martes, 3 de mayo de 2011

Más lejos y en la soledad


LA MUJER sin saber qué hacer y tan incómoda como se puede estar con un tipo que no te mira el rostro y parece estar también perturbado con tu presencia, se levanta del sillón y le dice que fue un gusto conocerlo. Reynaldo se queda quieto jugando con su llavero cortaúñas. La mujer sale de la habitación prácticamente espantada, qué tipo tan raro, parece decir, la culpa la tiene ese maldito chat, se oye recriminar. Reynaldo cierra la puerta con pestillo y se dice que era una mujer muy vieja, no muy buena para su gusto. Apaga todas las luces y acomoda los cojines en un solo mueble; forma una especie de pared con un espacio en el medio. La luz del televisor moldea su imagen rápida pero torpe. Se introduce dentro de la muralla que ha construido con los cojines y parece estar abrazado por ellos. Una vez sentado, es absorbido por completo por las imágenes del televisor de personas grotescas que se envuelven y se golpean frenéticamente simulando el coito más placentero. Reynaldo se masturba, entre los cojines que le dan calor y parecen hacerlo sentir en una orgía. Se hunde en el mueble como queriendo desaparecer en ese estado de excitación. Una vez que termina se levanta como si hubiese recibido un golpe en la mandíbula, y se dirige al baño. Se enjuaga la cara y en el espejo sus ojos negros parecen desvanecerse en una larga noche solitaria.

UNA MUJER grande y morena sale iracunda de una de las casas del solar. Hace a un lado a Sergio de un tirón y le dice: “Ahora vengo Sergio, quédate acá”. Mientras, Martin está agazapado en un rincón del callejón, ha quedado muy débil después de haber vomitado. Le pregunta dónde está su madrina y Sergio le contesta que la mujer que pasó era ella. Sergio le dice que le traerá agua, que lo espere un minutito. Ingresa a la casa de donde salió la mujer morena y tarda en salir. Mientras Sergio va por el agua Martin cae en la cuenta que no tiene forma de volver a su casa si no es hasta la noche cuando su mamá llega de vender frutas. Aún con fiebre y preso de una angustia que le provoca poder llegar a la desolación en una ciudad donde todos están al acecho del más inocente, se levanta con furia, creyendo agotar sus últimas fuerzas, y sale corriendo por el callejón oscuro, como si de la muerte se tratase y allá afuera fuese el retorno a la vida. Nuevamente en las calles le cuesta trabajo respirar, su garganta seca y ácida le provocan otra vez regurgitar, pero se contiene, piensa que esta vez podría quedar muy mal. Aún tiene la idea que la muerte lo acecha, el miedo a estar solo cuando este llegue lo hacen correr como un loco hasta que llega a un parque. Es un parque pero pareciese un campamento militar bombardeado: hay drogadictos y andrajosos que parecen mutilados en el piso pidiendo una oportunidad más para volverse a degenerar. Parece que el ambiente deprimente y desahuciado lo vuelven a la idea que se encuentra sólo, enfermo y con miedo. Termina de recorrer el parque y se percata que un hombre lo había estado observando desde hace un buen rato, tiene los ojos oscuros y un semblante demacrado.

TODOS LOS DÍAS salen a buscar en la basura. Es su trabajo y en compañía todo se hace más llevadero. Son cuatro los que han formado una suerte de clan forzado en el que no hay ninguna figura que sobresalga. Aunque Martin se vanaglorie que tiene en su casa un televisor grande que su hermano lo ganó en un sorteo, todos corren con la misma suerte de tener que salir a trabajar para ganarse un plato de comida. De los cuatro solo Pedro y Beto viven sin sus padres, en un taller de mecánica. Martin es el que mejor juega fútbol de los cuatro pero Sergio, al ser gordo, tiene la patada más fuerte del grupo. Entre ambos hay una suerte de amistad incipiente. Esa mañana Sergio llegó temprano a la esquina donde se reúnen. Cuando finalmente todos se reúnen Sergio les cuenta lo que la pasó a Jerónimo. Les cuenta que una mañana llevaron a Jerónimo a la posta porque se cortó con un vidrio, pero lo que pareció un corte finalmente resultó haber sido un pinchazo. Jerónimo hurgando en el muladar se pinchó con una aguja y se contagió de una enfermedad que no tiene cura, al parecer va a morir. Sergio dice estas palabras como si en realidad estuviese hablando de un mito de fantasmas, pero Beto le confirma que el panadero les dijo lo mismo, que tengan mucho cuidado con las agujas. Martin esa mañana amaneció mal. Ahora ha empezado a toser y comienza a desvanecerse sus ánimos. Mientras caminan hacia el primer basural Martin va detrás arrastrando sus pasos, resignado a ir último por su malestar. A su condición física se le ha añadido una tristeza repetida. “Si me pasa algo, mi mamá difícilmente se enteraría”, piensa. Desde ese momento empieza un recorrido que lo lleva al pánico de la muerte, de ser pinchado, de agotar el último respiro en la desolación, sin su madre, sin nadie que lo proteja. El cielo está cubierto de una vasta capa plomiza y lúgubre, es un día horrible para enfermarse y Martin tiene esa extraña sensación de que va a morir. Ahora su fiebre parece ser un síntoma de la extraña sugestión que lo ha envuelto, tose repetidas veces y su rostro se descompone. Pedro y Beto, como si fuesen perros de presa, ya están en el basural concentrados en buscar algo que sirva de utilidad. Están motivados. Pedro encuentra una vieja lámpara y Beto sostiene una pelota de cuero con un parche mostaza. Sergio se percata que Martin no ha entrado aún y le pega un grito. Martin se detiene antes de ingresar, se quiebra, pone los brazos sobre las rodillas y sus hombros parecen a punto de descolocarse. Estalla sin más en una explosión de líquido que sale por su boca como una tubería rota. Sergio vuelve hacia su compañero y espera que termine la vomitona. Martin parece un animal exangüe, a punto de desfallecer, apenas puede mantenerse en pie. Sergio lo irgue y le dice que lo llevará donde su madrina, en un barrio cercano. Caminan cerca de dos cuadras y por fin llegan a un callejón. Ingresan pero Martin se percata que el lugar no tiene un sonido claro, es como el sonido de un estómago, y además es tan oscuro que parece que estuviesen ingresando a las fauces de la muerte. Un terror poco a poco se va apoderando de él.

ESOS OJOS oscuros, como muertos, y ese semblante demacrado, como enfermo, le dan una apariencia inofensiva, parece un animal ornamental desde su ventana. Martin termina el parque y encuentra una mirada detenida en la ventana. Se lleva el puño a la boca y su cuerpo arroja una tos que parece salir de un cajón ancho y vacío. Esta tos que retumba su cuerpo de pronto parece apoderarse de todas sus extremidades, lo inmoviliza, su cabeza parece estallar, comienza a faltarle el aire, quiere vomitar, y su ahogo finalmente se libera con un llanto insostenible. El hombre de la ventana se acerca y le ofrece un pañuelo. Le invita a su casa para darle un poco de agua. Martin es llevado por el hombre. Trastabillando, un poco mareado y con los ojos inundados, ingresa a la casa del hombre. Se ha sentado en el sillón como un acto instintivo y poco a poco va tomando conciencia que está en un lugar desconocido con un tipo desconocido. El miedo o la premonición de que algo sucederá aún lo embarga y poco a poco, en cuanto cobra conciencia, este miedo se va acrecentando. El hombre ingresa a una habitación y Martin se pregunta si podrá salir por la puerta. Reynaldo le trae un vaso de agua pero desde su bolsillo un pedazo de cable oscuro cuelga. Le ofrece el vaso con agua pero se percata que el muchacho está bastante nervioso. Martin no le recibe el vaso, le agradece pero le dice que no tiene sed. Desde ese momento el ambiente se torna sin diálogos. Reynaldo prende el televisor. Se agacha para atarse los cordones de los zapatos. Martin está inmóvil en el sillón. Mira el televisor con los ojos visiblemente dilatados, pero en realidad está al tanto de cada movimiento que hace Reynaldo. Este se levanta como dirigiéndose a la cocina pero duda en hacerlo. Finalmente se queda parado en una postura incoherente, casi ridícula, con las manos suspendidas en el aire. Sustrae el cable negro de sus bolsillos y los comienza a enrollar como para guardarlos. Todo esto Martin observa aunque aparentemente está viendo la televisión, pero en ese momento todo es tan sutilmente perceptible, el ruido de la televisión es una simple atmósfera que agazapa el entorno de ansiedad que se ha creado. Martin solo desea que esto termine, que Reynaldo entre nuevamente a la cocina para escapar de inmediato. Pero Reynaldo se voltea hacia él. Lo mira con nerviosismo y parece querer hablar. Finalmente le pregunta cuánto mide. Martin niega con la cabeza y una vocecilla suave e imperceptible parece decir no sé. Quedan en silencio los dos, el televisor aún está prendido. En ese instante de pánico contenido, Martin se levanta del sillón, espera el momento exacto para huir, correr, gritar. Reynaldo lo ve y le dice con un nerviosismo contagioso y casi tartamudeando que no sabe cuál es la longitud del cable que tiene en sus manos, pero sabe que él mide un metro cuarenta, lo sabe porque su sobrino es de la misma edad. Le pregunta por qué no se echa en el sillón para poder medir el largo del cable. Martin tiene el rostro pálido, los ojos dilatados y la respiración contenida. Está a punto de salir corriendo. Suena el teléfono. Reynaldo confundido, corre hacia el él. Alza el auricular terriblemente asustado y alterado. Martin está en una esquina del sillón, parado, sin saber qué hacer, quiere acercarse a la puerta y huir pero no sabe si ésta tenga seguro. Reynaldo por teléfono se pone impaciente, la voz del otro lado no parece escucharse bien. Entonces empieza a gritar: “¡¿Quién es?! ¡¿Quién es?!”. Luego se tranquiliza y su voz suena como la de un niño: “Sí… Está bien… Ok.”, y se despide. Rápidamente cuelga el teléfono, ve que Martin sigue inmóvil al filo del sillón y va hacia la puerta, le quita el pestillo y le dice: “Tienes que irte, tengo visita”. Martin ve que la calle está vacía, el espacio lo configura el mismo parque desierto y unos sonidos de carros a lo lejos. Su cuerpo está caliente, sale caminando por la puerta y sólo cuando siente que todo su cuerpo está en la calle empieza a correr sin medida, cruza la calle y sigue corriendo con todas sus fuerzas. Siente que el hombre aún lo mira desde su ventana. Dobla en una esquina y en otra y se pierde entre calles donde hay alguna gente. En el camino piensa que la muerte estuvo cerca de él, pero tuvo suerte esta vez para escapársele. Mientras tanto Reynaldo sentado en su sillón espera la llegada de una mujer, quizás algo más.

1 comentario:

misticaluz dijo...

Siempre un placer visitarte!!

Te dejo abrazoss y besotes grandotes!!

Beatriz