sábado, 31 de enero de 2009

La Novela Perfecta



Te dicen que me han visto con otra. En una clara señal de impaciencia me preguntas si te he sido infiel. No le vas con rodeos, ni utilizas algún tipo de eufemismo, me lanzas la pregunta como una certera bala en la sien. Tu pregunta me deja perplejo, congelado, y comienzo a pensar en quién podría haberte dicho eso, de dónde sacan esas patochadas, qué gente para más cizañera y entrometida. Me quedo callado pensando en la situación, me parece cómica. Justo ese día llegué tarde a la cita porque me pararon el carro por cambiar de carril dónde no se podía; pienso que cuando algo me sale mal es porque lo que se viene va a ser peor, así que me preparo para lo que sigue. Tú atribuyes esa divagación como una confirmación de que te he sido infiel. Yo te pregunto de dónde sacas esas cosas. Mientras indago en tu rostro desconfiado las razones de tu pregunta, al costado tuyo pasa la hermana de Saúl, mi amigo, y me quedo mirándola para saber si es en realidad ella. Tú me miras con odio y por poco me sueltas una bofetada, me dices que estoy mirando a otra estando tú presente, que cómo seré cuando no estás, que es verdad lo que te han dicho, que soy un gran conquistador, un descarado, y yo me pregunto en mi cabeza, si a las justas tú me haces caso cómo diantres voy a poder entrarle a otra mujer; soy tan torpe para congeniar con una mujer que cuando te dije que me gustabas me lancé sobre tus labios para evitar que me dijeses que no. Tú me dices que lo nuestro ha pasado a ser cosa de pura apariencia pero que entre nosotros se ha acabado el amor, de que yo soy el culpable de haber socavado la relación con mi frialdad y desfachatez. “Pero, mi amor”, te digo, “yo te quiero”. Tú me dices que debo amarte, que se quiere a una mascota, que se quiere un pan, o cualquier otra cosa insignificante. Me concentro e intento sacar a relucir todo mi repertorio tele-novelesco que tengo en mente, pero apenas hablo me salen puras letras de canciones conocidas: “Por tocar tu piel lo doy todo en el mundo, me rindo a tus pies, me siento vagabundo”, “no hay cielo que cubra todo lo que siento por ti”. Entonces me arrodillo suplicando perdón, qué extraño, no sé qué hice. Finalmente siento que debo ser sincero y hablar con el corazón: “Sabes que tú eres…”, mi discurso es interrumpido por el sonido de mi celular, veo el celular, en la pantalla aparece el nombre de “la otra”. Recuerdo que ayer “la otra” estaba jugando con mi celular, qué ocurrente pienso. Pero “la otra” no es más que una amiga con la que hablamos bacán y nos vacilamos, sanamente claro está. “Aló… Estoy ocupado, te llamo luego ok?” le contesto rápidamente. Tú te pones iracunda, me dices que segura era la otra, y es cierto, pero no es lo que te imaginas, o sea, es una amiga, nada más. Te levantas de la mesa, sales del restaurante corriendo y pienso qué trágico y de novela sería que te atropellara una combi (*) y que luego perdieses la memoria de algunos minutos atrás. Me pregunto si soy perverso o idiota. Sin embargo es una combi la que se para frente tuyo y te subes rauda y agresiva. Me apena de que te hayas ido, tenía a las justas para pagar la cuenta. Pago la cuenta renegando y me subo al carro. Estoy molesto, molestísimo por la forma en la que alguien puede hacer problemas por nada, me pregunto por qué esa naturaleza orate de algunas mujeres, pero por otro lado me siento bien de que hayamos peleado, puedo darme algunas libertades, me acurruco en el asiento y prendo un cigarrillo, en el espejo retrovisor veo tu imagen, me miras con una ceja inclinada y las fosas nasales como a punto de erupcionar. Giro violentamente entre asustado y sorprendido, el cigarro cae en mi entrepierna, salto en el asiento, me golpeo la cabeza, una señora me mira desde la acera.

Pongo primera, y arranco en dirección al Negro-negro, bar situado en los oscuros de la plaza San Martín, hace mucho tiempo que no bebo un buen pisco. Una combi se me adelanta súbitamente, “estos cojudos se han confabulado contigo”, pienso. El celular suena nuevamente. “La otra”. “¡¡¡¿Estas por la plaza San Martin?!!!” le pregunto asombrado, y me pongo a pensar en las coincidencias de la vida. “Justo estaba yendo para allá, nos vemos ahí, llego en 10 minutos” le confirmo, pienso que necesito alguien a quién contarle mis penas y frustraciones del amor. Estaciono el carro en un pasaje cerca a la plaza, le juego un sencillo a un hombre para que me cuide el carro: “Pierda cuidado” me dice, yo le creo. En la plaza alguien me recibe por atrás, emito un pequeño alarido. “Qué poco varonil sonó eso” me dice, nos reímos. “¿Cómo estaaaaaaás?” me dice, alargando la “a” y sosteniéndome por el hombro, levemente baja sus brazos rodeándome los míos. “Un poco mal, he tenido una pelea con mi enamorada, tu sabes” le explico a la vez que mi mirada se queda clavada en su formidable escote casi perceptible desde la luna. “Qué te parece si vamos a tomar algo” le pregunto. Ella juega a decir que no, que lo está pensando un poco, la entiendo. “Ok, vamos, para que me cuentes tus penas” finalmente se ríe pícaramente. Tiene el cabello lacio, la figura delicada, y la voz dulce, pero sobretodo tiene ese grandioso y amable triangulo que me vuelve vulnerable, esa parte de adelante de la cual quiero ser el comandante, Calamaro suena bien, a veces. Bebemos un par, no creo que hayan sido más de tres. Salimos a la calle nuevamente, ella me tiene sujeto del brazo y yo la miro de reojo, me parece atractiva, siempre me pareció atractiva solo que esta vez tengo el valor para decírselo. “¿Vamos a tu carro?” me pregunta. “Acepto la invitación” le respondo mirándole los pechos, es imposible hablar con ella sin que sus pechos se entrometan en la conversación. “Hagamos una carrera hasta el carro” me dice con una carita de niña dulce y tierna, “si ganas, hago lo que tú quieras” prosigue apretándose el busto y haciéndolo más irresistible, me siento un perro en pleno experimento de estímulo-respuesta. “Me agrada esa idea, te parece a la voz de tres… una, dos, y… ¡tres!” y corro como si estuviera en los 100 metros planos, solo que estos son del placer. Pienso que no hay mejor estímulo en el deporte que algo como esto, nuestros deportistas nos traerían más medallas, nuestros futbolistas irían al mundial. Salto la acera como una gacela, más bien como un simio rabioso, y cruzo la calle como una bala. De pronto, no sé en qué momento, siento que soy sacado de mi ruta abruptamente. Quedo 15 segundos sin tocar el suelo, 15 segundos sin sentir nada más que el silencio y una sensación de no tener control. Luego de ese tiempo me siento caer y ser arremetido por golpes incesantes. Al final quedo con el pantalón hecho trizas, parte de mi trasero mira desconcertado al cielo, sudoroso de sangre, mi brazo izquierdo no lo encuentro en ninguna parte de mi cerebro, poco a poco voy sintiendo bulla y cacareos a mi alrededor, alcanzo a ver una cabeza que me mira al revés, me pregunta si estoy bien, “¿Ah?” contesto.

En el hospital todos me acompañan, mis papás, mi hermano mayor, por supuesto tú, y “la otra”. Ambas están a un extremo de la otra. “La otra” lleva vestida una blusa naranja muy distinta a la que llevaba puesta hace un rato, y ahí es cuando me doy cuenta de que ya es otro día. “Sé que me merezco estar donde estoy: postrado en una cama quejosa, entumecido y maloliente” pienso en mi interior. En el momento menos pensado todos se van y me encuentro solo, un poco triste, minusválido, desamparado, cómo quisiera que estés a mi lado y me cuides. Los 4 días siguientes no te vuelvo a ver, pregunto por ti y me dicen la verdad: “No te quiere ver para nada, hijito, vino para saber solo si estabas vivo”. La verdad es dura, pero necesaria, a veces. Ese mismo día me dieron de alta con mil limitaciones de por medio. El carro que me atropelló se dio a la fuga, yo quedé con fracturas muy graves en la cadera, el brazo izquierdo dislocado, y mis nalgas no podían dar el menor roce con algo, me pusieron una almohadilla de algodón en el asiento; de esa manera tenía que andar por algún tiempo, me sentía muy mal. A la semana, cuando ya no usaba la almohadilla en las nalgas, te fui a visitar a tu casa. Tu mamá me atendió, me dijo que no estabas, que habías salido hace un par de horas. No te llamé porque pensé que te encontraría en tu casa, al ver que no estabas, regresé a la mía, sentí que tu madre sentía lástima por mí cuando cerraba la puerta, me la imaginé llorando por su yerno favorito. Al dar la vuelta a la esquina te vi junto a ese “tu amiguito” que venían caminando, conversando muy placenteros; sentí tanta rabia de que ese cretino te estuviese asediando a penas se enteró de nuestra discusión que pensé en esconderme detrás de la esquina y doblar justo cuando ustedes pasaran, de tal manera que le propinaba un certero golpe en la tibia. Calculé el tiempo necesario y aparecí con fuerza para darle en el justo de su exangüe canilla. Una motocicleta me arroyó sin medida, yo caí a un costado de la vereda, con el cuerpo inclinado y el cuello retorcido. Mientras tú me auxiliabas pensé: “tengo que escribir esta novela”.

(*) Vehículo pequeño y ligero que sirve para el transporte público. Se caracteriza por extralimitarse con la capacidad de pasajeros y atropellar uno que otro aciago peatón.

martes, 27 de enero de 2009

'El Sabueso' sin pudor


Pocos amigos son realmente singulares como el viejo sabueso, Pedro Solar. Bordea el metro ochenta (aun encorvado), tiene el cabello largo, ojos tristes y un caminar pausado y taciturno; es calmado al hablar pero ríe sin pudor haciéndose reconocer a metros de distancia; le exaspera la banalidad y frivolidad de cómo se torna el mundo, aunque es devoto de las buenas fiestas. ‘El Sabueso’, como le decimos por su andar aparentemente torpe, su entristecer cotidiano, y su repentino estallido de risa, es una persona ya trastabillada por los años, compartió 4 años a lado de Lorena, y ahora vive solo en una vieja quinta de La Victoria con un perro y algunos pericotes. El sabueso se levanta tarde, al sonido del camión de la basura, enciende la radio y entona melodías ochenteras al tiempo de que saca a la calle la basura compuesta por restos de chifa, verduras, y cascaras de frutas lánguidas. Prende un cigarro, agita su camisa en el aire como dejando en el aire los malos recuerdos de ayer, se cubre el pecho seco y brilloso, y sale a comprar algunas cosas para el almuerzo.

El sabueso es algo desinteresado y espera de la vida lo que ella le pueda dar, no exige demasiado, solo requiere de comida, amigos y algo que no se atreve a aceptar de forma consciente: el regreso de Lorena. Los amigos que tiene son sus amigos porque están con él no porque tenga dinero o abundancia, sino porque simplemente él da un cariño fraterno y desinteresado, como él mismo. No recuerdo otro momento en el que vi a ‘El Sabueso’ tan entregado a ese cariño formidable y desinteresado que cuando vivió con Lorena. Ese cariño tupido y elocuente, sucedió de forma natural y desinteresada, propia de aquellos tiempos en los que vivían juntos; ese cariño fue convirtiendo su extraño hogar en un lugar ameno y confortable, donde ambos fueron perdiendo las intimidades hasta lograr una conexión física y emocional difícilmente quebrantable.

‘El Sabueso’ se separó de Lorena luego de 4 años de amor ininterrumpido, cuando Lorena decidió irse a vivir a Argentina seducida por una oferta de trabajo nada despreciable, que incluía un auto del año y otros beneficios. ‘El Sabueso’ al contrario de entristecer, comprendió que su forma de vivir, sus planes, y su apariencia, no encajaban con el de los de Lorena, así que, rendido y tolerante, le sonrió y le dijo “búscame cuando quieras, aquí voy a estar”.

‘El Sabueso’ tenía la característica de ser idénticamente igual en todas las facetas de su vida: cuando estaba con sus amigos, cuando andaba con Lorena, cuando hablaba de negocios, cuando discutía con la policía, cuando iba a la playa, cuando jugaba con los sobrinos de ‘El keke’; era un tipo lineal y predecible. Pero frente a esa extraña linealidad, yo sé que él extraña a Lorena, sobre todo en las noches de playa y en lo más hondo de su pudor incontenible. El mar era el único espacio cercano e íntimo donde ambos se reconocían uno al otro, caminaban agarrados de la mano enlazados por un viento bajo y sosegado que no los hacía ascender por los aires, sino que los mantenía en el suelo, al ras de la arena, juntos y serenos. Ambos compartieron tantas cosas como las que no estoy enterado, sin embargo una vez Lorena partió, dejando atrás momentos tan reconocibles como la primera vez juntos. Una noche en la casa de playa, ambos cayeron rendidos al aplazamiento más largo de amor que ambos conocían, se sentaron cada uno a un lado de la cama, y se recostaron con parsimonia encima de ella; parecían cansados, pero era un aletargamiento premeditado; entonces se tocaron en la oscuridad, y fue lo que él ahora llama la “etapa del pudor”, ambos luchaban con una fuerza que explotaba dentro suyos, una tensión sofocante que los aprisionaba de pies a cabeza, ese rato escondieron sus impulsos primitivos, los apaciguaron de manera consciente, y dejaron pintados con chispazos risibles de solemnidad aquel encuentro transitorio de éxtasis descomunal. Con el tiempo éste fue adquiriendo un hábito animal y pronto rutinario y libre, a la luz del día, en la ducha, en el sofá, en la escalera, en una reunión, a principios del mes, en el ocaso, quincena, y en navidad; ningún tiempo desperdiciado por el impulso amatorio de apretujarse las entrañas, confesarse las pasiones y amarse sin censura. Aquella etapa de pudor, en la que ambos se cuidaban de que ninguna parte pudenda quedara a la vista del otro, o que algunas ‘solturas’ se hicieran oíbles, fue haciéndose obsoleta en la medida de que el tiempo pasaba; pronto los cabellos revueltos, el aliento severo, la espalda sudorosa, y todas esas menudencias se atrincheraron en un grupo que no merecía mayor escándalo, fueron dejando de lado poco a poco esa sosa etapa. Cuando yo llegaba de visita resultaba cómico y ejemplar cómo ambos habían establecido ese hogar como un espacio con pocas ataduras y prejuicios, era un pequeño hogar sano y libre, divertido y suelto, agitado y risueño, entrañable y criollo, ambos habían encontrado en el otro la familiaridad con la que uno puede decidir vivir para siempre a lado de otra persona. Sin embargo, las cosas se descarrilaron en algún momento, Lorena partió a tierras gauchas, y Pedro, El Sabueso, se quedó aquí; nunca supe porqué decidió quedarse aquí, pero él lo toma tranquilamente, como sabiendo de que ella volverá algún día y él la esperará en el sillón azul, dormitando, en short y con las piernas abiertas (por el calor), como descansa todas las tardes en su vieja casa después del almuerzo: sin pudor.

viernes, 9 de enero de 2009

Libreta de notas


ERAN tres amigas; inseparables en el salón, inquietantes fuera y dentro de clases, un pequeño ejército de palomilladas. Aquel extraño grupo estaba presidido por Irene Corrales, seguido por Ana Bendezú, y ultimado por Rebeca Alegría. Sus travesuras eran cotidianas y comunes; pasaba por hacer escándalo en el rincón del salón, rumorear entre ellas, conocer chicos de otros grados, no ingresar a clases, y otras cosas que lo hacían juntas, ocultándose una de otra. Eran muy inquietas, divertidas, y sumamente simpáticas. Irene Corrales, la líder del grupo, tenía el cabello hermoso, lacio, oscuro, mediano y sumiso; los ojos breves como presumiendo su suficiencia y el cuerpo menudo, bien esculpido. Era serena y pensativa, pero a la vez era la más avezada, sediciosa y urgentemente provocativa. Se sospechaba de ella cuando algún rumor se escuchaba, alguna debacle se aproximaba o algún incidente se daba a la luz. Al no vivir con sus padres, los profesores no la tomaban en cuenta, la desatendían y la reprendían con dureza.

Irene, llegó a Lima ese mismo año, días antes de iniciar el periodo escolar. Su mamá había fallecido y desde entonces se inició una depresión medular, una que se alojó callada y pujante en lo más hondo de su alma. Antes de la muerte de su madre su vida transcurría en los senderos de la felicidad a lado de sus padres, corriendo en las pequeñas calles de su pueblo, respirando alegría y recibiendo amor de esa unión aparentemente inquebrantable de sus padres. Su papá, dueño de vastas chacras y desbordantes ganados, era el encargado de sostener aquella pequeña familia conformada por cinco hijas. Cuando su madre quedó en cinta de la sexta niña, no resistió las erosiones del cuerpo y se dejó abandonar al viaje insondable de la muerte, dejando solas a sus seis hijas, a merced del destino. Irene era la tercera de las hermanas y tardó lo suficiente para darse cuenta por propia cuenta de que su madre las había abandonado. Su padre, luego de la muerte de su madre, decidió esparcir sus hijas como si se tratara de semillas que pronto darían frutos. A cada una las cogió un día y las llevó de visita a Lima, la capital. Emocionadas por el viaje, no tuvieron tiempo para darse cuenta de que estaban siendo entregadas al destino de su vida, que las decisiones que tomasen desde entonces marcarían el camino que ellas iban a recorrer. Irene Corrales llegó a la casa de la tía Edelmira Carrión en el mes de Marzo. Edelmira Carrión, prima de su padre, había sido desposada hace no más de 5 años, y el matrimonio resuelto en pleitos e incompatibilidades había sobrevivido como un mal perpetuo y necesario. Edelmira Carrión junto a su esposo se había asentado en una humilde casa en el Agustino, facilitada por uno de sus hermanos para que puedan asentar su hogar y su matrimonio. Edelmira Carrión era una mujer de muy mal carácter, se le veía siempre disgustada, atolondrada, corriendo de un lugar hacia otro, explotando del trabajo de ser madre, de tener que llevar adelante un hogar que pensó sería llevado por ella y su esposo. El marido llegaba solo en las noches, aunque algunas se ausentaba, y esa soledad, acompañada de la sensación de que no podía con todo, hicieron de la señora Edelmira una mujer desquiciada y casi nula en la razón. A ese hogar llegó Irene, como de visita, y se quedó allí, con sus tres mudas de ropas y sus zapatos marrones. El silencio se apoderó de Irene cuando su tía le explicó de que su padre había regresado al pueblo y que ella iba a quedarse a estudiar ahí. No lloró, no se desesperó, hizo que aquellas fuerzas del corazón nunca salieran y se quedaran allí entrelazándose como llamas que hacen lengüetas de fuego que pronto desbordaran a la superficie con una fuerza animal. Donde se evidenció primero su depresión fue, como es razonable, en su desempeño en la escuela. Fue duro ingresar a una escuela de secundaria, con rostros nuevos, con miradas atomizadoras y telescópicas, extrañas e inquietantes. Eso añadido a su inquietante depresión hicieron de aquellas clases en el aula un murmuro de la realidad, sin poder desligar los sueños de la realidad, el pasado del presente.

No era extraño ni insalubre que los mayores castigaran a sus hijos como se suele practicar en ámbitos castrenses, pero el remedio a la desobediencia y la altanería se pagaba con castigos físicos severos, que entendían ellos era eficaz, en cuanto a lo generacional y positivo. Edelmira Carrión, angustiada y sin dominio propio, a veces excedía los límites de la enseñanza y reprendía duramente a Irene. Eso no era novedad, pero el día en que Irene tuvo que llevar la libreta de notas a la casa, no supo qué hacer con su cuerpo y aunque en la primaria allá en su pueblo siempre había sido hábil con las matemáticas, ni ella misma entendía que sucedía con sus calificaciones. Las clases parecían ser de otro planeta, al menor chispazo de desconcentración, de regreso se encontraba con un grupo de símbolos extravagantes y desconocidos. A medida que pasaban los días, aquellos símbolos se habían entreverado como la nieve, y tenían proporciones que, a esas alturas, era inimaginable la comprensión para Irene, quien sin pensar en cómo ni cuándo, se había abandonado al letargo de quién espera agonizando. Esa tarde Edelmira Carrión con la mirada enfurecida y con los brazos prestos a andar, se le ocurrió, segura de que la vergüenza era el mejor castigo, colgarle un letrero que decía “soy una burra” en la espalda y mandarla a comprar los panes a tres cuadras de la casa. Irene había crecido, ya no era la niña desvergonzada y desinteresada, además había identificado algo distinto en la mirada de los chicos, por lo que la idea de caminar con aquel letrero era significativamente bochornosa. Edelmira diseñó el cartel con rapidez sobre un pedazo de cartón y le tendió una tira de pabilo que encontró en la mesa. “¡Vaya! a ver si así se le quita lo burra” le dijo. Irene, casi sin salida, alcanzó a ver al otro lado de la calle, donde antes la gente aglutinaba sus basuras, un desorden similar al de una construcción. Corrió despavorida, pasando por alto los gritos de Edelmira, y pensando solo en la idea de esconderse en algún rincón de aquella construcción y abandonarse al inagotable llanto de la infancia perdida. Recordó a su madre, a sus hermanas, la vida pastoril y las pocas urgencias que tenía que pasar; se le vino un baño húmedo de pena, pero se sintió desesperada cuando finalmente Edelmira la sacó de un tirón del brazo y la comenzó a sacudir diciéndole que no lo vuelva a hacer, que no la vuelva a desobedecer de esa manera. “Quién te habrás creído” le resondraba Edelmira al tiempo de que la jaloneaba con los llantos púberes de aquella niña menuda de nombre Irene.

Las cosas no mejoraron en la escuela. Irene sentía que los días pasaban y que aquellos símbolos se tornaban enemigos suyos, personajes cada vez más lejanos e impenetrables. Recordó aquella noche que le mostró la libreta de notas a Edelmira, y en vez sentir miedo, desbordada por ese ímpetu infantil de que las cosas son sencillas, decidió adulterar la firma del auxiliar, y presentar notas más nobles. Tardó dos semanas, a lado de Ana y Rebeca, de practicar la firma del auxiliar, encerradas en el cuarto de Rebeca. El segundo bimestre presentó las notas a su tía. La señora Edelmira la miró con algo de alegría, le dio unas palmadas de aprobación y siguió en sus asuntos domésticos. Y así transcurrió el año, sin mayor preocupación. Un día de noviembre Irene despertó de la cama de alegría. Había soñado que su madre había vuelto a casa junto a sus hermanas. Preguntó por su padre pero no obtuvo respuesta. Entonces decidió irse de regreso a su pueblo, sola, por su propia y furtiva cuenta. Pensó en la forma de huir de la casa, de conseguir el dinero para el pasaje, de tomar el carro que la llevaría a su pueblo. Aquella mañana mientras iba camino a la escuela, estuvo tan abstraída pensando en eso que por poco se la lleva un carro y adiós todo lo planeado. Pocos minutos después del recreo, en plena clase, al borde de un grito, estalló en júbilo. Tenía un plan para volver a su pueblo.

El primero de enero era su cumpleaños, le hicieron una pequeña torta, vinieron algunos tíos, pero lo fundamental, le dieron propinas. Con las propinas que recibiera esa noche, se las arreglaría para el pasaje a su pueblo. Solo tenía que esperar el momento de salir, y ese momento llegó el 4 de enero, fecha de entrega de las libretas. Irene fue a recoger su libreta, pero tenía pensado no volver a casa de su tía Edelmira nunca más. Recogió la libreta y no tuvo que ser bruja para adivinar que tenía dos cursos jalados. No le importó, tomó un carro a La Parada donde partían pequeños buses rumbo a su pueblo. Había imaginado su llegada al pueblo, con sus dos hermanas menores recibiéndola en estruendos gritos de euforia y llantos de alegría. Cuando llegó al terminal se dio con la sorpresa de que los buses salían a las 6 de la tarde, era muy temprano para estar ahí. Entonces resolvió en irse a la casa de su tía Ricardina que quedaba a unos minutos de allí. Estuvo conversando todo el momento con su tía, hablaban de aquellas novelas que veían en común: historias románticas de amor con personajes antagónicos y dramas excesivos. La pasaban bien y así transcurría el tiempo. Luego subió al cuarto de su otra tía y ahí se quedó a conversar sin tener más cuidado del tiempo. Cuando vio el reloj ya eran las 6 y no supo qué hacer. Estaba levantándose cuando escuchó unos pasos apolillados que hacían crujir las escaleras. La puerta se abrió, y frente a todos se encontraba la tía Edelmira. Irene tenía el rostro pálido y la sangre paralizada. Edelmira habló con la tía Ricardina, y se llevó de regreso a Irene. No se dijeron ni una sola palabra en el camino, Edelmira ya sabía de las notas en la escuela y para ella eso bastaba. Esa noche Irene durmió callada, el silencio en su mente se dibujó como un puente roto terminado en un abismo. Aquel silencio lúgubre y angustiante terminó por agotarla, y se recostó en ella como un peso paquidérmico en sus ojos, en su alma. A las 5 de la mañana despertó sudando. La angustia de no volver a su pueblo nunca más, y quedarse atrapada en ese hogar, parecían agotarla al extremo de no dejarla dormir. Decidió huir en ese mismo instante, acabar con todo y salir de esa tierra que nunca le perteneció y que al contrario la enfrentó con mezquindad desde el primer momento que llegó. Quiso levantarse pero oyó el sonido horrendo como de un animal que movía la mesa de la sala. Pensó que su tía la iba a matar, pero el sonido se extendió a toda la casa, acompañada de un tenue movimiento que se estremecía por toda la casa como un gran animal que solloza desconsolado. Entendió que era un sismo, se recostó en la cama y espero que todo pasara. “La tierra esta triste igual que yo” pensó. Cuando todo se calmó, Irene se apresuró en recoger algunos vestidos y colocarlos en su mochila. Parecía estar todo listo cuando escuchó un ruido detrás de la puerta. Abrió la puerta; detrás estaba Edelmira y su esposo, ella llevaba su bata blanca y su esposo la sostenía del hombro. Edelmira la miró con preocupación y le dijo a su esposo: “Dale su pasaje, se va a su pueblo”.


En honor a mi madre: luchadora
incansable y de corazón áureo.

jueves, 1 de enero de 2009

Por más amargo que parezca


- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.

*****
Ruth, Álvaro, su esposo, Mariel y yo. Cuatro personas, dos parejas. Mariel es una persona agradable, pero demasiada buena onda para mi gusto; su optimismo exagerado, a veces huachafo, me embriaga a tal punto de asentir por pura cortesía todo lo que me dice; sus ojos, a menudo, desorbitados y frenéticos impiden que podamos conversar tranquilamente. Esa noche, de una chica de oficina, alegre aunque recatada, pero siempre enérgica, pasó a ser una mujer demasiado llamativa para salir a algún lugar a bailar. No llevaba sus anteojos (y creo que ese era el problema para que me hablara tan cercanamente sin modular el volumen de su voz), el pelo lo tenía suelto, traía una suerte de blusa turquesa recortado por el lado de la cintura, ambos cortes llegaban como flechas al ombligo haciendo de este parte importante del atuendo, además siguiendo el ombligo hacia arriba yacía una ranura que se extendía en forma de uve con extrema irreverencia, dejando la incómoda sensación de tener que agachar la mirada cuando hablabas con ella; aquél escote era una cosa abrupta y podríamos haber conversado de aquel toda la noche, si no fuese por su frenesí que te llevaba de un lugar a otro, de un extremo al vacío, y de la nada abajo, saltando de temas y volviendo al inicio, llevándote a bailar y luego hablarte al oído como si estuvieses fuera del local.

Mariel es una persona agradable, es decir, suele a veces contagiarte de ese entusiasmo avasallador con que toma las cosas, pero a veces, también, suele exasperar su desbordante ímpetu y delirio mental. Esa noche, cumpleaños de Álvaro, salimos los cuatro a una discoteca del viejo Barranco. Ruth y su esposo, Álvaro, coincidían (extraña costumbre que me hacía pensar hasta que punto eran humanos) en ir a una discoteca, alentados por la efervescencia de Mariel. Bueno, por fin estábamos en el local, mi consideración de ser una noche tranquila, casual y amena, se vio interrumpida cuando Mariel comenzó a arrearnos a bailar a todos como si fuera la última noche de nuestras vidas. Siempre pensé que considerar cada minuto como el último de nuestras vidas era necesario para llevar una vida plena, pero lo de Mariel escapaba de esa lógica, correr a la pista de baile con los brazos agitados y las piernas amortiguadas no me parecía algo interesante y menos al lado de Mariel. Al comienzo pensé en bailar como siempre lo hago, medianamente rítmico con algo de gracia, pero el escándalo rítmico de Mariel hacía de nosotros una pareja antagónica, un contraste embarazoso, parecíamos, exagerando un poco, una mujer salida del penal Santa Mónica, y un cura tímido y mojigato (porque hay de los otros). Había comenzado a arrepentirme de venir y no sé si se notara en mi rostro pero los movimientos atolondrados de Mariel acabaron por fatigarme. Álvaro y Ruth bailaban al compás unísono de una melodía colombiana, se les notaba contentos, sincronizados, ni uno hacía algo que sobrepasara al otro ni el otro se desmedía en lo mínimo, era un cálculo matemático de movimientos, un modelo físico perfecto, era la muestra de que llevaban años bailando juntos, me imagino. Mariel comprendió mis urgencias hipócritas de ir al baño, ella se sentó casi a regañadientes, pero con el propósito de tomar impulso para la siguiente ronda. “No demores, voy a tomar algo” terminó ahuyentándome. Me escurrí entre los bailantes, alcancé los servicios higiénicos casi agonizando. Necesitaba darle un rumbo nuevo a esa noche, me resistía a ser la pareja de Mariel. Por un lado me sentía comprometido por tener que acompañar a Mariel, pero por otro me decía a mí mismo que ese compromiso me lo había creado yo, que estaba bien que hayamos salido en pareja pero eso no me encadenaba a tener que acompañar a Mariel toda la noche. Ambos, sencillamente, no congeniábamos; ella era demasiado para mí. Pensé en regresar a la mesa y decirle a Mariel que me sentía mal y que me tenía que ir. Era lo más sincero que podía hacer así que salí de ese intermedio que es el baño rumbo a la mesa donde estábamos ubicados.

*****
Mis pupilas se dilataron, el cuerpo se me paralizó por completo, y mi mirada quedó retenida en ese asiento, en ese torso, en esa caída del cabello, en esos hombros desnudos. Me acerqué por inercia saboreando cada ángulo que se abría a medida que la rodeaba lentamente.

- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.
-Me llamo Wilmer, pensé en que podíamos bailar- le contesté casi automáticamente al oído.
-La verdad es que estoy cansada- me devolvió el mensaje con la sonrisa congelada y su mirada traviesa y a la vez disforzada.
-No es que sea insistente pero creo que estamos destinados a bailar esta pieza- respondí colocándome en el umbral de la huachafería.
-Si estamos destinados a bailar tendría que suceder algo extraordinario que demuestre nuestra predisposición a bailar- me siguió el hilo, picó el anzuelo, el juego había terminado, cedería finalmente a mi brazo estrechado.
-No es la primera vez que bailamos esta canción- su sonrisa llegó a explosionar, la tomé de las manos, pensé en ella desde la última vez que la vi, nuestra extraña relación cercana, nuestras conversaciones plagadas de histrionismo, su sonrisa contagiosa, y sobre todo mi poco valor para decirle que me interesaba. Nos mantuvimos alejados cerca de dos meses, espacio en el que ambos dejamos el trabajo que teníamos en común y nos emprendimos en trabajos distintos. Elizabeth era una mujer interesante por donde se le viera, tenía esa virtud de contestarte a la inmediatez con tanta gracia como picardía. Su increíble mirada, su voz suave pero decidida, su gracia, repito, su increíble gracia. Aunque lo que me sacaba de lugar, era ese extraño coqueteo salpicado de ternura, esos gestos de dominio tejidos con su pronta fragilidad, su carácter y su desfachatez. Elizabeth había llegado ahí con tres amigas, yo había llegado con Mariel. Sí, recordé que Mariel quizá estaba esperándome, aunque lo más probable era que su hiperactividad la hayan empujado a bailar con alguien, y todo eso pasó tan rápido que ahora estaba bailando con Elizabeth, platicando de lo más lindo, divirtiéndome cuando menos me lo imaginaba, en un apartado de la realidad con una persona que había perdido contacto, pero que su aspecto frágil combinado con su autosuficiencia hacían de ella una figura exquisita.

En esos momentos me vinieron unos cólicos insoportables, el estomago se me retorcía, y mi cara no tardó en evidenciar mi malestar. Al parecer era verdad el cuento que le iba a lanzar a Mariel: me sentía tan mal que tenía que irme. No sé si fueron los tragos que bebí, o la lasaña de las ocho, que habían hecho algún efecto en mi poco respetado estómago. “Elizabeth, me siento mal” le reafirmé lo que mi rostro pálido ya se lo había dicho. Elizabeth comprendió mi bochornoso malestar y me acompañó a tomar un taxi. Salimos del local, Elizabeth estaba encadenada a mi brazo derecho. Ambos subimos al taxi, y desde la ventana con el rostro sudoroso y algo colorado alcancé a ver una mirada de furia, de desprecio, de odio, de repulsión. Mariel estaba afuera del local parada en la esquina, con un cigarro, la mirada de acero y aquella blusa turquesa con el escote molesto.