viernes, 9 de enero de 2009

Libreta de notas


ERAN tres amigas; inseparables en el salón, inquietantes fuera y dentro de clases, un pequeño ejército de palomilladas. Aquel extraño grupo estaba presidido por Irene Corrales, seguido por Ana Bendezú, y ultimado por Rebeca Alegría. Sus travesuras eran cotidianas y comunes; pasaba por hacer escándalo en el rincón del salón, rumorear entre ellas, conocer chicos de otros grados, no ingresar a clases, y otras cosas que lo hacían juntas, ocultándose una de otra. Eran muy inquietas, divertidas, y sumamente simpáticas. Irene Corrales, la líder del grupo, tenía el cabello hermoso, lacio, oscuro, mediano y sumiso; los ojos breves como presumiendo su suficiencia y el cuerpo menudo, bien esculpido. Era serena y pensativa, pero a la vez era la más avezada, sediciosa y urgentemente provocativa. Se sospechaba de ella cuando algún rumor se escuchaba, alguna debacle se aproximaba o algún incidente se daba a la luz. Al no vivir con sus padres, los profesores no la tomaban en cuenta, la desatendían y la reprendían con dureza.

Irene, llegó a Lima ese mismo año, días antes de iniciar el periodo escolar. Su mamá había fallecido y desde entonces se inició una depresión medular, una que se alojó callada y pujante en lo más hondo de su alma. Antes de la muerte de su madre su vida transcurría en los senderos de la felicidad a lado de sus padres, corriendo en las pequeñas calles de su pueblo, respirando alegría y recibiendo amor de esa unión aparentemente inquebrantable de sus padres. Su papá, dueño de vastas chacras y desbordantes ganados, era el encargado de sostener aquella pequeña familia conformada por cinco hijas. Cuando su madre quedó en cinta de la sexta niña, no resistió las erosiones del cuerpo y se dejó abandonar al viaje insondable de la muerte, dejando solas a sus seis hijas, a merced del destino. Irene era la tercera de las hermanas y tardó lo suficiente para darse cuenta por propia cuenta de que su madre las había abandonado. Su padre, luego de la muerte de su madre, decidió esparcir sus hijas como si se tratara de semillas que pronto darían frutos. A cada una las cogió un día y las llevó de visita a Lima, la capital. Emocionadas por el viaje, no tuvieron tiempo para darse cuenta de que estaban siendo entregadas al destino de su vida, que las decisiones que tomasen desde entonces marcarían el camino que ellas iban a recorrer. Irene Corrales llegó a la casa de la tía Edelmira Carrión en el mes de Marzo. Edelmira Carrión, prima de su padre, había sido desposada hace no más de 5 años, y el matrimonio resuelto en pleitos e incompatibilidades había sobrevivido como un mal perpetuo y necesario. Edelmira Carrión junto a su esposo se había asentado en una humilde casa en el Agustino, facilitada por uno de sus hermanos para que puedan asentar su hogar y su matrimonio. Edelmira Carrión era una mujer de muy mal carácter, se le veía siempre disgustada, atolondrada, corriendo de un lugar hacia otro, explotando del trabajo de ser madre, de tener que llevar adelante un hogar que pensó sería llevado por ella y su esposo. El marido llegaba solo en las noches, aunque algunas se ausentaba, y esa soledad, acompañada de la sensación de que no podía con todo, hicieron de la señora Edelmira una mujer desquiciada y casi nula en la razón. A ese hogar llegó Irene, como de visita, y se quedó allí, con sus tres mudas de ropas y sus zapatos marrones. El silencio se apoderó de Irene cuando su tía le explicó de que su padre había regresado al pueblo y que ella iba a quedarse a estudiar ahí. No lloró, no se desesperó, hizo que aquellas fuerzas del corazón nunca salieran y se quedaran allí entrelazándose como llamas que hacen lengüetas de fuego que pronto desbordaran a la superficie con una fuerza animal. Donde se evidenció primero su depresión fue, como es razonable, en su desempeño en la escuela. Fue duro ingresar a una escuela de secundaria, con rostros nuevos, con miradas atomizadoras y telescópicas, extrañas e inquietantes. Eso añadido a su inquietante depresión hicieron de aquellas clases en el aula un murmuro de la realidad, sin poder desligar los sueños de la realidad, el pasado del presente.

No era extraño ni insalubre que los mayores castigaran a sus hijos como se suele practicar en ámbitos castrenses, pero el remedio a la desobediencia y la altanería se pagaba con castigos físicos severos, que entendían ellos era eficaz, en cuanto a lo generacional y positivo. Edelmira Carrión, angustiada y sin dominio propio, a veces excedía los límites de la enseñanza y reprendía duramente a Irene. Eso no era novedad, pero el día en que Irene tuvo que llevar la libreta de notas a la casa, no supo qué hacer con su cuerpo y aunque en la primaria allá en su pueblo siempre había sido hábil con las matemáticas, ni ella misma entendía que sucedía con sus calificaciones. Las clases parecían ser de otro planeta, al menor chispazo de desconcentración, de regreso se encontraba con un grupo de símbolos extravagantes y desconocidos. A medida que pasaban los días, aquellos símbolos se habían entreverado como la nieve, y tenían proporciones que, a esas alturas, era inimaginable la comprensión para Irene, quien sin pensar en cómo ni cuándo, se había abandonado al letargo de quién espera agonizando. Esa tarde Edelmira Carrión con la mirada enfurecida y con los brazos prestos a andar, se le ocurrió, segura de que la vergüenza era el mejor castigo, colgarle un letrero que decía “soy una burra” en la espalda y mandarla a comprar los panes a tres cuadras de la casa. Irene había crecido, ya no era la niña desvergonzada y desinteresada, además había identificado algo distinto en la mirada de los chicos, por lo que la idea de caminar con aquel letrero era significativamente bochornosa. Edelmira diseñó el cartel con rapidez sobre un pedazo de cartón y le tendió una tira de pabilo que encontró en la mesa. “¡Vaya! a ver si así se le quita lo burra” le dijo. Irene, casi sin salida, alcanzó a ver al otro lado de la calle, donde antes la gente aglutinaba sus basuras, un desorden similar al de una construcción. Corrió despavorida, pasando por alto los gritos de Edelmira, y pensando solo en la idea de esconderse en algún rincón de aquella construcción y abandonarse al inagotable llanto de la infancia perdida. Recordó a su madre, a sus hermanas, la vida pastoril y las pocas urgencias que tenía que pasar; se le vino un baño húmedo de pena, pero se sintió desesperada cuando finalmente Edelmira la sacó de un tirón del brazo y la comenzó a sacudir diciéndole que no lo vuelva a hacer, que no la vuelva a desobedecer de esa manera. “Quién te habrás creído” le resondraba Edelmira al tiempo de que la jaloneaba con los llantos púberes de aquella niña menuda de nombre Irene.

Las cosas no mejoraron en la escuela. Irene sentía que los días pasaban y que aquellos símbolos se tornaban enemigos suyos, personajes cada vez más lejanos e impenetrables. Recordó aquella noche que le mostró la libreta de notas a Edelmira, y en vez sentir miedo, desbordada por ese ímpetu infantil de que las cosas son sencillas, decidió adulterar la firma del auxiliar, y presentar notas más nobles. Tardó dos semanas, a lado de Ana y Rebeca, de practicar la firma del auxiliar, encerradas en el cuarto de Rebeca. El segundo bimestre presentó las notas a su tía. La señora Edelmira la miró con algo de alegría, le dio unas palmadas de aprobación y siguió en sus asuntos domésticos. Y así transcurrió el año, sin mayor preocupación. Un día de noviembre Irene despertó de la cama de alegría. Había soñado que su madre había vuelto a casa junto a sus hermanas. Preguntó por su padre pero no obtuvo respuesta. Entonces decidió irse de regreso a su pueblo, sola, por su propia y furtiva cuenta. Pensó en la forma de huir de la casa, de conseguir el dinero para el pasaje, de tomar el carro que la llevaría a su pueblo. Aquella mañana mientras iba camino a la escuela, estuvo tan abstraída pensando en eso que por poco se la lleva un carro y adiós todo lo planeado. Pocos minutos después del recreo, en plena clase, al borde de un grito, estalló en júbilo. Tenía un plan para volver a su pueblo.

El primero de enero era su cumpleaños, le hicieron una pequeña torta, vinieron algunos tíos, pero lo fundamental, le dieron propinas. Con las propinas que recibiera esa noche, se las arreglaría para el pasaje a su pueblo. Solo tenía que esperar el momento de salir, y ese momento llegó el 4 de enero, fecha de entrega de las libretas. Irene fue a recoger su libreta, pero tenía pensado no volver a casa de su tía Edelmira nunca más. Recogió la libreta y no tuvo que ser bruja para adivinar que tenía dos cursos jalados. No le importó, tomó un carro a La Parada donde partían pequeños buses rumbo a su pueblo. Había imaginado su llegada al pueblo, con sus dos hermanas menores recibiéndola en estruendos gritos de euforia y llantos de alegría. Cuando llegó al terminal se dio con la sorpresa de que los buses salían a las 6 de la tarde, era muy temprano para estar ahí. Entonces resolvió en irse a la casa de su tía Ricardina que quedaba a unos minutos de allí. Estuvo conversando todo el momento con su tía, hablaban de aquellas novelas que veían en común: historias románticas de amor con personajes antagónicos y dramas excesivos. La pasaban bien y así transcurría el tiempo. Luego subió al cuarto de su otra tía y ahí se quedó a conversar sin tener más cuidado del tiempo. Cuando vio el reloj ya eran las 6 y no supo qué hacer. Estaba levantándose cuando escuchó unos pasos apolillados que hacían crujir las escaleras. La puerta se abrió, y frente a todos se encontraba la tía Edelmira. Irene tenía el rostro pálido y la sangre paralizada. Edelmira habló con la tía Ricardina, y se llevó de regreso a Irene. No se dijeron ni una sola palabra en el camino, Edelmira ya sabía de las notas en la escuela y para ella eso bastaba. Esa noche Irene durmió callada, el silencio en su mente se dibujó como un puente roto terminado en un abismo. Aquel silencio lúgubre y angustiante terminó por agotarla, y se recostó en ella como un peso paquidérmico en sus ojos, en su alma. A las 5 de la mañana despertó sudando. La angustia de no volver a su pueblo nunca más, y quedarse atrapada en ese hogar, parecían agotarla al extremo de no dejarla dormir. Decidió huir en ese mismo instante, acabar con todo y salir de esa tierra que nunca le perteneció y que al contrario la enfrentó con mezquindad desde el primer momento que llegó. Quiso levantarse pero oyó el sonido horrendo como de un animal que movía la mesa de la sala. Pensó que su tía la iba a matar, pero el sonido se extendió a toda la casa, acompañada de un tenue movimiento que se estremecía por toda la casa como un gran animal que solloza desconsolado. Entendió que era un sismo, se recostó en la cama y espero que todo pasara. “La tierra esta triste igual que yo” pensó. Cuando todo se calmó, Irene se apresuró en recoger algunos vestidos y colocarlos en su mochila. Parecía estar todo listo cuando escuchó un ruido detrás de la puerta. Abrió la puerta; detrás estaba Edelmira y su esposo, ella llevaba su bata blanca y su esposo la sostenía del hombro. Edelmira la miró con preocupación y le dijo a su esposo: “Dale su pasaje, se va a su pueblo”.


En honor a mi madre: luchadora
incansable y de corazón áureo.

8 comentarios:

Chio dijo...

Todas las cosas que hay quepasar para llegar a lo que querems no?

Linda historia.

besos wilmer!

Mariel Ramírez Barrios dijo...

iMPRESIONANTE
SORPRENDENTE
TRAMA IMPECABLE
y el dolor de los niños,no? callados
mudos
llenos de miedo
--Cuàntos hay
cuàntos hubo
què haremos para que ya no hayan?
beso grande
me encantò

Cathy Pazos dijo...

Bellisima la historia, las madres son insuperables, aun que he visto muchos padres para sacarse el sombrero.

Besitos

;D

Gittana dijo...

Hermosa historia de una gran luchadora... hermoso homenaje a ella... las guerreras de la humanidad...

soleil dijo...

Dios, que historia! me ha dado mucha pena, pero ademas me ha enternecido y conmovido... me atemoriza un poco la idea de que paso al llegar al pueblo, las hermanas menores aun seguirian ahi? el padre la reciviria avergonzado? o volveria a despacharla a un nuevo destino? espero sea el final feliz que en cuentos de niños nos gusta oir...

exelente escrito, trama, detalles, todo! como siempre!

saludos!

Anónimo dijo...

Wilmer, otra joya de las tuyas. Me senti hermano mayor de Irene, quise comprarle su pasaje, quise abrazarla y acompanarla en el viaje a su pueblo que le podria ser hostil porque ella, sin querer, lo habia abandonado. En fin, me he quedado sediento con esta historia digna de ser contada y acabada. Un placer leerte, como siempre! El Lobo.

gabriel revelo dijo...

leí la historia tres veces... y sigo encontrandole cosas. me sigo conmoviendo y sabes, creo que me dejará pensando en ella por días. pude tocar la mente y los sueños de cada una de las protagonistas. romper esa barrera es dificil, gracias por haberlo logrado.

saludos desde méxico.

Maria Pía dijo...

tarea en mi blog