jueves, 1 de enero de 2009

Por más amargo que parezca


- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.

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Ruth, Álvaro, su esposo, Mariel y yo. Cuatro personas, dos parejas. Mariel es una persona agradable, pero demasiada buena onda para mi gusto; su optimismo exagerado, a veces huachafo, me embriaga a tal punto de asentir por pura cortesía todo lo que me dice; sus ojos, a menudo, desorbitados y frenéticos impiden que podamos conversar tranquilamente. Esa noche, de una chica de oficina, alegre aunque recatada, pero siempre enérgica, pasó a ser una mujer demasiado llamativa para salir a algún lugar a bailar. No llevaba sus anteojos (y creo que ese era el problema para que me hablara tan cercanamente sin modular el volumen de su voz), el pelo lo tenía suelto, traía una suerte de blusa turquesa recortado por el lado de la cintura, ambos cortes llegaban como flechas al ombligo haciendo de este parte importante del atuendo, además siguiendo el ombligo hacia arriba yacía una ranura que se extendía en forma de uve con extrema irreverencia, dejando la incómoda sensación de tener que agachar la mirada cuando hablabas con ella; aquél escote era una cosa abrupta y podríamos haber conversado de aquel toda la noche, si no fuese por su frenesí que te llevaba de un lugar a otro, de un extremo al vacío, y de la nada abajo, saltando de temas y volviendo al inicio, llevándote a bailar y luego hablarte al oído como si estuvieses fuera del local.

Mariel es una persona agradable, es decir, suele a veces contagiarte de ese entusiasmo avasallador con que toma las cosas, pero a veces, también, suele exasperar su desbordante ímpetu y delirio mental. Esa noche, cumpleaños de Álvaro, salimos los cuatro a una discoteca del viejo Barranco. Ruth y su esposo, Álvaro, coincidían (extraña costumbre que me hacía pensar hasta que punto eran humanos) en ir a una discoteca, alentados por la efervescencia de Mariel. Bueno, por fin estábamos en el local, mi consideración de ser una noche tranquila, casual y amena, se vio interrumpida cuando Mariel comenzó a arrearnos a bailar a todos como si fuera la última noche de nuestras vidas. Siempre pensé que considerar cada minuto como el último de nuestras vidas era necesario para llevar una vida plena, pero lo de Mariel escapaba de esa lógica, correr a la pista de baile con los brazos agitados y las piernas amortiguadas no me parecía algo interesante y menos al lado de Mariel. Al comienzo pensé en bailar como siempre lo hago, medianamente rítmico con algo de gracia, pero el escándalo rítmico de Mariel hacía de nosotros una pareja antagónica, un contraste embarazoso, parecíamos, exagerando un poco, una mujer salida del penal Santa Mónica, y un cura tímido y mojigato (porque hay de los otros). Había comenzado a arrepentirme de venir y no sé si se notara en mi rostro pero los movimientos atolondrados de Mariel acabaron por fatigarme. Álvaro y Ruth bailaban al compás unísono de una melodía colombiana, se les notaba contentos, sincronizados, ni uno hacía algo que sobrepasara al otro ni el otro se desmedía en lo mínimo, era un cálculo matemático de movimientos, un modelo físico perfecto, era la muestra de que llevaban años bailando juntos, me imagino. Mariel comprendió mis urgencias hipócritas de ir al baño, ella se sentó casi a regañadientes, pero con el propósito de tomar impulso para la siguiente ronda. “No demores, voy a tomar algo” terminó ahuyentándome. Me escurrí entre los bailantes, alcancé los servicios higiénicos casi agonizando. Necesitaba darle un rumbo nuevo a esa noche, me resistía a ser la pareja de Mariel. Por un lado me sentía comprometido por tener que acompañar a Mariel, pero por otro me decía a mí mismo que ese compromiso me lo había creado yo, que estaba bien que hayamos salido en pareja pero eso no me encadenaba a tener que acompañar a Mariel toda la noche. Ambos, sencillamente, no congeniábamos; ella era demasiado para mí. Pensé en regresar a la mesa y decirle a Mariel que me sentía mal y que me tenía que ir. Era lo más sincero que podía hacer así que salí de ese intermedio que es el baño rumbo a la mesa donde estábamos ubicados.

*****
Mis pupilas se dilataron, el cuerpo se me paralizó por completo, y mi mirada quedó retenida en ese asiento, en ese torso, en esa caída del cabello, en esos hombros desnudos. Me acerqué por inercia saboreando cada ángulo que se abría a medida que la rodeaba lentamente.

- Hola, ¿bailamos? – a pesar de la bulla, mi voz sonó muy grave para mi gusto.
- No, disculpa, no bailo con desconocidos – contestó ella luego de mirarme con una mirada pícara.
-Me llamo Wilmer, pensé en que podíamos bailar- le contesté casi automáticamente al oído.
-La verdad es que estoy cansada- me devolvió el mensaje con la sonrisa congelada y su mirada traviesa y a la vez disforzada.
-No es que sea insistente pero creo que estamos destinados a bailar esta pieza- respondí colocándome en el umbral de la huachafería.
-Si estamos destinados a bailar tendría que suceder algo extraordinario que demuestre nuestra predisposición a bailar- me siguió el hilo, picó el anzuelo, el juego había terminado, cedería finalmente a mi brazo estrechado.
-No es la primera vez que bailamos esta canción- su sonrisa llegó a explosionar, la tomé de las manos, pensé en ella desde la última vez que la vi, nuestra extraña relación cercana, nuestras conversaciones plagadas de histrionismo, su sonrisa contagiosa, y sobre todo mi poco valor para decirle que me interesaba. Nos mantuvimos alejados cerca de dos meses, espacio en el que ambos dejamos el trabajo que teníamos en común y nos emprendimos en trabajos distintos. Elizabeth era una mujer interesante por donde se le viera, tenía esa virtud de contestarte a la inmediatez con tanta gracia como picardía. Su increíble mirada, su voz suave pero decidida, su gracia, repito, su increíble gracia. Aunque lo que me sacaba de lugar, era ese extraño coqueteo salpicado de ternura, esos gestos de dominio tejidos con su pronta fragilidad, su carácter y su desfachatez. Elizabeth había llegado ahí con tres amigas, yo había llegado con Mariel. Sí, recordé que Mariel quizá estaba esperándome, aunque lo más probable era que su hiperactividad la hayan empujado a bailar con alguien, y todo eso pasó tan rápido que ahora estaba bailando con Elizabeth, platicando de lo más lindo, divirtiéndome cuando menos me lo imaginaba, en un apartado de la realidad con una persona que había perdido contacto, pero que su aspecto frágil combinado con su autosuficiencia hacían de ella una figura exquisita.

En esos momentos me vinieron unos cólicos insoportables, el estomago se me retorcía, y mi cara no tardó en evidenciar mi malestar. Al parecer era verdad el cuento que le iba a lanzar a Mariel: me sentía tan mal que tenía que irme. No sé si fueron los tragos que bebí, o la lasaña de las ocho, que habían hecho algún efecto en mi poco respetado estómago. “Elizabeth, me siento mal” le reafirmé lo que mi rostro pálido ya se lo había dicho. Elizabeth comprendió mi bochornoso malestar y me acompañó a tomar un taxi. Salimos del local, Elizabeth estaba encadenada a mi brazo derecho. Ambos subimos al taxi, y desde la ventana con el rostro sudoroso y algo colorado alcancé a ver una mirada de furia, de desprecio, de odio, de repulsión. Mariel estaba afuera del local parada en la esquina, con un cigarro, la mirada de acero y aquella blusa turquesa con el escote molesto.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, hermano... feliz año nuevo.

Oye me gustó tu cuento, realmente lo disfruté, me hizo reflexionar, sin duda sabes escribir sobre estas cosas que a uno le suceden pero no lo puede explicar tan facilmente......

jajajajajajajajajjaja jejejejee

¡Ese Wilmer!

Bueno... me queda decir q cuando escribes lo haces por el simple gusto de escribir y no como otros, y yo estoy incluído, que buscan abordar algún aspecto humano o alguna problemática del mundo. Eso es sencillamente elogiable. Escribir por el gusto de escribir.

Al comienzo, hablas del optimismo de Mariel... que es exagerado. jajaja eso me recuerda lo que leí en una libro: "estamos acostumbrados a pensar que ser muy optimistas no es realista, pero cuando se es pesimista... eso es ser más realista".

alamos xolo... suerte.

MAR dijo...

A MI TAMBIEN ME GUSTO!!!!!!!!!!!
QUE DOLOR DE ESTOMAGO MAS....ONDA.
UN ABRAZO PARA TI Y TODO MI CARIÑO Y AMISTAD.
MAR

Maria Pía dijo...

t deje algo en mi blog,pasa por ahi!

Mariel Ramírez Barrios dijo...

GUACALA!!!!!!!!
nunca me pasò esto.
es horrible
NUNCA encontrè en un cuento MI NOMBRE repetido TANTAS veces y encima en la mina opuesta exactamente a mi personalidad!! Odio a tu Mariel y es esquizofrènico! me provocaste una ambivalencia afectiva!
Encima,lo terrible es que tampoco puedo ser Elizabeth!!!!!!
Yo ,o sea yo,Mariel,esta,que escribe,LA VERDADERA,LA ÙNICA
odia las discotecas y si hubiera o hubiese estado en una hubiera o hubiese terminado la conversaciòn en la frase
"Si estamos destinados a bailar tendría que suceder algo extraordinario que demuestre nuestra predisposición a bailar-"
y hubiera mirado para el lado opuesto en el que estabas,pero no vos,Wilmer ,el verdadero,sino el personaje del cuento..que de verdad
nunca va a sacar a bailar a una mina de verdad con esa tècnica.Con razòn estaba con .ajjjjjjjjj
Mariel.ajjjjjjj
què horrible es decir mi nombre ahora che
te prohìbo que lo uses!!!!!!!
MUY BUEN CUENTO
ME RÌO
TE ABRAZO
ME VOY A DORMIR LA SIESTA HACE 40 º
grande Wilmer
Ahora escribì uno en el que la mina se llame Marta,dale.