Muchas preguntas revolotean en mi mente, están atascadas y a punto de explotar. Cuando era niño recuerdo que había un grupo de mosqueteros pendencieros e inútiles para un fin práctico, solo buscaban hacer notar su superioridad numérica, en fin, gustaban hacerme caer en la condición de tonto, ridículo, menor. Soltaban papeles arrugados en mi espalda cuando merendaba apaciblemente en mi carpeta, yo volteaba a ver qué sucedía y ellos estallaban en risas. La misma historia todos los recreos, pusilánime no era, pero en ese caso no sabía a quién responderle. En medio de ese sarpullido de risas no se me imaginaba nada que pudiera hacer pero ‘ganas no me faltaban’ de romperles el cuello, no crean, todo se quedaba en deseos etéreos. Recuerdo esto de niño porque estoy en ‘el tormentoso tráfico de Lima’. Recuerdo esto porque sea auto particular o transporte público el nivel de impotencia ha llegado a un extremo insuperable. Miles de autos y ninguna planificación. La ciudad ha crecido pero los que se encargan del ordenamiento territorial han sufrido una involución post-moderna. Recuerdo esto de niño porque este problema que nos perjudica a miles son como muchachotes imbéciles que te golpean y no sabes de quién es la responsabilidad: el alcalde del lugar que te rompe las calles a puertas de las elecciones municipales, el alcalde de toda Lima que tiene la ambición equiparable a su negligencia y corrupción, hasta volteo a ver y entre las risas estruendosas encuentro a una candidata a la alcaldía que en su profesión favorecía la importación chatarra de autos usados, que desgracia, volteo a ver y todos se ríen pero no hay ningún responsable. Quizá, romperles el cuello sea la única vía.
viernes, 27 de agosto de 2010
martes, 22 de junio de 2010
La despedida
"Quieres ser rico? Pues no te afanes por aumentar tus bienes,
sino en disminuir tu codicia."
Epicuro
ESA noche todos estábamos deseosos por saber el paradero de Pedro. La noche anterior había emprendido un viaje que, aunque nos negáramos a aceptar, era un autoexilio. Pedro era el que más simpatía yo tenía. Por su fuerte temperamento, por su enigmática melancolía, pero más que todo porque manejaba un código de moral auténtico. Vivir como vivíamos parecería de indigentes pero detrás de todo ese desorden y desvarío había férreos ideales de justicia. Hacinados todos, éramos como una familia. Yo llegué ahí por mi prima Elizabeth, pero luego ella viajó con su novio a Brasil y yo me quedé con ellos. No éramos menesterosos que habitábamos las veredas de las calles ni tampoco furtivos delincuentes de la dignidad humana, nos reconfortaba la idea que no hacíamos mal a nadie y más bien con nuestra actitud tratábamos de concientizar a la gente con el uso de las cosas. Nosotros no teníamos mayores pertenencias y eso para nosotros era una liberación, un estado de tranquilidad y sosiego. Muchos de nosotros habíamos pertenecido a cierta clase acomodada, con ciertos privilegios y muy bien vistos, sin embargo tarde o temprano nos dimos cuenta de lo relativo de esa situación. Pedro había perdido a su esposa y a su hija en un intento por secuestrar a la menor. Lo había perdido todo y no quería seguir cultivando fanfarronerías como una casa en la playa o un yate lujoso. Así llegó Pedro donde todos estábamos.
La noche anterior a su ida tuvo una pesadilla. Despertó gritando y al día siguiente se fue pero no dijo ni una sola palabra. Su rostro era la de un hombre atormentado. Dos días después de su abandono nos enteramos de la terrible tragedia. Lo encontraron ahorcado, colgando desde un puente con algunos billetes de dinero deshojándose de su cuerpo inerte como si fueran parte de un árbol seco. Todos vimos esa imagen y quedamos realmente aturdidos. No se sabe si lo mataron o si se suicidó, pero nosotros creemos que la imagen de Pedro colgado del puente representa la asfixia de una sociedad que sólo cree en el dinero.
CAMINO AL PUEBLO SIN NOMBRE
© Todos los derechos reservados
martes, 8 de junio de 2010
Ayudado por el corazón
Y, vamos, he escrito sobre hombres que mueren en la oquedad de una noche en un exceso de machismo, he escrito sobre mujeres que se rinden al placer de unos labios viriles, he escrito sobre señoras que no están en el rango físico atribuible a mujeres de pasados los cuarenta, pero que por su silueta compiten por las miradas de los más jóvenes e inexpertos, he escrito sobre la promiscuidad en la selva y sobre muchachas con problemas mentales que te ponen las tetas en la cabeza cuando viajas en el bus.
He escrito sobre todo esto siguiendo la tendencia, me imagino, de escribir raramente lo que pienso, y más bien escribir lo que pienso que otras personas piensan que yo pienso. No obstante, hoy me permito sublevarme de este vicio delicioso y decirles algo tan íntimo como que estoy muy enamorado. Este estado, de por sí inmensurable, para algunos podría decirse prematuro, aunque lleven mucho tiempo sustentando este hecho, sin embargo hay hechos concretos los que inauguran un estado que científicamente no se tiene idea de lo que es. Y eso ha pasado conmigo en poco más de un año con la persona que más amo en esta vida. Ella ha socavado mis rutinas como una hermosa mariposa que cada tanto va jugando a crear vida a través de un hecho involuntario como es el simple hecho de volar. Desde hace algún tiempo, no sé cuándo, he adquirido esta rutina mágica que constituye un hecho inequívoco de que el amor tiene que ver más con el inconsciente que con el estar despierto: Luego de vestir mi cuerpo y abrigarlo por pura necesidad, encajo en mi dedo anular un aro que simboliza mi compromiso hacia nuestro amor, y si se quiere ser más estricto, un compromiso de un compromiso futuro. Esa es la explicación, mas o menos cierta, de la curiosidad que suscita un dedo con un pícaro resplandor. Quizá sea este el motivo que no escriba con frecuencia. Como dice Sabina, la felicidad no se escribe, se vive, y mientas uno tenga sosiego doméstico las letras estan a la espera de sentir el fuego de la inconformidad que muchos tenemos contenida y que otros disfrutamos su ausencia.
miércoles, 31 de marzo de 2010
La sorpresa

Rebeca estaba en el cuarto de Sofía asegurándose que no se olvide nada. Ella, con la rebeldía que suele asociarse a las jovencitas de estos tiempos la obedecía a regañadientes. Alan, el característico padre dominante, les exigía prisa sin poner en razonamiento otra cosa. Es la primera vez, desde que nació Enrique, que viajaban a un lugar fuera de la ciudad. Enrique, el sensible y cándido Quique, ya estaba en el auto aguardando a los demás. Tenía el iPod colgado de las orejas, parecía bastante relajado. Alan subió al carro y arengó intempestivamente a su hijo: «Vamos, hijo, cuéntame algo –sin esperar respuesta y atropelladamente siguió-, ¿Ya tienes chica? ¿Seguro que vas bien en los estudios, no? –Y se dijo a sí mismo- Bueno, nunca has traído bajas calificaciones, pero ya tendremos tiempo de hablar en el viaje». Enrique lo miró y le sonrió débilmente. Alan se bajó del auto hablando altamente por el teléfono, lanzó un grito al interior de la casa y se introdujo en el baño.
Llegaron al hotel a las 7 de la noche. La familia desempacó sus cosas y luego de asearse fueron a cenar algo. «Necesito presentar un balance el lunes a primera hora, creo que tendremos que recortar el viaje» acometió Alan con el vaso de gaseosa en las manos. La calvicie lo hacía ver como un hombre cómico. Enrique lo imaginaba pintado la cara de payaso y sumamente sobresaltado en medio del tráfico. A menudo Alan se metía en discusiones baldías con otros conductores cuando el tráfico se ponía tenso y los ánimos poco pertinentes. Eran discusiones arrebatadas, provocativas pero calculadoras. Alan manejaba bien en qué momento podía lanzar una ofensa y retirarse audazmente; se sentía victorioso. Luego de la cena Rebeca salió a caminar con Sofía por el malecón. Alan, extenuado, se echó a dormir y Enrique sacó un libro.
Al día siguiente, cuando regresaron de visitar el zoológico de esa ciudad, Sofía decidió salir a caminar. Alan dijo que es intolerable que habiendo tres miembros más de la familia camine sola. Rebeca lo llamó a un lado con un fino tacto y le dijo que la deje ir sola, no tenía nada de peligroso ni de malo. Alan le quedó mirando aún sin entender y minimizó tal escena repanchigándose en el sillón, exhausto. «Gordo –como Rebeca suele decirle a Alan de cariño aunque ni es gordo, sino chato y panzón-, no olvides que en la noche vamos a ir a ver un concierto de música clásica contemporánea en el auditorio de la universidad» le dijo Rebeca en un tono suave y conciliador. Alan asintió con la cabeza pero no indagó más como si conociera perfectamente las razones por las que iban a ese evento.
En la noche, horas antes del concierto y cuando sólo estaban Alan y Rebeca, ella le habló de un asunto importante. Le dijo, ante la mirada atónita de Alan, que Sofía, su hija, tenía enamorado y que el muchacho iba a viajar a la ciudad sólo para verla esa noche y que sería la oportunidad para que ambos lo conocieran. Alan sintió una conmoción porque fue algo que no se esperaba y que aún lo veía muy lejano. Le pareció muy buena la idea, se alegró de su hija, pero el tiempo no le permitió pensar más allá: esa noche tendría otra sorpresa aparte de esa. Ya sentados todos en una misma fila, la línea familiar descansaba sobre un momento muy apacible, de calma y buen humor evidente. Sofía estaba de la mano de su enamorado a un extremo de su mamá y Alan conversaba con Enrique de un tema tan trivial como el color de las luces del escenario. En los ojos de Enrique había un fulgor de alegría. Iniciado el intermedio, Enrique dijo ir al baño pero tardó en regresar. Cuando Alan comenzaba a extrañar la tímida sonrisa de su hijo a su lado, Rebeca le decía que el concierto iba a reiniciar. En el momento en que Alan miró al escenario, vio a su hijo sentado en el piano tocando una melodía dulce que se combinaba perfectamente con los violines. Alan, con los ojos conmovidos y llenos de una extraña alegría reflexionó en el hecho de que su papel de padre hasta entonces era remisible si en el futuro estas cosas dejaban de sorprenderlo. Fue una virtuosa lección.
Llegaron al hotel a las 7 de la noche. La familia desempacó sus cosas y luego de asearse fueron a cenar algo. «Necesito presentar un balance el lunes a primera hora, creo que tendremos que recortar el viaje» acometió Alan con el vaso de gaseosa en las manos. La calvicie lo hacía ver como un hombre cómico. Enrique lo imaginaba pintado la cara de payaso y sumamente sobresaltado en medio del tráfico. A menudo Alan se metía en discusiones baldías con otros conductores cuando el tráfico se ponía tenso y los ánimos poco pertinentes. Eran discusiones arrebatadas, provocativas pero calculadoras. Alan manejaba bien en qué momento podía lanzar una ofensa y retirarse audazmente; se sentía victorioso. Luego de la cena Rebeca salió a caminar con Sofía por el malecón. Alan, extenuado, se echó a dormir y Enrique sacó un libro.
Al día siguiente, cuando regresaron de visitar el zoológico de esa ciudad, Sofía decidió salir a caminar. Alan dijo que es intolerable que habiendo tres miembros más de la familia camine sola. Rebeca lo llamó a un lado con un fino tacto y le dijo que la deje ir sola, no tenía nada de peligroso ni de malo. Alan le quedó mirando aún sin entender y minimizó tal escena repanchigándose en el sillón, exhausto. «Gordo –como Rebeca suele decirle a Alan de cariño aunque ni es gordo, sino chato y panzón-, no olvides que en la noche vamos a ir a ver un concierto de música clásica contemporánea en el auditorio de la universidad» le dijo Rebeca en un tono suave y conciliador. Alan asintió con la cabeza pero no indagó más como si conociera perfectamente las razones por las que iban a ese evento.
En la noche, horas antes del concierto y cuando sólo estaban Alan y Rebeca, ella le habló de un asunto importante. Le dijo, ante la mirada atónita de Alan, que Sofía, su hija, tenía enamorado y que el muchacho iba a viajar a la ciudad sólo para verla esa noche y que sería la oportunidad para que ambos lo conocieran. Alan sintió una conmoción porque fue algo que no se esperaba y que aún lo veía muy lejano. Le pareció muy buena la idea, se alegró de su hija, pero el tiempo no le permitió pensar más allá: esa noche tendría otra sorpresa aparte de esa. Ya sentados todos en una misma fila, la línea familiar descansaba sobre un momento muy apacible, de calma y buen humor evidente. Sofía estaba de la mano de su enamorado a un extremo de su mamá y Alan conversaba con Enrique de un tema tan trivial como el color de las luces del escenario. En los ojos de Enrique había un fulgor de alegría. Iniciado el intermedio, Enrique dijo ir al baño pero tardó en regresar. Cuando Alan comenzaba a extrañar la tímida sonrisa de su hijo a su lado, Rebeca le decía que el concierto iba a reiniciar. En el momento en que Alan miró al escenario, vio a su hijo sentado en el piano tocando una melodía dulce que se combinaba perfectamente con los violines. Alan, con los ojos conmovidos y llenos de una extraña alegría reflexionó en el hecho de que su papel de padre hasta entonces era remisible si en el futuro estas cosas dejaban de sorprenderlo. Fue una virtuosa lección.
CAMINO AL PUEBLO SIN NOMBRE
© Todos los derechos reservados
jueves, 25 de marzo de 2010
La sociedad*

El largo y descolorido Renato le gana el espacio, lo intercepta y lo obliga a cambiar de vereda. Sin hacer del asunto una ofensa Efraín cruza la calle y se coloca al frente del consultorio dental. Un hombre grande y bien vestido asoma el umbral del edificio. Renato se lanza a la pista como un caimán y cruza la calle con avidez. Negro codicioso, piensa Efraín. Renato es un muchacho pendenciero, artero, abusivo y rapaz, tiene el rostro como el de un pericote flaco y las piernas tan largas como la de un avestruz. Antes que él cruce la calle Efraín se apresura en dirigirse al señor. «Señor, ¿le lustro los zapatos?» le desliza la pregunta con un tono de candidez y diligencia. Renato se va haciendo una mueca grotesca al ver a Efraín llegando primero al señor. El hombre acepta que Efraín haga su trabajo y mientras éste obra impetuosamente por el brillo de los zapatos él está impaciente por una llamada que ingrese a su teléfono. «Tenga cuidado, señor, no le vayan a robar el teléfono» le advierte Efraín. «No te preocupes amiguito, eso no va a suceder» le responde agradablemente el hombre y sigue ansioso en su asunto. Finalmente presiona unos botones, pone el teléfono en el oído y se enfrasca en su conversación. Una vez terminado Efraín, el hombre le alcanza unas monedas y le agradece con un movimiento de cabeza y una pequeña sonrisa. Efraín se levanta, pone el dinero en su bolsillo y alza la mirada como buscando algo o alguien. El sol allá arriba ha dejado pocos espacios para la sombra, entonces uno se busca un sitio debajo de las grandes extremidades de esos edificios ciclópeos. Al otro lado un hombre le hace señas con los brazos a Efraín como pidiendo auxilio de un naufragio. Su nombre es Sixto, amigo de Efraín, y lo llama porque son parte de una sociedad. «Hola Efraín, hoy sí que has venido temprano» le dice Sixto con ese tono chillón que lo asemeja a un cantante de los Bee Gees. Se dan un palmetazo en el brazo y resuelven en comenzar el trabajo. Se colocan en el parqueo del Edificio Central y alistan sus herramientas. Sixto se encarga de dar una enjuagada rápida a los autos que se estacionan ahí y Efraín lustra los zapatos de quiénes esperan afuera del edificio, trabajan en conjunto. Su asociación nace de la premisa de que siempre hay señores que llegan en su auto y aunque no se ensucian mucho los zapatos, lo quieren de un aspecto impecable. Sixto es mucho mayor que Efraín. Tiene el aspecto de un niño pero la barba enraizada y su rostro extenuado evidencian algunos años bien facturados. Como es grande y de un aspecto recio lo protege a Efraín de alimañas como Renato. Por su parte, Efraín le ayuda a que no le engañen con las monedas falsas; como es poco observador siempre le están canjeando monedas fraudulentas. No se sabe exactamente dónde vive Sixto. Por sus problemas que tiene raras veces entiende lo que uno le pregunta. Tardó un día en entender la proposición de trabajar al lado de Efraín. Luego entendió que Efraín no era como los otros muchachos de la calle y lo dejó que administrara su dinero. Efraín vive en un barrio pobre junto a su madre y sus otros hermanos. Cuando llega a su casa se pregunta si Sixto ya habrá llegado a la suya.
El día anterior Efraín se encontraba muy nervioso, no sabía exactamente qué sentía, era una mezcla de ansiedad y tristeza. De estas sensaciones, el primero creía venir del futuro y el segundo de un extraño y vago presentimiento que las cosas no serían iguales. Ese día cuando se despidieron, Sixto abrazó a Efraín fuertemente y alcanzó a decirle unas palabras que lo estremecieron: «Cuídate mucho». Mientras Efraín se dirigía a su casa en el bus pensaba en que quizá ya no lo volvería a ver, en que, como es normal y en algún momento tiene que suceder, sus destinos harían un viraje y cuando se volviesen a ver, si es que esto sucedía, no se sabe si serían los mismos.
El día anterior Efraín se encontraba muy nervioso, no sabía exactamente qué sentía, era una mezcla de ansiedad y tristeza. De estas sensaciones, el primero creía venir del futuro y el segundo de un extraño y vago presentimiento que las cosas no serían iguales. Ese día cuando se despidieron, Sixto abrazó a Efraín fuertemente y alcanzó a decirle unas palabras que lo estremecieron: «Cuídate mucho». Mientras Efraín se dirigía a su casa en el bus pensaba en que quizá ya no lo volvería a ver, en que, como es normal y en algún momento tiene que suceder, sus destinos harían un viraje y cuando se volviesen a ver, si es que esto sucedía, no se sabe si serían los mismos.
* Parte del libro de relatos "Camino al pueblo sin nombre".
Suscribirse a:
Entradas (Atom)