Alan, extenuado, se echó a dormir y Enrique sacó un libro.

Al día siguiente, cuando regresaron de visitar el zoológico de esa ciudad, Sofía decidió salir a caminar. Alan dijo que es intolerable que habiendo tres miembros más de la familia camine sola. Rebeca lo llamó a un lado con un fino tacto y le dijo que la deje ir sola, no tenía nada de peligroso ni de malo. Alan le quedó mirando aún sin entender y minimizó tal escena repanchigándose en el sillón, exhausto. «Gordo –como Rebeca suele decirle a Alan de cariño aunque ni es gordo, sino chato y panzón-, no olvides que en la noche vamos a ir a ver un concierto de música clásica contemporánea en el auditorio de la universidad» le dijo Rebeca en un tono suave y conciliador. Alan asintió con la cabeza pero no indagó más como si conociera perfectamente las razones por las que iban a ese evento.

En la noche, horas antes del concierto y cuando sólo estaban Alan y Rebeca, ella le habló de un asunto importante. Le dijo, ante la mirada atónita de Alan, que Sofía, su hija, tenía enamorado y que el muchacho iba a viajar a la ciudad sólo para verla esa noche y que sería la oportunidad para que ambos lo conocieran. Alan sintió una conmoción porque fue algo que no se esperaba y que aún lo veía muy lejano. Le pareció muy buena la idea, se alegró de su hija, pero el tiempo no le permitió pensar más allá: esa noche tendría otra sorpresa aparte de esa. Ya sentados todos en una misma fila, la línea familiar descansaba sobre un momento muy apacible, de calma y buen humor evidente. Sofía estaba de la mano de su enamorado a un extremo de su mamá y Alan conversaba con Enrique de un tema tan trivial como el color de las luces del escenario. En los ojos de Enrique había un fulgor de alegría. Iniciado el intermedio, Enrique dijo ir al baño pero tardó en regresar. Cuando Alan comenzaba a extrañar la tímida sonrisa de su hijo a su lado, Rebeca le decía que el concierto iba a reiniciar. En el momento en que Alan miró al escenario, vio a su hijo sentado en el piano tocando una melodía dulce que se combinaba perfectamente con los violines. Alan, con los ojos conmovidos y llenos de una extraña alegría reflexionó en el hecho de que su papel de padre hasta entonces era remisible si en el futuro estas cosas dejaban de sorprenderlo. Fue una virtuosa lección.


CAMINO AL PUEBLO SIN NOMBRE
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jueves, 25 de marzo de 2010

La sociedad*


El largo y descolorido Renato le gana el espacio, lo intercepta y lo obliga a cambiar de vereda. Sin hacer del asunto una ofensa Efraín cruza la calle y se coloca al frente del consultorio dental. Un hombre grande y bien vestido asoma el umbral del edificio. Renato se lanza a la pista como un caimán y cruza la calle con avidez. Negro codicioso, piensa Efraín. Renato es un muchacho pendenciero, artero, abusivo y rapaz, tiene el rostro como el de un pericote flaco y las piernas tan largas como la de un avestruz. Antes que él cruce la calle Efraín se apresura en dirigirse al señor. «Señor, ¿le lustro los zapatos?» le desliza la pregunta con un tono de candidez y diligencia. Renato se va haciendo una mueca grotesca al ver a Efraín llegando primero al señor. El hombre acepta que Efraín haga su trabajo y mientras éste obra impetuosamente por el brillo de los zapatos él está impaciente por una llamada que ingrese a su teléfono. «Tenga cuidado, señor, no le vayan a robar el teléfono» le advierte Efraín. «No te preocupes amiguito, eso no va a suceder» le responde agradablemente el hombre y sigue ansioso en su asunto. Finalmente presiona unos botones, pone el teléfono en el oído y se enfrasca en su conversación. Una vez terminado Efraín, el hombre le alcanza unas monedas y le agradece con un movimiento de cabeza y una pequeña sonrisa. Efraín se levanta, pone el dinero en su bolsillo y alza la mirada como buscando algo o alguien. El sol allá arriba ha dejado pocos espacios para la sombra, entonces uno se busca un sitio debajo de las grandes extremidades de esos edificios ciclópeos. Al otro lado un hombre le hace señas con los brazos a Efraín como pidiendo auxilio de un naufragio. Su nombre es Sixto, amigo de Efraín, y lo llama porque son parte de una sociedad. «Hola Efraín, hoy sí que has venido temprano» le dice Sixto con ese tono chillón que lo asemeja a un cantante de los Bee Gees. Se dan un palmetazo en el brazo y resuelven en comenzar el trabajo. Se colocan en el parqueo del Edificio Central y alistan sus herramientas. Sixto se encarga de dar una enjuagada rápida a los autos que se estacionan ahí y Efraín lustra los zapatos de quiénes esperan afuera del edificio, trabajan en conjunto. Su asociación nace de la premisa de que siempre hay señores que llegan en su auto y aunque no se ensucian mucho los zapatos, lo quieren de un aspecto impecable. Sixto es mucho mayor que Efraín. Tiene el aspecto de un niño pero la barba enraizada y su rostro extenuado evidencian algunos años bien facturados. Como es grande y de un aspecto recio lo protege a Efraín de alimañas como Renato. Por su parte, Efraín le ayuda a que no le engañen con las monedas falsas; como es poco observador siempre le están canjeando monedas fraudulentas. No se sabe exactamente dónde vive Sixto. Por sus problemas que tiene raras veces entiende lo que uno le pregunta. Tardó un día en entender la proposición de trabajar al lado de Efraín. Luego entendió que Efraín no era como los otros muchachos de la calle y lo dejó que administrara su dinero. Efraín vive en un barrio pobre junto a su madre y sus otros hermanos. Cuando llega a su casa se pregunta si Sixto ya habrá llegado a la suya.

El día anterior Efraín se encontraba muy nervioso, no sabía exactamente qué sentía, era una mezcla de ansiedad y tristeza. De estas sensaciones, el primero creía venir del futuro y el segundo de un extraño y vago presentimiento que las cosas no serían iguales. Ese día cuando se despidieron, Sixto abrazó a Efraín fuertemente y alcanzó a decirle unas palabras que lo estremecieron: «Cuídate mucho». Mientras Efraín se dirigía a su casa en el bus pensaba en que quizá ya no lo volvería a ver, en que, como es normal y en algún momento tiene que suceder, sus destinos harían un viraje y cuando se volviesen a ver, si es que esto sucedía, no se sabe si serían los mismos.

* Parte del libro de relatos "Camino al pueblo sin nombre".